Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Tras una breve pausa el joven más adelantado sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y dejó caer la tarjeta de plástico. Los otros siguieron su ejemplo.
—Pueden pasar a recogerlos mañana por jefatura —continuó Hayward—. Ahora quiero que sigan por este camino en dirección contraria hasta llegar a Central Park West. Una vez allí, quiero que cada uno se marche por su lado. No se paren por nada, ni para recoger doscientos dólares del suelo. Derechos a casa, y a dormir. ¿Entendido?
Nadie contestó.
—¡No los oigo! —bramó Hayward, y los hombres se sobresaltaron.
—Entendido —respondieron a coro.
—Pues andando —dijo Hayward.
Los jóvenes permanecieron inmóviles, como si estuviesen clavados al suelo.
—¡Muevan el culo! —gritó Hayward.
El grupo se puso en marcha, en silencio, con la vista al frente. Se alejaron en dirección oeste, primero despacio, luego apretando el paso, y pronto desaparecieron en la oscuridad.
—¡Pandilla de gilipollas! —comentó Carlin—. ¿Cree que realmente han muerto veinte o treinta personas?
Hayward lanzó un gruñido mientras recogía del suelo las armas y los carnets de conducir.
—¡Qué va! Pero si se extiende esa clase de rumores, seguirá viniendo gente como ésa, y esta situación nunca se resolverá. —Dejó escapar un suspiro y entregó a Carlin los bates—. Vamos. Nos reportaremos y veremos si podemos ayudar esta noche. Porque mañana, como bien sabe, va a caernos un rapapolvo por lo que ha pasado en los túneles.
—Esta vez no —respondió Carlin, sonriendo.
—Eso mismo ha dicho antes. —Hayward se volvió hacia él—. Explíquese, Carlin.
—Esta vez los justos serán recompensados. Y serán los Miller de este mundo quienes vayan a la picota.
—¿Y desde cuándo tiene el don de la profecía?
—Desde que me he enterado de que nuestro amigo Beal, a quien ha acompañado usted hasta la ambulancia, es hijo de un tal Steven X. Beal.
—¿Steven Beal, el senador del estado? —preguntó Hayward, abriendo desmesuradamente los ojos.
Carlin asintió.
—Beal no quiere que se sepa. Teme que la gente pueda pensar que intenta usar su influencia para conseguir un ascenso rápido o algo así. Pero con el golpe en la cabeza se le debe haber soltado un poco la lengua.
Hayward permaneció inmóvil por un momento. Luego, sacudiendo la cabeza, se dio media vuelta y se encaminó hacia el Great Lawn.
—¿Sargento? —dijo Carlin.
—¿Sí?
—¿Por qué me ha pedido que me alejase de esa pandilla?
Hayward se detuvo.
—Quería demostrarles que no me daban miedo, y que hablaba en serio.
—¿Y lo habría hecho?
—Si habría hecho, ¿qué?
—Ya sabe, mandarlos a Scarsdale de una patada en el culo y todo eso.
Hayward lo miró, alzando ligeramente la barbilla.
—¿Usted qué cree?
—Creo… —Carlin vaciló—. Creo que es usted una mujer temible, señora Hayward.
Mientras la lancha surcaba las turbias aguas del río Hudson, Snow se puso el traje bajo cubierta, notando temblar el casco con el rugido de los dos potentes motores diesel. Apenas quedaba espacio para moverse entre el equipo de loran, las unidades de geonavegación por vía satélite, el sonar y los armeros. Advirtió que le habían dado un traje húmedo, y no el habitual traje seco, totalmente hermético, que utilizaba la policía, y se arrepintió al instante de haber sugerido el acceso a través de la planta depuradora. Demasiado tarde, pensó mientras se embutía el traje. La lancha dio un bandazo, y Snow salió despedido hacia adelante, golpeándose la cabeza con un mamparo.
Maldiciendo, se frotó la frente. El dolor era real, sin duda, así que no estaba soñando. En efecto se hallaba en una lancha llena de miembros de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina, armados hasta los dientes, enfrascados en sabía Dios qué clase de misión. Lo asaltó una mezcla de miedo y entusiasmo. Era consciente de que allí tenía una oportunidad de redención. Quizá la única que se le presentaría. Esta vez no iba a pifiarla, eso seguro.
Se ajustó la lámpara de visera, se calzó el segundo guante y subió a cubierta. El comandante Rachlin, que en ese momento hablaba con el timonel, se volvió hacia él al verlo salir.
—¿Dónde carajo está su tintura? ¿Y por qué ha tardado tanto?
—El equipo es un poco distinto del que acostumbro a usar, señor.
—Bien, pues tiene desde ahora hasta la incursión para acostumbrarse.
—Sí, señor.
—Donovan, ayúdelo a pintarse —ordenó Rachlin, señalando a Snow con el mentón en un gesto seco y preciso.
Donovan se acercó y, sin mediar palabra, empezó a embadurnarle la frente y las mejillas con tintura negra y verde.
Rachlin indicó al resto del equipo que se aproximase.
