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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (21 page)

BOOK: El restaurador de arte
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Después, telefoneó a Bety. Ella cortó la llamada y pasados unos minutos le mandó un mensaje: «Ocupada. Imposible vernos. Si algo nuevo, avisa». Le contestó con un escueto «Bien».

Regresó al piso de Igueldo con cierta sensación de frustración; no se debía a los resultados de su trabajo, sino a sus relaciones personales. Rara vez conseguía que fueran rodadas y siempre constituían una fuente de problemas. Realmente le apetecía ver a Bety, estar con ella aunque no fueran más que unos minutos, pero el mismo hecho de pensarlo hacía que se sintiera mal en relación con Helena. Decidió ahuyentar estos molestos pensamientos dedicándose a su trabajo, pero tampoco la novela le sirvió de refugio. Su mente estaba demasiado dispersa, y tras dos horas de duros esfuerzos apenas escribió una página de escasa calidad.

De nada servía pelear contra un muro: se metió en la cama, y tuvo sueños turbadores que le hicieron despertarse en varias ocasiones. Helena y Bety, las dos, estaban presentes en ellos.

39

P
ara el segundo día de trabajo, Enrique escogió el archivo histórico. En él depositaba todas sus esperanzas de reproducir el hallazgo de Bruckner. El documento de referencia eran las actas de la Junta de Gobierno del Museo San Telmo: en ellas se relataban todas las actividades referidas al funcionamiento del museo. Al estar digitalizadas, su trabajo se simplificó notablemente.

El libro V recogía las actas de 1919 hasta 1933. Por defecto, Enrique comenzó por este libro: en primer lugar, quería conocer cómo estaban redactadas y quién las firmaba, así como el tipo de información que recogían habitualmente y, en segundo lugar, tenía curiosidad por ver cómo se describía la ceremonia de la inauguración en 1932.

Se encontró con todo tipo de actas: unas, muy breves, apenas recogían mínimos movimientos de adquisición de obras; otras aportaban listados con liquidaciones de gastos especificando los más mínimos detalles. En general, las notas eran breves y concisas, como correspondía a un documento de carácter funcional, y estaban firmadas conjuntamente por el alcalde de la ciudad de San Sebastián y el director o conservador del museo San Telmo.

Encontró una primera referencia a Sert en la correspondiente al 23 de julio de 1930. En ella quedaba recogida su visita a San Sebastián para entregar al ayuntamiento los tres primeros lienzos de su obra; se aprovechaba la ocasión para nombrarle socio de honor. En actas sucesivas se recogían diversas gestiones e iniciativas destinadas a la preparación de la inauguración oficial del nuevo museo, el 3 de septiembre de 1932. El libro V se cerraba a finales de 1933 sin que constara otra mención a Sert; curiosamente, no se recogía detalle alguno de la inauguración.

El libro VI continuaba en una línea muy similar, incluyendo una significativa modificación como resultado de la guerra civil que estaba asolando España: al caer el frente norte en manos de los militares rebeldes franquistas San Sebastián quedó bajo su administración directa; las actas recogían la terminología propia del caso situando la expresión «Año triunfal» después de la fecha. Al margen de esta curiosidad, y pese a haber examinado detenidamente todas las actas hasta 1945, no volvía a mencionarse la presencia de Sert en la ciudad. Se hablaba, eso sí, de todo tipo de curiosidades en relación con su obra: la existencia de goteras que comenzaban a ocasionar problemas de humedades, la de un conserje que cobraba por dar explicaciones sobre el significado de los lienzos a los visitantes… Sin embargo, de una nueva visita tras la instalación de los lienzos, no había ni una palabra.

Esto desorientó momentáneamente a Enrique, pero no tardó en comprender que esta vía hubiera sido demasiado evidente para cualquier investigador: la visita de Sert no podía recogerse aquí, así que tendría que buscar en otro lugar.

Pero ¿dónde?

No tenía muy claro cómo proseguir su búsqueda, y se sintió muy tentado de emplear ciertos métodos fuera de lo común. Aunque no era un
hacker
, sabía lo suficiente de informática para obtener información fuera del alcance de la mayoría de usuarios. La búsqueda de la veracidad en sus novelas le había llevado a aprender de los más variados conocimientos a las más insospechadas habilidades: desde notables conocimientos médicos, técnicas forenses y de armamento, hasta cómo controlar una cámara de vigilancia a distancia o localizar claves de acceso reservadas para acceder a ordenadores particulares.

Seguir el rastro informático de Bruckner no debiera ser demasiado complejo y estaba claro que el restaurador había encontrado la información en el mismo museo. Luchó consigo mismo un buen rato: allí era un invitado y, si alguien averiguaba lo que estaba haciendo, podría comprometer a Bety.

No podía llevarle mucho rato: media hora, a lo sumo.

Apretó las teclas adecuadas y entró en el modo a prueba de fallos. Desde el símbolo de sistema comenzó a trastear, a gran velocidad. Un poco por allí, otro por allá, y en el disco duro del servidor central del museo localizó todas las búsquedas por Internet realizadas durante el periodo en el que Bruckner trabajó en el museo. Copió el archivo en su
pendrive
: aunque el entorno Windows borrara las búsquedas realizadas según un programa preestablecido o manualmente, el registro del disco duro permanecía siempre inalterable, a menos que se interviniera directamente sobre él.

