Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
Waxie lanzó una mirada triunfal a D'Agosta.
—¿Y qué pasó con el tipo del Castillo de Belvedere, Nick Bitterman? Háblame de él.
—Eso estuvo bien. Aquel maricón no sabía lo que era el respeto. Era un hipócrita, un miserable. Era el adversario. —Empezó a mecerse en la silla.
—¿El adversario? —preguntó D'Agosta, frunciendo el entrecejo.
—El príncipe de los adversarios.
—Sí —dijo Pendergast con tono comprensivo—. Debes contrarrestar las fuerzas de la oscuridad. —Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían entrado en la celda.
El detenido se balanceó con más brío.
—Sí, sí.
—Con tu piel eléctrica —añadió Pendergast.
De pronto se interrumpió el balanceo.
—Y con tus ojos radiantes —prosiguió Pendergast. A continuación se apartó de la puerta y se acercó lentamente al sospechoso, mirándolo a la cara.
—¿Quién es usted? —susurró Jeffrey, observando a Pendergast.
Pendergast guardó silencio por un momento.
—Kit Smart —contestó por fin sin retirar la mirada de Jeffrey.
D'Agosta advirtió desconcertado el cambio que se produjo súbitamente en el detenido. El color abandonó su rostro al instante. Contempló a Pendergast, moviendo mudamente los labios. De pronto, lanzando un alarido, se echó hacia atrás con tal violencia que la silla se desplomó. Hayward y los dos agentes uniformados se abalanzaron de inmediato sobre la figura que pataleaba en el suelo e intentaron inmovilizarla.
—Por Dios, Pendergast, ¿qué le ha dicho? —preguntó Waxie, levantándose con dificultad de la silla.
—Lo que había que decir, según parece. —Pendergast miró a Hayward y añadió—: Por favor, proporciónele a ese hombre todo el consuelo posible. Creo que podemos dejar que el capitán Waxie siga con el interrogatorio desde este punto.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó D'Agosta mientras subían en ascensor a Homicidios.
—Ignoro su verdadero nombre —respondió Pendergast mientras se arreglaba el nudo de la corbata—. Pero desde luego no se llama Jeffrey. Y no es la persona que buscamos.
—Eso dígaselo a Waxie.
Pendergast dirigió una mirada cordial a D'Agosta.
—Acabamos de ver un caso clásico de esquizofrenia paranoica, agravado por un trastorno de personalidad múltiple. ¿Se ha fijado en que ese hombre parecía entrar y salir de dos personajes distintos? Por un lado, estaba el matón, sin duda tan poco convincente para usted como para mí. Por otro lado, estaba el asesino visionario, infinitamente más peligroso. ¿Ha oído sus palabras? «Segundo, me ha silbado como una serpiente de Egipto.» O cuando ha dicho: «Jeffrey, el gato querubín.»
—Claro que lo he oído —respondió D'Agosta—. Hablaba como si acabasen de entregarle los diez mandamientos o algo así.
—O algo así. Tiene usted razón: sus desvaríos presentaban la estructura y la cadencia del lenguaje escrito. También a mí me ha dado esa impresión. En ese punto me he dado cuenta de que estaba citando unos versos del viejo poema
Jubilate Agno,
de Christopher Smart.
—La primera vez que oigo ese nombre.
—Es una obra muy poco conocida de un escritor muy poco conocido —explicó Pendergast con una ligera sonrisa—. Sin embargo, causa un innegable impacto desde su extraña concepción; debería leerla. El autor, Smart la escribió en un estado de semilocura mientras cumplía condena por no pagar sus deudas. Eso al margen, en un largo pasaje del poema, Smart describe a su gato,
Jeoffry,
al que consideraba una especie de crisálida en plena transformación física.
—Si usted lo dice. Pero ¿qué tiene eso que ver con nuestro ruidoso amigo de allá abajo?
—Obviamente el pobre hombre se identifica con el gato del poema —aclaró Pendergast.
—¿Con el
gato
? —preguntó D'Agosta, incrédulo.
—¿Por qué no? Kit Smart, el auténtico Kit Smart, se identificaba sin duda con su gato. Es una potente imagen de la metamorfosis. Seguramente ese pobre hombre fue en otro tiempo profesor o poeta frustrado, antes de emprender el lento descenso hacia la locura. Ha matado a un hombre, es cierto; pero sólo cuando se ha cruzado en su camino en mal momento. En cuanto a los otros asesinatos… —Pendergast descartó la idea con un gesto—. Hay muchos indicios de que ese hombre no es nuestro objetivo.
—Como las fotografías —dijo D'Agosta.
Todo buen interrogador sabía que ningún asesino era capaz de desviar la mirada de las fotografías de sus víctimas o los objetos presentes en el lugar del crimen. Y por lo que D'Agosta había visto, Jeffrey no se había fijado siquiera en ninguna de las fotografías.
