Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Frock volvió a mirar con frialdad a D'Agosta.
—Seguramente también usted recibe visitas en su apartamento de Queens —replicó con manifiesta irritación—, y no por eso es traficante de drogas. Por censurables que fuesen desde el punto de vista profesional, las actividades de Kawakita no guardan relación con lo que, a mi juicio, es obra de una banda de jóvenes con instintos homicidas. Kawakita fue víctima de ellos, como todos los demás. No consigo ver la conexión.
—¿Cómo explica, pues, las malformaciones de Kawakita?
—De acuerdo, producía esa droga y quizá la tomaba. En deferencia a Margo, iré aún más lejos y admitiré, por supuesto sin prueba alguna, que quizá esa droga cause ciertos cambios físicos en quien la consume. Pero eso no demuestra en absoluto que la distribuyese, ni que sus… clientes sean responsables de los asesinatos. Y en cuanto a la idea de que Mbwun fuese Julian Whittlesey… en fin. Se opone frontalmente a la teoría de la evolución.
A
su
teoría de la evolución, pensó Margo.
Horlocker, en un gesto de cansancio, se pasó la mano por la frente y apartó los papeles y restos del desayuno que cubrían un plano extendido sobre la mesa.
—Tomamos nota de sus objeciones, doctor Frock —dijo—. Pero no importa
quiénes
son esos individuos. Sabemos a qué se dedican y tenemos una idea bastante aproximada de dónde viven. Ahora sólo nos queda actuar.
D'Agosta movió la cabeza en un gesto de negación.
—Creo que es demasiado pronto. Sé que cada minuto cuenta, pero aún hay muchos detalles que desconocemos. Yo estuve la otra vez en el Museo de Historia Natural, ¿recuerda?
Vi
a Mbwun. Si esos drogadictos poseen aunque sea sólo una mínima parte de las facultades de aquella criatura… —Se encogió de hombros—. Ya vio las fotografías del esqueleto de Kawakita. En mi opinión, no debemos actuar hasta que sepamos con qué nos enfrentamos. Pendergast bajó a los túneles en misión de reconocimiento hace cuarenta y ocho horas. Será mejor esperar a que vuelva.
Frock pareció sorprendido, y Horlocker resopló.
—¿Pendergast? —dijo Horlocker—. Ese hombre no me inspira confianza, y nunca me han gustado sus métodos. No tiene competencias en este asunto. Y francamente, si ha bajado ahí solo, es su problema. Probablemente ya ha pasado a la historia. Disponemos de armamento suficiente para tomar las medidas que sean necesarias.
Waxie asintió enérgicamente.
D'Agosta no parecía muy convencido.
—A lo sumo, propongo algún tipo de esfuerzo de contención hasta que tengamos noticias de Pendergast. Sólo le pido veinticuatro horas, señor.
—Esfuerzo de contención —repitió Horlocker con tono sarcástico, mirando alrededor—. Ni hablar, D'Agosta. ¿Es que no lo ha oído? El alcalde exige que actuemos. No quiere contención. Se nos ha acabado el tiempo. —Se volvió hacia su ayudante—. Póngame con el despacho del alcalde. Y localice a Jack Masters.
—Personalmente comparto la opinión de D'Agosta —afirmó Frock—. No debemos precipitarnos…
—La decisión está tomada, Frock —espetó Horlocker, y concentró su atención en el plano.
Frock se sonrojó. Retrocedió en su silla de ruedas y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a dar una vuelta por el museo —comentó, sin hablar a nadie en particular—. Veo que mi presencia aquí está de más.
Margo hizo ademán de levantarse, pero D'Agosta la sujetó del brazo. Entristecida, vio cerrarse la puerta. Frock había sido un visionario, la persona que más había influido en su elección de carrera; sin embargo, ya sólo sentía lástima por el gran científico que tan estancado estaba en sus teorías. Habría sido mucho menos doloroso, pensó, si le hubiesen dejado disfrutar su retiro en paz.
Pendergast se hallaba sobre una pequeña pasarela de metal, contemplando la masa de aguas residuales que fluía lentamente a un metro por debajo de él. En la artificial fosforescencia producida por las gafas de visión nocturna VisnyTek, la superficie del agua brillaba con un resplandor verde e irreal. El olor a gas metano era peligrosamente intenso, y cada pocos minutos inhalaba oxígeno puro de una mascarilla que llevaba oculta bajo el uniforme.
Adornaban la pasarela tiras de papel podrido y otras cosas más difíciles de identificar que habían quedado atrapadas entre las varillas metálicas durante la subida provocada por las últimas lluvias torrenciales. A cada paso, los pies de Pendergast se hundían en blandos montículos de óxido que se adherían al metal como hongos. Avanzaba deprisa, escrutando las pegajosas paredes en busca de la gruesa puerta metálica que anunciaba el descenso final a los túneles Astor. Cada veinte pasos, extraía un pequeño aerosol de un bolsillo y pintaba dos puntos en la pared, indicadores para luces con gran longitud de onda. Los puntos, invisibles para el ojo humano, despedían un fantasmagórico brillo blanco al mirarlos a través de las VisnyTek en modo infrarrojo. Le ayudarían a encontrar el camino de regreso. Sobre todo si, por alguna razón, tenía que salir de allí precipitadamente.