Sería un duro trabajo. Las búsquedas realizadas por todo el personal del museo durante tres meses se contaban por miles: la gran mayoría estarían relacionadas con las actividades profesionales diarias, y otro porcentaje correspondería a búsquedas personales. Accediendo a este listado, Enrique estaba bordeando la legalidad según la jurisprudencia española.

No le bastó. Tuvo una nueva idea justo cuando había decidido volver al entorno Windows: quizá fuera posible acceder directamente a los documentos consultados por Bruckner desde la pantalla de la biblioteca.

Las actas de las juntas de gobierno del museo eran documentos públicos, colgados en la propia web del museo. Si en ellos no constaba referencia al segundo viaje de Sert, esta tendría que encontrarse en otros documentos del museo no expuestos al público.

San Telmo era un museo con cien años de historia: el proceso de digitalización de todos los documentos históricos estaba en proceso; ese dato también constaba en su web. Parte de ellos ya estarían listos, pero otra parte, no. Ahí debió ser donde Bruckner encontró la clave.

Regresó al disco duro del museo y localizó los archivos históricos. El volumen era notable; su empleo, no. Obtener un registro de su uso no le llevó más de un minuto, un nuevo archivo a copiar en el
pendrive
. Lo hizo y, ahora sí, regresó a Windows acompañado por una notable sensación de culpabilidad. Tenía lo necesario para proseguir su trabajo, pero tuvo la sensación de que, en cualquier momento, se abriría la puerta de la biblioteca dando paso al personal de seguridad, que lo expulsaría de inmediato después de despojarle del
pendrive
.

Después, abandonó el museo, dispuesto a estudiar los archivos en la seguridad de su piso de Igueldo. Allí, con tranquilidad, esperaba dar con los pasos de Bruckner.

40

B
ety consiguió dejar el trabajo encarrilado dos días después. Se había multiplicado para lograrlo porque deseaba compartir la investigación de Enrique, pero no quería delegar en su ayudante Ana más que cuestiones secundarias del museo, pues, al fin y al cabo, se trataba de su responsabilidad directa. Por eso, cuando supo que la exposición iba a quedar perfectamente recogida en la prensa, abandonó el despacho y se encaminó a la biblioteca.

Enrique no estaba allí.

En los tres días anteriores solo mantuvieron contacto vía SMS, y en todo caso las respuestas de Enrique a las escuetas preguntas de Bety fueron negativas: no había novedades que contar. No es que dudara de su habilidad para indagar en los archivos, pero Bety creía que de haber compartido la tarea ya habrían tenido éxito. Mandó un nuevo mensaje: «¿Dónde estás?» La respuesta, casi inmediata: «Abajo, en el archivo».

El archivo del museo también se había visto afectado por la reforma: ahora gozaba de un excelente espacio y un altísimo nivel de protección para sus documentos. Estaba situado en un extremo de la planta baja, en el nuevo edificio. Bety apenas lo había pisado en un par de ocasiones. Atravesó la puerta de acceso y pudo ver a Enrique sentado al fondo, con varias cajas de transferencia abiertas a su lado, la tableta encendida y un buen número de documentos sobre la mesa. Estaba tan concentrado en la tarea que no percibió su llegada; pero cuando Bety le habló no pareció sorprendido por su presencia.

—¿Qué tal va todo?

—Aquí lo tienes. Esto es lo que tu amigo Bruckner encontró en los archivos: facturas de un viaje de Sert a San Sebastián en 1944, un año antes de su muerte. Gastos de restaurantes y de alguna otra tienda, todos ellos cargados al museo San Telmo.

—Déjamelos ver.

Enrique le cedió la silla, señalando las facturas. Allí estaban, y no dejaban lugar a dudas. Bety las examinó con atención, memorizando los detalles: las fechas eran correlativas, en todas ellas constaba la palabra Sert y todas estaban validadas por J.A.

—Buen trabajo, Enrique. Pero ¿qué significan?

—Ni idea. ¡No son más que unas simples notas de gastos! Solo puedo decirte que tenemos en nuestras manos el punto de partida de la investigación de Bruckner. Y una cosita más.

—¿De qué se trata?

—No están registradas en la contabilidad.

—Pero, entonces, si no están registradas, ¿por qué están en el archivo?

—Tengo una posible explicación. He consultado todos los libros de gastos de la época, y debo decirte que la contabilidad se llevaba de una manera bastante escrupulosa. ¡Están recogidos absolutamente todos los gastos! Como la titularidad del museo era municipal, las cuentas estaban sujetas al control del ayuntamiento.

—Sí, así es también hoy día.

—Bien, verás: la suma de los gastos de las cinco facturas es de 489 pesetas de la época. Y, si te fijas aquí, en el libro de gastos de 1944 podrás ver que existe una partida que consta como «VARIOS» donde se recoge esa misma cantidad.

