El relicario (25 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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—¿Y a qué se dedica?

—Es difícil explicarlo. —El hombre empezó de pronto a mostrarse más cauto—. Además, ¿por qué iba a contestarle?

D'Agosta le enseñó la placa y su identificación.

—Homicidios, ¿eh? —dijo el hombre, mirando la placa—. ¿Han matado a alguien por aquí?

—No. ¿Podemos entrar y hablar un rato?

—¿Es un registro? —preguntó el hombre, mirándolo con recelo—. ¿No debería traer una orden?

D'Agosta contuvo su creciente irritación.

—Se lo pido a modo de colaboración voluntaria. Quiero hacerle unas preguntas sobre el hombre que vivía en este almacén, Kawakita.

—¿Así se llamaba? Ese sí era un tipo raro, pero que muy raro.

Salieron del callejón, y el hombre llamado Kirtsema sacó una llave y abrió su propia puerta negra de metal. Al entrar, D'Agosta vio que era otro enorme almacén, pintado de color hueso. A lo largo de las paredes había cubos metálicos de formas extrañas llenos de basura. En una esquina se alzaba una palmera muerta. En el centro del almacén, pendían del techo en grupos innumerables cordeles negros. Era como estar contemplando un bosque lunar en una pesadilla. En el rincón más alejado, vio un camastro, un fregadero, un hornillo y un váter al descubierto. No había a la vista más comodidades.

—¿Y eso qué es? —preguntó D'Agosta, señalando los cordeles.

—¡No los enmarañe, por Dios! —gritó Kirtsema, casi derribando a D'Agosta al apartarlo para reparar los daños. Manipulando nerviosamente los cordeles, añadió con tono ofendido—: Nunca deben
tocarse
entre sí.

D'Agosta retrocedió.

—¿Qué es? ¿Un experimento?

—No. Es un entorno artificial, una reproducción de la selva primigenia en la que todos nos desarrollamos, trasladada a Nueva York.

D'Agosta observó los cordeles con incredulidad.

—¿Esto es arte, pues? ¿Quién lo ve?

—Es arte
conceptual
—aclaró Kirtsema con impaciencia—. Nadie lo ve. No está concebido para ser visto. Basta con que
exista.
Los cordeles nunca se tocan, del mismo modo que los seres humanos nunca se relacionan realmente. Estamos solos. Y todo este mundo nunca es visto, del mismo modo que flotamos a través del cosmos sin verlo. Como dijo Derrida: «El arte es aquello que no es arte», lo cual significa…

—¿Sabe si se llamaba Gregory de nombre de pila? —lo interrumpió D'Agosta.

—Jacques.
Jacques
Derrida, no Gregory.

—Me refiero al hombre que vivía al lado.

—Como ya le he dicho, ni siquiera conocía su nombre —contestó Kirtsema—. Huía de él como de la peste. Supongo que ha venido por las quejas.

—¿Las quejas?

—Sí. Telefoneé a la policía hasta cansarme. Después de las dos primeras veces ni se molestaban en venir. —Parpadeó—. No, un momento. Usted es de Homicidios. ¿Ha matado a alguien, ese tipo?

Sin responder, D'Agosta extrajo un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.

—Hábleme de él.

—Se mudó a este barrio hace dos años, quizá un poco menos. Al principio, parecía bastante tranquilo. Luego empezaron a llegar camiones, que descargaban cajas y más cajas. Por esas fechas comenzaron los ruidos: martillazos, golpes, estallidos. Y el olor… —Kirtsema arrugó la nariz en una mueca de asco—. Como si se quemase algo acre. Pintó las ventanas de negro por dentro, pero una vez se rompió un cristal, y pude echar un vistazo antes de que lo cambiasen. —Sonrió—. Tenía montado allí un tinglado de lo más extraño. Vi microscopios, vasos grandes de laboratorio que hervían y hervían, cajas grises de metal con lámparas encima, acuarios.

—¿Acuarios?

—Un acuario detrás de otro, hileras y más hileras. Muy grandes, llenos de algas. Era científico, desde luego. —Kirtsema pronunció la palabra con repugnancia—. Un disector, un reduccionista. A mí no me gusta esa manera de concebir el mundo. Yo soy un holista, sargento.

—Ya —dijo D'Agosta.

—Y un día se presentaron aquí los de la compañía eléctrica. Dijeron que tenían que conectar en su almacén unas líneas especiales para uso industrial o algo así. Y a mí me cortaron la corriente durante dos días. ¡Dos días! Pero cualquiera presenta una queja a los de Con Edison, burócratas deshumanizados.

—¿Tenía visitas? —preguntó D'Agosta—. ¿Algún amigo?

—¡Visitas! —exclamó Kirtsema—. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Empezó a llegar gente. Siempre de noche. Y llamaban todos a la puerta de la misma manera, como si fuese una contraseña. Fue entonces cuando avisé a la policía. Estaba convencido de que algo extraño pasaba ahí dentro. Pensé que podía tratarse de algún asunto de drogas. Vinieron un par de polis, me aseguraron que todo era legal, y se marcharon. —Movió la cabeza en un gesto de indignación por el recuerdo—. Y las cosas siguieron como antes. Volví a avisar a la policía para quejarme del ruido y el olor, pero después de la segunda visita ya no vinieron más. Y un día, hará quizá un año, el tipo se presentó ante mi puerta. Así, sin previo aviso, a eso de las once de la noche.

