El restaurador de arte (17 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El restaurador de arte
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Expliqué todos estos detalles a Jurgen, que realizó preguntas atinadas mostrando que es un hombre cultivado. Pero durante todo este tiempo tuve claro que existía otro tema pendiente, y no tardó en aparecer cuando me informó, de sopetón, sobre la situación de Jäger.

—A Ernst lo han trasladado al frente oriental.

No supe qué decir, así que permanecí en silencio. Sabía que la guerra contra los rusos entraba en una fase decisiva. Tras los primeros y aplastantes triunfos alemanes, la Wehrmacht había sufrido una derrota en torno a Moscú, que no parecía haber mermado su capacidad ofensiva. Llegaban informaciones acerca de un lugar llamado Stalingrado, donde se estaba librando otra importante batalla. Jurgen me amplió la información.

—El ejército rojo ha aplastado al VI ejército alemán dirigido por el general Paulus. Hemos perdido trescientos cincuenta mil hombres en Stalingrado. La suerte de la guerra ha cambiado.

—Se trata de una única batalla.

—En Berlín pueden engañar a la población civil, pero no a los militares de carrera. No, se trata de un cambio de tendencia. El petróleo del Cáucaso era fundamental, y perderlo es tan grave como las pérdidas humanas.

—También Napoleón cayó en Rusia.

—¡Así es! Pero, si a él lo derrotó el invierno y unas líneas de suministro alargadas en exceso, a nosotros nos ha derrotado, además, el ejército rojo. José María, Stalingrado ha sido una matanza como no ha habido otra en la historia. El frente ruso se ha convertido en el peor castigo para los nuestros.

—Quieres decir que a Ernst Jäger lo han trasladado para…

—Sí. Lo han mandado
ex profeso
al peor punto del frente.

—Pero ¿por qué?

—¿Ya has recibido la visita del
standartenführer
Geyer?

Me esperaba algo así. No cabía duda, estaba inmerso en una partida política de la que nada sabía. Pero había llegado el momento de averiguar lo que estaba sucediendo.

—Estuvo aquí a finales de diciembre. ¿Qué está pasando, Jurgen?

—Las SS y la Gestapo quieren hacerse con el control de todos los puntos considerados estratégicos, tanto en Alemania como en los territorios ocupados. Piensan que solo ellos podrán hacer frente a los tiempos que están por venir, y que determinados miembros de la Wehrmacht somos demasiado proclives a buscar un acuerdo de paz. Es una purga; discreta, pausada, no como la noche de los cuchillos largos, pero igualmente efectiva. Ahora, en lugar de apuñalarnos o hacernos desaparecer en las prisiones, se nos destina a los puntos calientes del frente ruso, donde los bolcheviques darán buena cuenta de nosotros.

—Entonces, tú…

—Sí. Ernst fue poco prudente y habló con quien no debía. Y la sombra de la sospecha acompaña a todos sus amigos… en mi caso, con toda la razón. Es cuestión de tiempo que me llegue el turno.

—Pero ¿por qué vino Geyer a verme? Cuando estuvo aquí no hablamos una sola palabra de política, aunque sí mencionó vuestros dos nombres.

—¿Qué le dijiste?

—La verdad: que nuestra amistad se basa en el arte y en el buen vivir.

—Entonces diría que estuvo aquí para sondearte, y también para que supieras esto: que las SS están detrás de nosotros. Pero mentiría si te dijera que no hay algo más.

—¿De qué se trata?