Enfrente, Pendergast distinguió por fin los imprecisos contornos de la puerta que buscaba, reforzada con numerosos remaches y cubierta de una gruesa costra de calcita y herrumbre. Un macizo candado, inmovilizado por el tiempo, colgaba de la plancha frontal. Pendergast se metió la mano en el interior del uniforme, extrajo una pequeña herramienta metálica, y la accionó. El agudo zumbido de una hoja de diamante resonó en la cloaca y un surtidor de chispas parpadeó en la oscuridad. En cuestión de segundos, el candado cayó a la pasarela. Pendergast examinó las bisagras oxidadas y a continuación serró las tres espigas de la puerta.
Guardó la sierra y observó la puerta por un momento. Finalmente agarró la plancha frontal por los bordes y tiró con fuerza. Se oyó un chirrido metálico y la puerta se desprendió del marco, golpeando primero la pasarela y cayendo después ruidosamente al agua. Al otro lado de la puerta, en el suelo, había un oscuro agujero que descendía a profundidades insondables. Pendergast conectó el LED infrarrojo de las gafas y miró por el agujero, sacudiéndose el polvo de los guantes de látex. Seguía sin ver el fondo.
Tras fijar el extremo de una fina cuerda semielástica de kevlar a un perno de hierro, la dejó caer en la oscuridad. Luego sacó de su pequeña mochila un arnés suizo de nailon. Se lo ciñó con cuidado, lo sujetó a la cuerda mediante un mosquetón provisto de un sistema de freno motorizado, penetró en el agujero y se descolgó rápidamente hasta el fondo.
Notó bajo sus botas una superficie blanda. Cuando hubo desenganchado y guardado el arnés, examinó con atención el lugar. La temperatura era tan elevada que todo tenía un color ceniciento. Ajustó la amplitud de las VisnyTek y gradualmente el espacio donde se hallaba cobró forma ante sus ojos, iluminado por un monocromo verde pálido.
Se hallaba en un túnel largo y monótono. La inmundicia que cubría el suelo tenía un grosor de quince centímetros y era espesa como la grasa de cigüeñal. Tras concluir su inspección, se abrió el uniforme y consultó los dibujos del forro. Si el plano era correcto, se encontraba en un túnel de servicio cercano a la vía principal. Quizá a unos quinientos metros de allí estaban los restos del Pabellón de Cristal, la sala de espera privada situada bajo el ya olvidado hotel Knickerbocker, que en otro tiempo se alzaba en la esquina de la Quinta Avenida con Central Park South. Era la mayor sala de espera, mayor que las construidas bajo el Waldorf y las grandes mansiones de la Quinta Avenida. Si existía un punto central en la Buhardilla del Diablo, lo encontraría en el Pabellón de Cristal.
Pendergast avanzó con cautela por el túnel. El olor a metano y descomposición era nauseabundo; aun así, Pendergast respiró hondo por la nariz, percibiendo cierto tufo a cabra que le recordó de inmediato al hedor que había notado en el subsótano del museo dieciocho meses atrás.
El túnel de servicio confluía con un segundo túnel y torcía lentamente hacia la línea principal. Pendergast bajó la vista y se quedó inmóvil. En el lodo había huellas. Huellas de pies descalzos, al parecer recientes. El rastro conducía hacia la línea principal.
Pendergast inhaló oxígeno de la mascarilla y se agachó para examinar más de cerca las huellas. Considerando la elasticidad del lodo, parecían normales, aunque quizá algo más anchas y cortas. Reparó entonces en que los dedos se estrechaban y terminaban en gruesas puntas, más como garras que como uñas. Se advertían ciertas depresiones entre los dedos que indicaban la presencia de membranas interdigitales.
Pendergast se irguió. Así pues, todo era verdad. Los rugosos existían.
Vaciló por un instante y se llevó la mascarilla a la boca de nuevo. A continuación siguió adelante, manteniéndose cerca de la pared. Cuando llegó al cruce de vías, se detuvo por un momento, aguzó el oído, y con un rápido movimiento dobló la esquina y adoptó la postura Weaver, empuñando la pistola.
Nada.
Las huellas se unían a un segundo rastro, mucho más visible, en el centro de la vía principal. Pendergast se arrodilló para examinarlo. Lo formaban innumerables huellas, en su mayoría de pies descalzos, aunque había también algunas pisadas de zapatos o botas. Algunos de los pies eran muy anchos, casi como palas. Otros parecían normales.
Muchos individuos habían pasado por aquel sendero.
Tras otro atento reconocimiento, continuó avanzando. Dejó atrás varios túneles secundarios, y de todos ellos llegaban huellas que convergían en el rastro principal. Semejaban, pensó Pendergast, la telaraña de huellas que uno encontraba al salir de caza en Botswana o Namibia: numerosos animales que convergían en una charca o una guarida.