—¿Qué quería? —preguntó D'Agosta.

—No lo sé. Posiblemente preguntarme por qué había avisado a la policía. Lo único que sé es que sólo verlo me puso los pelos de punta. Era septiembre y hacía casi tanto calor como ahora, y sin embargo él llevaba un abrigo grueso con una capucha enorme. Se quedó en la penumbra, y no pude verle la cara. Simplemente se plantó allí, en la oscuridad, y me preguntó si podía entrar. Le dije que no, por supuesto. Ya hice bastante, sargento, con no cerrarle la puerta en las narices.

—Teniente —corrigió D'Agosta distraídamente mientras tomaba notas.

—Da igual. A mí no me gusta etiquetar a la gente. «Ser humano» es la única etiqueta que tiene sentido. —Movió en un gesto de asentimiento su verde calva para mayor énfasis.

D'Agosta continuaba escribiendo. Aquella imagen no le recordaba en absoluto al Greg Kawakita que había conocido en el despacho de Frock después del desastre ocurrido en la inauguración de la exposición «Supersticiones». Se exprimió la memoria buscando algún rasgo característico del científico.

—¿Podría describir su voz? —preguntó.

—Sí. Muy grave, y con un ligero ceceo.

D'Agosta frunció el entrecejo.

—¿Algún acento peculiar?

—Diría que no. Pero el ceceo era tan marcado que me atrevería a asegurárselo. Las palabras casi sonaban a castellano, pero hablaba inglés, no español.

D'Agosta tomó nota mentalmente para preguntarle más tarde a Pendergast qué demonios era el «castellano».

—¿Cuándo se marchó del barrio, y por qué?

—Un par de semanas después de venir a verme —contestó Kirtsema—. Quizá en octubre. Una noche oí que llegaban dos camiones grandes, lo cual era relativamente habitual. Pero esta vez no descargaban sino que cargaban. Cuando me levanté a mediodía, el almacén estaba vacío. Incluso habían limpiado la pintura negra de los cristales.

—¿A mediodía, dice?

—Mi horario normal de sueño es de cinco de la madrugada a doce del mediodía. No me someto a las rotaciones físicas del sistema tierra-sol-luna, sargento.

—¿Le llamó la atención algún detalle de los camiones? —preguntó D'Agosta—. ¿Un logo, por ejemplo? ¿O el nombre de la compañía?

Kirtsema se quedó pensativo por un instante.

—Sí—dijo por fin—. Mudanzas de precisión científica.

D'Agosta observó al hombre de mediana edad con la calva verde.

—¿Está seguro?

—Por completo.

D'Agosta le creyó. Con su aspecto, no serviría ni remotamente como testigo, pero era buen observador. O quizá simplemente entrometido.

—¿Desea añadir algo más?

Volvió a mover la verde calva.

—Sí. Poco después de instalarse aquí ese tipo, se apagaron todas las farolas de la calle, y por lo visto nunca consiguieron arreglarlas. Siguen sin dar luz. Creo que él tuvo algo que ver con eso, aunque no me explico qué pudo pasar. Telefoneé a Con Edison para plantearle también ese problema; pero, como de costumbre, los robots sin rostro de la compañía no hicieron nada al respecto. Y eso sí, olvídese de pagar el recibo una sola vez y…

—Gracias por su ayuda, señor Kirtsema —lo interrumpió D'Agosta—. Avíseme si recuerda alguna otra cosa. —Cerró el bloc, se lo guardó en el bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y dijo—: Ha comentado antes que le han robado varias veces. ¿Qué se han llevado? No parece que haya aquí muchas cosas de valor. —Volvió a echar un vistazo al almacén.

—¡Ideas, sargento! —respondió Kirtsema, alzando el mentón—. Los objetos materiales son superfluos. Pero las ideas no tienen precio. Mire alrededor. ¿Ha visto alguna vez tantas ideas brillantes juntas?

28

La chimenea de ventilación número doce se alzaba como la imagen de una pesadilla sobre la entrada al túnel Lincoln de la calle Treinta y ocho, un chapitel de ladrillo y metal oxidado de sesenta metros de altura.

Casi en lo alto de la chimenea, adherida como una lapa a la pared anaranjada, había una pequeña cabina de observación. Desde su privilegiada posición en la estrecha escalerilla de acceso, Pendergast veía la cabina a gran distancia por encima de su cabeza. La escalerilla estaba atornillada al lado de la chimenea que daba al río, y en varios puntos los tornillos se habían desprendido. Mientras ascendía, veía a través de la rejilla de los peldaños de hierro el tráfico que entraba en el túnel treinta metros más abajo.