—De las misma manera que las SS tienen informadores, también en la Wehrmacht los tenemos. José María, Geyer no es un imbécil fanatizado, sino algo peor, un hipócrita pragmático. Como la mayoría de los altos mandos de las SS, sabe que Alemania no ganará esta guerra. Muchos de ellos están pensando en el futuro. Y dudo que los vencedores tiendan a la generosidad con quienes no conocen el significado de esa palabra. Se están preparando para desaparecer lejos de Europa y con los bolsillos llenos. Los saqueos y pillajes son continuos. Han esquilmado a los judíos, y nadie ha protestado lo más mínimo. Ahora le toca el turno al resto de la población. Geyer vino a verte dentro del juego político que ha desembocado en el traslado de Ernst al frente ruso. Pero también porque quiso conocerte en persona. Está buscando algo, José María. No sé de qué se trata, pero sé que busca algo material. Harás bien en estar atento, porque se trata de un enemigo muy peligroso, y dudo que tu pasaporte suponga un freno a sus intenciones.

Por fin comenzaba a ver claro lo sucedido, y sabía a qué atenerme. La información era de lo más valiosa. No podía sino mostrar mi agradecimiento a Jurgen, y así lo hice.

—Jurgen: estoy en deuda contigo.

—¡No, nada de eso! ¡Es más bien al contrario, yo sí que estoy en deuda contigo! Los buenos ratos que hemos pasado juntos han sido un bálsamo en esta locura de guerra. Lo único que siento es no haberte conocido en otro momento: de buena gana te hubiera encargado una de tus maravillosas pinturas para el castillo familiar. Tendrá que ser en otra vida, amigo mío.

—Cuando la guerra finalice puedes contar con ello.

Su exangüe sonrisa lo dijo todo: en su caso, no esperaba un final feliz, retirado en su castillo, sentado frente a sus jardines y con varios mastines echados a sus pies. Nos despedimos; dos semanas más tarde, también él partía hacia el frente ruso, y nunca más volví a saber del coronel Jurgen Schmied.

30

30 de marzo de 1943

L
a ciudad es un hervidero de rumores: los aliados han bombardeado Berlín durante cuatro días consecutivos. Los ataques aéreos sobre las ciudades alemanas son continuos y demuestran que los nazis han perdido la superioridad de los cielos. En el este, los rusos desarbolan toda resistencia, obligando a los alemanes a replegarse sin descanso. Para los rusos, liberar su tierra del odiado invasor es una cuestión de orgullo nacional, parecido al que los grupos de resistentes franceses manifiestan en sus continuas acciones de sabotaje.

París no es una excepción. Para los saboteadores, los miembros de la Carlingue, franceses alistados en las filas de la Gestapo, son un objetivo principal. La respuesta de los alemanes es siempre inmediata, en forma de represalias contra familiares y vecinos sospechosos de connivencia con los resistentes. Aquí se está librando una guerra sorda, escondida, pero no menos real que la de los frentes de batalla.

En cuanto a mi situación, ha cambiado, y no para bien. Pude comprobarlo en mi último viaje a Suiza. Nada más salir de la ciudad, mi coche fue registrado de arriba a abajo en un puesto de control, uno de tantos en los que, antaño, para superar sin la menor dificultad, bastaba con presentar mi pasaporte y las cartas de recomendación de la embajada española. Fue un registro estricto y en profundidad que se prolongó durante más de una hora, y durante el cual el oficial al mando se alejó para telefonear en dos ocasiones, como si estuviera informando a un tercero. Y este procedimiento se repitió en el camino de regreso, justo tras cruzar la frontera. Tuve toda la impresión de que estos soldados buscaban algo en particular, como si estuvieran sobre aviso de mi viaje y supusieran que podía llevar conmigo lo que fuese.

Durante el viaje, realizado en dos etapas tanto al ir como al volver, tuve la impresión de que estaban siguiendo mis pasos. Puede que fuera una impresión generada por los registros de mi coche, pero hubiera podido jurarlo. Una impresión, sí; la de que, si vuelves la cabeza de improviso, reconocerás a aquel hombre con quien te cruzaste la noche anterior en el hotel. O la de que te están observando fijamente, sin disimulo alguno, y esta última sensación fue en verdad acusada. ¡Soy un hombre de instinto y creo firmemente en la fuerza de estas sensaciones!