—Exacto. —Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro, y los dos se encaminaron hacia el despacho de D'Agosta a través del barullo de la oficina—. O el hecho de que este asesinato, como Waxie lo describe, no presente ninguno de los elementos de los sanguinarios ataques padecidos por las otras víctimas. En todo caso, en cuanto he reconocido la identificación neurótica con el poema, ha sido fácil sacar su locura a la superficie. —Pendergast cerró la puerta del despacho y esperó a que D'Agosta se sentase para continuar—. Pero olvidemos este molesto incidente. ¿Ha habido suerte con las correlaciones de datos que pedí?
—Proceso de Datos las ha entregado esta misma mañana. —D'Agosta hojeó un grueso fajo de listados de impresora—. Veamos. El ochenta y cinco por ciento de las víctimas eran varones. Y el noventa y dos por ciento residían en Manhattan, incluida la población flotante.
—Me interesan básicamente los rasgos que
todas
las víctimas tenían en común.
—Comprendo. —D'Agosta permaneció en silencio por un momento—. Los apellidos de todos ellos empezaban por letras distintas de I, S, U, V, X y Z.
Pendergast contrajo los labios en lo que podía ser una fugaz sonrisa.
—Todos eran mayores de doce años y menores de cincuenta y seis —continuó D'Agosta—. Ninguna de las víctimas nació en noviembre.
—Siga.
—Creo que eso es todo. —D'Agosta pasó unas cuantas hojas más—. Ah, hay otra cosa. Pedimos que se contrastasen los datos con los rasgos genéricos asociados a los asesinos en serie. La única circunstancia común es que ninguno de los asesinatos se cometió con luna llena.
Pendergast se irguió en la silla.
—¿Ah, sí? Merece la pena recordarlo. ¿Algo más?
—No, eso es todo.
—Gracias. —Se hundió de nuevo en la silla—. Pero es muy poco. Información es lo que necesitamos, Vincent, datos concretos. Y por eso no puedo atrasarlo más.
D'Agosta lo miró desconcertado. Al cabo de un instante frunció el entrecejo.
—Va a bajar otra vez.
—En efecto. Si el capitán Waxie insiste en que ese hombre es el asesino, se suprimirán las patrullas de excepción en la zona. Se reducirán las precauciones, creándose una atmósfera que facilitará los asesinatos.
—¿Adónde piensa ir? —preguntó D'Agosta.
—A la Buhardilla del Diablo.
D'Agosta resopló.
—Vamos, Pendergast. No sabe siquiera si ese lugar existe, y mucho menos cómo llegar hasta allí. Sólo tiene la palabra de ese vagabundo.
—Creo que la palabra de Mephisto es digna de crédito —respondió Pendergast—. Y además tengo mucho más que su palabra. Hablé con un ingeniero, Al Diamond. Me explicó que la llamada Buhardilla del Diablo es en realidad una serie de túneles, construidos por las familias más ricas de Nueva York a finales del siglo pasado. Se proponían crear una línea privada de ferrocarril, pero abandonaron el intento pocos años después. Y he conseguido reconstruir aproximadamente el recorrido de esos túneles.
Pendergast cogió un rotulador del escritorio y se acercó al plano donde estaban señalados los asesinatos y desapariciones de personas. Apoyó la punta del rotulador en el cruce de Park Avenue y la calle Cuarenta y cinco; desde allí trazó una línea que llegaba hasta la Quinta Avenida, ascendía hasta Grand Army Plaza, cruzaba en diagonal el Central Park y seguía hacia el norte por Central Park West. Luego retrocedió y miró a D'Agosta con expresión de perplejidad.
D'Agosta observó el plano. Salvo por unos cuantos puntos en el parque, todos los alfileres blancos y rojos se concentraban a lo largo de la línea que había dibujado Pendergast.
—¡Joder! —exclamó D'Agosta en un susurro.
—Ciertamente —dijo Pendergast—. Diamond señaló también que los tramos al norte y sur del parque habían sido rellenados, así que mi destino está bajo el parque.
—Lo acompaño —propuso D'Agosta, sacando un cigarro de un cajón.
—Lo siento, Vincent. Ahora que el resto de la policía está a punto de bajar la guardia, su presencia aquí es vital. Y conviene que usted y Margo Green determinen la naturaleza exacta de las actividades de Kawakita. No conocemos aún cuál fue su participación en todo esto. Por otra parte, esta vez me moveré con el mayor sigilo. Será una incursión sumamente peligrosa. Si bajásemos los dos, se duplicaría el riesgo de ser descubiertos. —Puso el tapón al rotulador y lo ajustó con un golpe de dedo—. No obstante, si puede prescindir de la pericia de la sargento Hayward durante unas horas, no me vendría mal su ayuda en mis preparativos.
D'Agosta arrugó la frente y dejó el cigarro.
—Por Dios, Pendergast, el camino es largo. Pasará ahí la noche entera.
—La noche y mucho más, me temo. —El agente del FBI dejó el rotulador en el escritorio—. Si no ha tenido noticias mías dentro de setenta y dos horas… —Guardó silencio por un instante. De pronto sonrió y estrechó la mano a D'Agosta—. Sería absurdo organizar una partida de rescate.