—Ahora escuchen con atención —dijo, desenrollando un mapa plástico sobre uno de sus muslos—. Entraremos por el depósito de sedimentación principal situado por encima del colector lateral del West Side. Según Snow, es la vía de acceso más rápida. —Trazó una ruta en el mapa con el dedo—. Cuando lleguemos al primer purgador, seguiremos la ruta prevista hasta aquí, donde se bifurcan los túneles. Éste es nuestro punto de reunión. Una vez alcanzada la posición, los equipos Alfa, Beta y Gamma se repartirán por estos túneles. Yo encabezaré el equipo Alfa. Snow y Donovan son el equipo Delta. Se quedarán cubriendo la retaguardia. ¿Alguna pregunta?
Snow tenía varias, pero optó por callarse. Le escocía la cara a causa de las ásperas caricias de la mano enguantada de Donovan, y la tintura olía a sebo rancio.
El comandante movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Entraremos, colocaremos las cargas y saldremos. Así de sencillo, como en unas maniobras en la base anfibia. Las cargas taponarán los túneles inferiores que desaguan en el colector lateral. Otro equipo baja desde la calle para cerrar el acceso desde arriba. Auténticos profesionales, por lo que se ve. —El comandante lanzó un gruñido—. Aunque cueste creerlo, nos han dicho que usemos DVNs.
—¿DVNs? —repitió Snow.
—Dispositivos de visión nocturna. Pero cualquiera se pone uno encima del traje y las gafas. —Escupió por la borda—. A nosotros no nos da miedo la oscuridad. Y si alguien quiere atacarnos, que lo intente. Así y todo, me gusta ver a qué le vuelo los sesos. —Avanzó un paso—. Muy bien. Hastings, Clapton y Beecham, ustedes llevarán las automáticas; quiero sólo un portador de armas por equipo. Lorenzo, Campion, Donovan y yo nos ocuparemos de la pirotecnia. Tenemos cargas redundantes, así que el peso será considerable. Y ahora a pertrecharse.
Snow observó a los hombres que se colgaban armas automáticas al hombro.
—¿Y yo? —se oyó preguntar.
Rachlin se volvió hacia él.
—No lo sé. Usted ¿qué?
Snow vaciló.
—Me gustaría hacer algo. Ayudar, quiero decir.
Rachlin lo miró con severidad por un momento. Una sonrisa asomó fugazmente a sus labios.
—De acuerdo —dijo por fin—. Será el antorcha de la operación.
—¿El antorcha? —preguntó Snow.
—El antorcha —repitió el comandante, moviendo la cabeza en un gesto de asentimiento—. ¡Beecham! Tíreme el material. —Rachlin cogió el talego de goma impermeable que el otro hombre le lanzó y se lo colgó a Snow al cuello. Luego murmuró— Llévelo encima hasta que lleguemos al punto de salida.
—Necesitaré un arma, señor —dijo Snow.
—Denle algo.
De pronto alguien le hincó en el abdomen la culata de un fusil submarino, y él se apresuró a colgárselo al hombro. Creyó oír risas ahogadas, pero no prestó atención. Snow había arponeado muchos peces en el golfo de California, pero nunca había visto arpones tan largos ni de aspecto tan malévolos como los que el fusil llevaba sujetos debajo, provistos en sus extremos de gruesas cargas explosivas.
—No mate a ningún cocodrilo —bromeó Donovan—. Están en peligro de extinción. —Era la primera vez que hablaba.
La vibración de los motores se hizo más grave, y la lancha redujo la velocidad hasta detenerse junto a un embarcadero de cemento bajo el oscuro perfil de la planta depuradora del Bajo Hudson. Snow contempló la enorme estructura de hormigón con creciente inquietud. La planta, supuestamente de tecnología punta, estaba automatizada por completo; pero Snow había oído que el complejo no había dado más que problemas desde su puesta en marcha hacía casi cinco años. Rogaba a Dios no haberse equivocado en su decisión de entrar a través del depósito de sedimentación principal.
—¿No deberíamos avisarlos de que hemos venido? —preguntó Snow.
Rachlin lo miró con una vaga sonrisa en el rostro.
—Me he anticipado a usted. Ya me he ocupado de eso mientras estaba abajo. Nos esperan.
Dejaron caer una escalerilla de cuerda por la borda, y los hombres bajaron rápidamente al embarcadero. Snow miró alrededor, intentando orientarse. Recordaba la zona de las sesiones de instrucción; la sala de control no estaba lejos de allí. Guiando al equipo, Snow subió por una escalera metálica y pasó ante una serie de depósitos de sedimentación y aireamiento. El olor a metano y aguas fétidas flotaba en el aire como una bruma mefítica. Más allá de los depósitos, Snow se detuvo ante una puerta de metal; su vivo color amarillo contrastaba con el monótono gris del complejo y un rótulo pintado en rojo rezaba: NO ABRIR, SONARÁ LA ALARMA. Rachlin apartó a Snow y abrió la puerta de una patada, dejando a la vista un austero pasillo de cemento bañado por una luz blanca e intensa de fluorescentes. Empezó a sonar una sirena, débil e insistente.
—Adelante —dijo Rachlin con calma.