Más adelante había una enorme estructura. Si Al Diamond estaba en lo cierto, aquello eran los restos del Pabellón de Cristal. Al acercarse, vio un largo andén, y junto a él, ascendiendo desde la vía, un terraplén de desechos, amontonados por incontables inundaciones.
Con suma cautela, siguió el rastro hasta el terraplén, subió al andén y echó un vistazo alrededor, manteniendo siempre la espalda contra la pared.
Las gafas le mostraron, en severos verdes, una escena de inconcebible decadencia. Lámparas de gas en otro tiempo hermosas colgaban, ahora vacías y esqueléticas, de los azulejos agrietados que adornaban las paredes, y un mosaico de las doce figuras del zodíaco cubría el techo.
Al final del andén, el rastro cruzaba bajo un arco de escasa altura. Pendergast se dirigió hacia allí. De pronto se detuvo. A su olfato llegó un olor inconfundible, arrastrado por una ráfaga de aire caliente desde el otro lado del arco. Metió la mano en la mochila, buscó a tientas el flash de argón de uso militar y lo sacó. Sus potentes destellos cegaban momentáneamente a una persona, incluso en pleno día. El inconveniente era que tardaba siete segundos en recargarse y la batería permitía un máximo de doce fogonazos. Tomando oxígeno otra vez, pasó bajo el arco con el flash en una mano y la pistola apuntada hacia la negrura en la otra.
La imagen quedó en blanco por un instante mientras las gafas de visión nocturna intentaban dar resolución al amplio espacio que se extendía al otro lado del arco. Por lo que Pendergast veía, se hallaba en una gran sala circular. A considerable altura, pendían del techo abovedado los restos de una enorme araña de cristal, sucia y torcida. La cúpula estaba revestida de espejos, ahora resquebrajados, suspendidos sobre Pendergast como un cielo brillante y ruinoso. Aunque no avistaba aún el centro de la sala, distinguió unas piedras planas dispuestas en el suelo de manera irregular. Las huellas seguían esas piedras. En el centro se alzaba una estructura de contornos indefinidos, quizá un puesto de información o un antiguo quiosco de bebidas.
Las paredes curvas, divididas por columnas dóricas de yeso desconchado, se alejaban a ambos lados, perdiéndose de vista. Entre las columnas más cercanas había un enorme mural de azulejos: árboles, un tranquilo lago con un dique de castor y un castor, montes y, en el cielo, una inminente tormenta, todo ello deteriorado por igual. El ruinoso estado del mural y los azulejos rotos le habrían recordado a Pompeya de no ser por el tempestuoso mar de barro seco y suciedad que manchaba la parte inferior. Las paredes estaban veteadas de inmundicia, como si un gigante se hubiese entretenido en pintarlas con los dedos. En lo alto del mural, Pendergast distinguió el apellido ASTOR en una compleja composición de azulejos. Sonrió. Astor había empezado a amasar su fortuna con las pieles de castor. Aquello había sido en efecto un santuario privado para un grupo de familias muy ricas.
El siguiente intercolumnio contenía otro gran mural. Éste representaba, en medio de un vasto paisaje de cumbres nevadas, una locomotora de vapor que arrastraba una larga fila de vagones tolva y vagones cisterna por un puente colgado sobre un desfiladero. Arriba se leía el apellido VANDERBILT, un hombre que se había enriquecido por medio del ferrocarril. Frente al mural había una vieja otomana con el respaldo roto y los brazos ladeados, el relleno enmohecido asomando por los desgarrones de los cojines. Más allá, un intercolumnio con el apellido ROCKEFELLER mostraba una refinería de petróleo en un bucólico escenario, rodeada de granjas, sus columnas de humos teñidas por el sol poniente.
Pendergast avanzó un paso. Observó las hileras de columnas que se alejaban en la oscuridad, los grandes nombres de aquella época dorada resplandeciendo en sus gafas: Vanderbilt, Morgan, Jesup, y otros que no podía distinguir. En el lado opuesto de la sala, un pasillo con el rótulo: AL HOTEL conducía a dos barrocos ascensores; las puertas estaban abiertas y manchadas de verdín, las cabinas totalmente destruidas, los cables enrollados en el suelo como serpientes de hierro. En una pared cercana, entre dos espejos agrietados, pendía un tablón de caoba, alabeado y carcomido, con un horario de trenes. La parte inferior se había desprendido, pero arriba se leía aún:
FINES DE SEMANA EN TEMPORADA
Destino | Hora |
Pocantico Hills | 10:14 |
Cold Spring | 10:42 |
Hyde Park | 11.30 |
Junto al horario había una pequeña área de espera, con sillas y sofás destrozados. En medio, Pendergast vio lo que en otro tiempo había sido un piano de cola Bósendorfer. Las inundaciones habían podrido y arrancado casi toda la madera, dejando un macizo armazón metálico, el teclado y una maraña de cuerdas rotas; un esqueleto musical, ahora en silencio.