La escalerilla quedó a la sombra cuando Pendergast se acercó a la base de la cabina de observación. Alzando la vista, advirtió que tenía una escotilla en el suelo provista de una manivela circular, como la puerta estanca de un submarino, y marcada con las palabras: AUTORIDAD PORTUARIA DE NUEVA YORK. El rugido procedente de la chimenea de ventilación se asemejaba al ruido de un motor a reacción, y Pendergast tuvo que llamar varias veces a la escotilla para hacerse oír por la persona que se hallaba en la cabina.

Pendergast entró en el reducido espacio y se arregló el traje mientras el ocupante de la cabina —un fibroso de corta estatura vestido con una camisa de cuadros y un mono— cerraba la escotilla. Tres lados de la cabina de observación daban al Hudson, los accesos al túnel Lincoln y el enorme generador que alimentaba los extractores encargados de absorber el aire viciado del interior del túnel y expulsarlo al exterior por las chimeneas de ventilación. Estirando el cuello, Pendergast vio las turbinas del sistema de filtración del túnel, retumbando justo debajo de ellos.

El hombre, tras cerrar la escotilla, fue a sentarse a un taburete colocado ante una mesa de dibujo. No había más asiento que aquél en la pequeña cabina. Pendergast vio que el hombre lo miraba y movía la boca como si hablase. Sin embargo el zumbido de la chimenea de ventilación ahogaba cualquier otro sonido.

—¿Cómo? —preguntó Pendergast a voz en cuello, acercándose a él. La escotilla del suelo aislaba escasamente la cabina del ruido y los humos del tráfico.

—Identificación —respondió el hombre—. Me dijeron que traería alguna clase de identificación.

Pendergast se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le mostró su identificación del FBI. El hombre la examinó detenidamente.

—Usted es el señor Albert Diamond, ¿no? —preguntó Pendergast.

—Al —dijo el hombre con naturalidad—. ¿Qué necesita?

—Según he oído, es usted quien mejor conoce los subterráneos de Nueva York —explicó Pendergast—. Siempre le consultan cuando han de perforar un nuevo túnel para el metro o reparar un gasoducto.

Diamond miró fijamente a Pendergast. Una de sus mejillas se hinchó mientras se recorría lentamente los molares inferiores con la lengua.

—Así es, supongo —respondió por fin.

—¿Cuándo visitó por última vez los subterráneos?

Diamond alzó un puño, lo abrió dos veces y lo volvió a cerrar.

—¿Diez? —dijo Pendergast—. ¿Hace diez meses?

Diamond negó con la cabeza.

—¿Años?

Diamond asintió.

—¿Por qué tanto tiempo?

—Me cansé. Solicité el traslado aquí.

—¿Lo solicitó? Una interesante elección de puesto. Prácticamente lo más alejado del subsuelo sin tener que subirse a un avión. ¿Era ésa su idea?

Diamond hizo un gesto de indiferencia, sin darle la razón ni contradecirlo.

—Necesito cierta información —continuó Pendergast a voz en grito. Había demasiado ruido en la cabina de observación para andarse con rodeos.

Diamond asintió, y el bulto de la mejilla ascendió lentamente cuando inició la inspección de los molares superiores.

—Hábleme de la Buhardilla del Diablo.

El bulto de la mejilla se detuvo en el acto. Al cabo de un instante, Diamond cambió de posición en el taburete pero permaneció callado.

—Me han dicho —prosiguió Pendergast— que hay túneles a gran profundidad bajo el Central Park. A una profundidad mucho mayor que la del resto. He oído que llaman a esa zona la Buhardilla del Diablo. Sin embargo no he encontrado constancia de la existencia de dicho lugar, al menos por ese nombre.

Diamond bajó la vista.

—¿La Buhardilla del Diablo? —repitió de mala gana transcurridos unos segundos.

—¿Conoce ese lugar?

Diamond se metió la mano bajo el mono de trabajo y sacó una pequeña petaca con algo que no era agua. Tomó un largo trago y volvió a guardársela sin invitar a Pendergast. Dijo algo inaudible a causa del estruendo de la chimenea de ventilación.

—¿Cómo? —preguntó Pendergast, acercándose todavía más.

—He dicho que sí, lo conozco.

—Hábleme de él, si es tan amable.

Diamond desvió la mirada y contempló la orilla de Nueva Jersey al otro lado del río.

—Los cabrones de los ricachos —masculló.

—¿Perdone?

—Los cabrones de los ricachos —repitió Diamond—. No querían tener el menor contacto con la clase trabajadora.

—¿Los ricachos?

—Sí, ya sabe: Astor, Rockefeller, Morgan, y todos los demás. Construyeron esos túneles hace más de cien años.

—No entiendo —dijo Pendergast.

—Túneles de ferrocarril —prorrumpió Diamond, malhumorado—. Pretendían construirse una línea de ferrocarril privada. Venía de Pelham y pasaba bajo el parque, el hotel Knickerbocker, las mansiones de la Quinta Avenida. Estaciones y salas de espera privadas con todos los lujos. No se privaban de nada.

—Pero ¿por qué a esa profundidad?

Diamond sonrió por primera vez.

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