Snow los guió por dos tramos de escalera hasta un rellano donde se leía: CONTROL. En el rellano había una puerta de dos hojas con un sistema de apertura por tarjeta empotrado en la pared contigua. El comandante retrocedió un paso, dispuesto a abrirlas también de una patada. Finalmente cambió de idea, se acercó a la puerta y empujó suavemente una de las hojas. El cerrojo no estaba echado.
Al otro lado se extendía una enorme sala, inundada de luz y de olor a aguas residuales tratadas. Contra las paredes había aparatos de control y reguladores. En el centro se hallaba el puesto de control, atendido por un único supervisor. El hombre colgaba en ese momento el auricular del teléfono, despeinado y parpadeando, como si la llamada lo hubiese despertado de un sueño profundo.
—¿Saben quién era? —dijo, señalando el teléfono—. Dios santo, era el subdirector de…
—Bien —lo interrumpió Rachlin—. Así no perderemos tiempo. Necesitamos que pare la turbina de flujo principal inmediatamente.
El supervisor miró a Rachlin pestañeando como si acabase de verlo. Luego su mirada recorrió la hilera de hombres de la Compañía de Operaciones Especiales, abriendo cada vez más los ojos.
—¡Joder! —exclamó casi con tono reverente, contemplando el fusil submarino de Snow—. No era broma, veo.
—Dése prisa, amigo —apremió Rachlin—, o tendremos que echarlo al depósito y usar su grueso cadáver para atascar la turbina.
El supervisor se puso en pie de un brinco, corrió hasta un panel y accionó varias palancas.
—No puedo darles más de cinco minutos —dijo por encima del hombro mientras se dirigía a otra batería de controles—. Si la tengo cerrada más tiempo, se desbordará todo al oeste de Lenox Avenue.
—Con cinco minutos nos basta. —Rachlin consultó su reloj—. Llévenos al depósito de sedimentación.
Jadeando ligeramente, el supervisor condujo al equipo de vuelta al rellano y escalera abajo. Tras descender el primer tramo, siguió por un largo pasillo, en cuyo extremo abrió una pequeña puerta de acceso y bajó por una escalera de caracol metálica pintada de rojo. La escalera daba a una estrecha pasarela suspendida a poco más de un metro por encima de una superficie espumosa y ondulante.
—¿De verdad van a meterse ahí adentro? —preguntó el hombre, contemplándolos de nuevo con una expresión de incredulidad en el carnoso rostro.
Snow observó la inmunda superficie, arrugando la nariz involuntariamente, lamentando haberse encontrado solo en la base esa noche, y arrepintiéndose de haber sugerido aquel punto de entrada. Primero el río Humboldt, pensó, y ahora…
—Respuesta afirmativa —contestó el comandante.
El hombre se humedeció los labios.
—Encontrarán la tubería de alimentación principal a un metro y medio de la superficie, en el lado este del depósito —explicó—. Tengan cuidado con la hélice. Está apagada, pero los álabes seguirán girando por efecto del flujo residual.
Rachlin asintió con la cabeza.
—¿Y dónde está exactamente el primer purgador?
—A noventa y cinco metros de la entrada —respondió el supervisor—. En las bifurcaciones, sigan siempre por la tubería de la izquierda.
—Eso es todo lo que necesitamos saber —dijo Rachlin—. Vuelva arriba y conecte de nuevo la turbina en cuanto llegue.
El hombre guardó silencio, mirando todavía al grupo con asombro.
—¡Muévase! —bramó Rachlin, y el hombre corrió escalera arriba.
Snow fue el primero en sumergirse, dejándose caer de espaldas en el borboteante depósito. Lo siguió Donovan. Cuando abrió los ojos con recelo, se sorprendió al ver lo claras que eran aquellas aguas residuales: poco densas, nada untuosas y con un ligero color lechoso. Saltó el resto del grupo. Snow notó la humedad en la piel y procuró no pensar en ello.
Nadó contra la suave corriente. Enfrente vio la hélice de la turbina en la boca circular de la tubería, los álabes de acero girando aún lentamente. Se detuvo y aguardó a Rachlin y el resto del equipo, hasta que se hallaron todos suspendidos en el agua junto a él. Rachlin señaló a Snow y, con exagerados gestos, inició una cuenta con los dedos. A la de tres, Snow y Donovan atravesaron rápidamente la hélice. Seguiría el equipo Alfa, luego el Beta y por fin el Gamma.
Snow vio que se hallaba dentro de una enorme tubería de acero cuya pared se perdía en una oscuridad insondable.
El escalofriante terror que había experimentado en el río Humboldt amenazó con aflorar de nuevo a la superficie; pero Snow se controló, respirando más despacio, contando mentalmente sus latidos. Esta vez no se dejaría vencer por el pánico.
Rachlin y su compañero entraron en la tubería, y Rachlin, con un gesto imperioso, indicó a Snow que continuase. De inmediato comenzó a avanzar, guiando al equipo por el túnel. Detrás oyó el zumbido de una turbina, y la hélice cobró velocidad. La corriente se aceleró de manera considerable. Aunque quisiese, no había ya posibilidad de volver atrás.