En cuanto a mi viaje a Zúrich, su motivo era artístico en mayor medida que económico. Cuando en 1936 estuve pintando la sala del consejo de la Sociedad de Naciones ya soplaban vientos de guerra en Europa. En aquel entonces decidí muy acertadamente trasladar parte de mi fortuna a una entidad bancaria suiza. Siempre he adorado el dinero y despreciado la fortuna; el dinero mejor empleado es aquel gastado en proporcionar placer. He ganado mucho a lo largo de mi vida, y libremente lo he gastado. Guardo lo suficiente para que mi futuro, y en especial el de Misia, a quien jamás abandonaré a su suerte, quede asegurado.

Si bien era mi intención recoger parte de efectivo para los gastos habituales de los próximos seis meses, buscaba en mayor medida el material preciso para continuar mi obra. Con Europa en llamas, cada vez me resulta más complejo obtener suministradores para realizar los enormes lienzos que preciso. Lienzos, pinturas, pinceles, todo este material es transportado hasta la neutral Suiza, donde tengo un consignatario. Me desplazo regularmente para recogerlo en persona, cargándolo en mi Rolls Royce para llevarlo a París. Con todo en orden llegué, cuatro días después, a mi estudio en Villa Ségur. Y allí me encontré con una nueva sorpresa.

Massot, mi ayudante de toda la vida y persona de máxima confianza, me comunicó que durante mi ausencia en Zúrich habíamos recibido una visita muy desagradable: miembros de las SS se presentaron para registrar todas las habitaciones y el taller. Evidentemente, no llevaban orden alguna, tal como acostumbran a hacer. ¡Para qué, si nadie les pide cuentas por sus acciones! Exigieron que se abriera la caja fuerte, y Massot, para quien no tengo secretos tras tantos años de relación profesional, se vio obligado a aceptar sus órdenes. Había algo de dinero, pero no le hicieron el menor caso: no era ese su objetivo.

A estas alturas, si no tenía claro por dónde iban los tiros, cualquier duda ha quedado despejada. Sé perfectamente lo que están buscando.

Pero eso constituye un recuerdo cuyo valor radica en que se convirtió en un símbolo para Roussy y, como tal, ha trascendido de su valor económico. De todos los recuerdos que ella pudo legarme, este es el más especial. Fue mucho lo que me costó permitirle su posesión, pues no teníamos derecho alguno a ella; pero la muerte de su hermano Alejandro le otorgó un valor simbólico extraordinario. Y, si fue un símbolo para Roussy, como tal me fue legado.

Desconozco cómo ha podido saberlo esa rata de Geyer. ¡Nadie, a excepción de Roussy y yo mismo, y más tarde Misia, supo jamás que obraban en nuestro poder! ¡Por más que la prensa especulara sobre su desaparición, a nadie se le pasó ni remotamente por la cabeza que yo hubiera podido hacerme con ellas! Y, sin embargo, fui yo quien solventó todos los problemas relacionados con el accidente que mató a su hermano Alejandro y desfiguró a la baronesa Maud Thyssen. Solo una mente afinada podría haberlo imaginado. ¡Afinada y perversa!

Geyer lo desea; ¡y yo haré todo lo que esté en mi mano para negarle ese gusto!

31


P
ero bueno, Enrique: ¿hasta cuándo vas a mantener la intriga? ¡Me muero de ganas por saber de qué estás hablando!

—¡Precisamente de eso se trata, de mantener en suspenso esa intriga! Dime, ¿qué te ha parecido?

Helena había leído las primeras cien páginas de la novela de una sentada, mientras Enrique simulaba con poco acierto trabajar; estaba mucho más pendiente de sus reacciones al texto que de la página en blanco que tenía en la pantalla del ordenador. Intentó, sin éxito, meter baza en la lectura, interrumpiéndola con diversas preguntas, pero ella se mantuvo firme y no despegó la vista del texto. Ahora, finalizada la lectura, Enrique esperaba impaciente su veredicto. Consideraba que Helena podía ser una lectora representativa de una amplia mayoría y, si su valoración fuera positiva, sería señal de que su trabajo iba bien encaminado.