—A veces resulta cómodo consignar una serie de gastos relacionados de forma conjunta, no veo nada de particular.

—¡Venga, Bety! ¿Dónde está tu imaginación? El viaje de Sert a San Sebastián no consta en ningún lado, y los gastos, que fueron bien reales porque aquí tenemos las facturas, no se consignan conforme al sistema habitual de contabilidad empleado hasta entonces. Fíjate en esta otra factura, ¡si hasta recogían la compra de clavos por valor de cincuenta céntimos! Es evidente que los gastos no fueron recogidos de forma individual porque alguien quiso que este viaje no dejara pista alguna. ¡Esa es la conclusión a la que llegó Bruckner!

—¿Alguien? ¿A quién te refieres?

—Solo pudo tratarse del mismo Sert.

—Y ¿cuál pudo ser el motivo? ¿Para qué iba a obrar de esta manera?

—¡Vas demasiado rápido! Acabamos de terminar la primera fase: ahora comienza la segunda. ¿Sabes qué fue a hacer Bruckner a Barcelona? Y ¿cuáles fueron sus pasos tras regresar a San Sebastián?

—Craig me dijo que estuvo leyendo la correspondencia de Sert en los archivos de la familia. Después estuvo estudiando el Archivo Histórico Provincial, aquí, en San Sebastián, y creo que también hizo referencia al del pintor Zuloaga, en Zumaia. A continuación viajó a Nueva York, para entrevistarse con otro experto en la obra de Sert. ¡Esto es lo único que sé!

—Tendré que seguir sus pasos.

—¿Tendrás o tendremos?

¿Viajar con Bety a Barcelona? A Enrique le resultó muy sugestivo, y estuvo tentado de decir que sí. Pero hacerlo supondría afrontar recuerdos muy dolorosos. ¿Podría soportarlo?

—Preferiría ir solo.

—No. Iré contigo.

—Bety, sería mejor…

—Ni sería mejor ni nada que se le parezca. Te voy a dar dos motivos por los que mi presencia es absolutamente necesaria. El primero: el archivo familiar de Sert no es un archivo público al que puedas acceder así como así. Craig pudo porque era quien era, uno de los mayores especialistas mundiales en su obra, y añadiré un detalle: tuvo que viajar a Barcelona a toda prisa, ¡ni siquiera se despidió!, precisamente porque el archivo no está disponible al público en general y la familia solo permite el acceso cuando ellos están presentes. Por mucho que tengas contactos editoriales en Barcelona, no podrás acceder con facilidad al archivo. En cambio, si viajas conmigo, te estará acompañando la relaciones públicas del museo San Telmo, en vísperas de la restauración de los lienzos de la iglesia. ¿A quién crees que permitirán consultar la correspondencia del pintor, a ti o a mí?

—Podría bastar con que desde el museo les comunicaras mi visita. Con tu recomendación bastaría.

—Sí, es posible. Pero aún no te he expuesto mi segundo motivo, muchísimo más poderoso que el primero: Craig era mi amigo, y viajaré contigo a Barcelona sencillamente porque me da la gana hacerlo. ¿Te parece convincente?

Era otra Bety, desde luego; muy diferente a la que fuera su mujer. ¿Podía negarse? ¿Valía la pena hacerlo? No, ella tenía razón: sin su presencia, la visita al archivo de la familia Sert resultaría muy difícil. Enrique asintió, arriando velas antes de que la tempestad se formara: también él era más sabio, y había aprendido a luchar solo cuando la victoria era posible.

41

B
arcelona: tenían la ciudad siempre a sus pies, al igual que en San Sebastián y, Bety no lo dudaba, más tarde o más temprano ocurriría lo mismo en Nueva York. La casa de Vallvidrera, donde Enrique había vivido con su padre adoptivo, Artur Aiguader, desde la muerte de sus padres a los cinco años de edad, estaba situada en la montaña del Tibidabo y ofrecía una espléndida vista sobre toda la ciudad. Bety sospechaba que debía existir un condicionante infantil en la necesidad de Enrique de vivir en lugares altos y despejados, nidos de águila donde conservar una ficticia independencia, alejándose de la multitud.

Pese a sus defectos, Enrique poseía una virtud que Bety no podía dejar de admirar: su enorme capacidad para ganarse la vida. El piso de San Sebastián se lo había pagado exclusivamente con los derechos generados por las ventas de sus novelas. Y cuando, tras la muerte de Artur, Enrique heredó una buena suma, inmediatamente se encargó de repartirla entre diversas ONG. Bety supuso que se debía al dudoso origen de la fortuna de su padre adoptivo; lo único que había conservado era la casa, a la que jamás renunciaría. ¿Una suerte de retribución? Era posible, en efecto. La mayoría se habría conformado con recibir una herencia capaz de permitirles no volver a trabajar en su vida, pero Enrique, que amaba su independencia por encima de cualquier cosa, no consideraba como propio un dinero generado por otro. También aquí seguía los pasos de Artur, quien tras la Guerra Civil se había visto obligado a labrarse un camino sin más apoyo que el de sus manos y su inteligencia.

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