—¿Y qué comerá?
Pendergast fingió sorpresa.
—¿Ha olvidado la exquisitez del conejo de vía
au vin,
asado con leña?
D'Agosta hizo una mueca de asco, y Pendergast le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—No tema, teniente. Iré bien aprovisionado: comida, planos… todo lo necesario.
—Es como el viaje al centro de la tierra —comentó D'Agosta, moviendo la cabeza, en un gesto de pesimismo.
—En efecto. Me siento como un explorador a punto de salir con rumbo a tierras desconocidas, pobladas por tribus desconocidas. Resulta extraño pensar que se encuentran justo debajo de nuestros pies.
Cui ci sono dei mostri,
amigo mío. Confío en poder eludir a
i mostri.
Nuestra común amiga Hayward me verá partir.
Pendergast permaneció inmóvil por un momento, al parecer absorto en sus pensamientos. Por fin, el último de los grandes exploradores se despidió de D'Agosta con un gesto y salió al pasillo, reflejándose la luz de los fluorescentes en la pelusilla de seda de su traje negro con un brillo apagado.
Pendergast subió rápidamente por los peldaños de la entrada de la Biblioteca Pública de Nueva York con una gran bolsa de lona y piel en la mano. Detrás de él, Hayward se detuvo a contemplar los descomunales leones de mármol que flanqueaban la escalinata.
—No tenga miedo, sargento —dijo Pendergast—. Ya han recibido su ración de comida del mediodía.
Pese al calor, Pendergast llevaba una larga gabardina abotonada de arriba abajo.
Dentro, el vestíbulo de mármol estaba oscuro y agradablemente fresco. Pendergast habló en voz baja con un vigilante, le mostró su identificación y le formuló unas cuantas preguntas. Luego, haciendo una seña a Hayward para que lo siguiese, se dirigió hacia una puerta situada bajo la monumental escalera doble.
—Sargento Hayward, usted conoce los subterráneos de Manhattan mejor que cualquiera de nosotros —dijo Pendergast cuando entraron en un pequeño ascensor revestido de piel—. Me ha dado ya inestimables consejos. ¿Tiene alguna última recomendación?
El ascensor comenzó a descender.
—Sí —contestó Hayward—. No vaya.
Pendergast sonrió.
—Lamentablemente eso no es una opción. Únicamente un reconocimiento directo demostrará si los túneles Astor son o no el origen de los asesinatos.
—Entonces déjeme que lo acompañe —propuso al instante Hayward.
Pendergast negó con la cabeza.
—Ojalá pudiese, sinceramente. Pero pretendo actuar con el mayor sigilo. Dos personas implicarían un nivel de ruido inaceptable.
El ascensor se detuvo en la planta más baja, la 3-B, y salieron a un pasillo oscuro.
—Entonces vaya con pies de plomo —sugirió Hayward—. La mayoría de los topos bajan a los subterráneos para eludir enfrentamientos, no para iniciarlos. Pero hay también muchos depredadores. Las drogas y el alcohol complican aún más las cosas. Recuerde que ven mejor, oyen mejor y conocen los túneles. Se mire por donde se mire, está usted en desventaja.
—Cierto —convino Pendergast—. Por esa misma razón haré todo lo posible para equilibrar la balanza.
Se detuvo frente a una vieja puerta, abrió con una llave y dejó pasar a Hayward. La sargento vio que era una sala con estanterías metálicas hasta el techo, abarrotadas de libros antiguos. Los pasillos entre las estanterías tenían apenas cincuenta centímetros de anchura. El olor a polvo y moho era insufrible.
—Por cierto, ¿qué hacemos aquí? —preguntó Hayward, siguiendo a Pendergast entre las estanterías.
—De todos los edificios que he examinado, éste era el que tenía los planos más claros y el mejor acceso a los túneles Astor —explicó Pendergast—. Me queda aún un largo descenso por delante, y me apartaré un poco de mi destino final; pero he considerado prudente reducir los riesgos al mínimo. —Se detuvo y echó un vistazo alrededor. Finalmente, señalando con el mentón uno de los estrechos pasillos, dijo—: Ah, debe de ser por aquí.
Abrió con llave otra puerta mucho más pequeña que la anterior y guió a Hayward escalera abajo hasta una reducida habitación con el suelo sin pavimentar.
—Justo debajo de nosotros hay un conducto de acceso —continuó Pendergast—. Se construyó en 1925 como parte de un sistema neumático para entregar libros a la biblioteca de Mid-Manhattan. El proyecto se suspendió durante la Depresión y ya no se reanudó. Así y todo, debería permitirme acceder a uno de los principales túneles de alimentación.
Pendergast dejó la bolsa e inspeccionó el suelo con una linterna. A continuación quitó el polvo de una vieja trampilla y la levantó con la ayuda de Hayward. Debajo apareció un angosto y oscuro conducto revestido de baldosas. Lo iluminó con la linterna para echar una ojeada y al cabo de un momento, al parecer satisfecho, se irguió y empezó a desabrocharse la larga gabardina.