—Interesante. Y compleja. Estás tocando muchos temas simultáneamente. ¿Cómo se te ocurrido introducir en el argumento a un escritor como trasunto tuyo para desarrollar tanto el argumento de la novela como, a la vez, el proceso de su escritura? ¡Me parece muy original!

—No lo sé. Ocurrió así, sin más, como ocurren estas cosas. Había comenzado a escribir la parte histórica cuando, durante una pausa de escritura, estuve reflexionando acerca de otras novelas que pudieran guardar un cierto parecido argumental. Algunas de ellas estaban muy, muy bien escritas; otras, no tanto. ¡Pero las estructuras narrativas eran similares! Así que proporcionarle una diferenciación respecto a esas otras novelas podría ser tan importante como el argumento mismo. Así pues, la decisión era obvia: había que cambiar la estructura narrativa. E introducir al propio escritor en la trama me pareció la mejor solución.

—Me gusta. Que un lector pueda comprender cómo creas la novela a la par que desarrollas el argumento puede resultar muy atractivo. Pero debes ir con cuidado para no resultar en exceso técnico; corres el peligro de dispersar la atención entre las tres tramas: la presente, la pasada, y la creación de la novela.

—Creo que estoy pudiendo con ello.

—Sí, estoy de acuerdo. Pero los problemas vendrán a partir de ahora, cuando las tres tramas deban confluir entre sí. Bien; me gusta. ¡Pero quiero saber cuál es el secreto que guarda Sert! ¡Esa es la clave de la novela! ¿Qué ocurrió en el accidente de Alejandro Mdivani y su amante Maud Thyssen? ¿Qué pintan los nazis en todo esto?

—¿De verdad quieres saberlo? ¿No prefieres esperar unos días más?

—No. ¡Dímelo ya!

La crítica positiva de Helena había incentivado el espíritu juguetón de Enrique. Pese a que él confiaba ciegamente en sus posibilidades, y trataba de no perder jamás la objetividad sobre su obra, como todos los escritores, era muy sensible a la opinión de las personas en las que confiaba. Que esta fuera positiva contribuyó a incrementar su certeza de que el camino emprendido era el correcto. Y, ahora, le apetecía algo muy distinto a hablar sobre su obra…

—Me parece que, si quieres saberlo, vas a tener que ganártelo…

—¿Cómo?

—¿A ti qué te parece?

La agarró por las muñecas y la atrajo hacia él; buscó sus labios y, aunque durante un par de minutos ella jugó a resistirse, acabaron besándose con auténtico deseo. Enrique, encendido, la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio. Una vez allí se desnudaron e hicieron el amor con más furia que delicadeza. Más tarde, en la cama, ya saciados, Helena exigió la respuesta, y Enrique cumplió su compromiso.

—La vida de Sert fue pródiga en toda suerte de acontecimientos. Muy literaria, sin duda; habría podido inventarme cualquier historia y probablemente no habría desentonado lo más mínimo. Pero tú sabes que me agrada documentarme al máximo sumergiéndome en las fuentes, y esto es lo que hice. El accidente de Alejandro Mdivani con Maud von Thyssen fue comidilla de la prensa en su época, e incluso hoy se encuentran referencias en la Web sobre él, en especial la reproducción de las ediciones históricas de los diarios. Y en ellas se confirmaba un extremo ya apuntado, y atenta a este detalle, muy por encima, en la obra
El mundo de José María Sert
: la desaparición de las joyas de la baronesa Maud Thyssen. Estaban valoradas en 2.800.000 francos de la época, una verdadera fortuna en aquel entonces.

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