Authors: Douglas Preston y Lincoln Child
—Eso creo. ¿Y si encontramos elementos hostiles?
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Pendergast.
—Ser tratante en el principal comercio local suele apaciguar a los lugareños.
—¿Drogas? —preguntó D'Agosta con incredulidad.
Pendergast asintió y se abrió la gabardina. A la luz de la linterna, D'Agosta distinguió varios pequeños bolsillos cosidos al sucio forro.
—Por lo visto, casi todos los que viven aquí son o han sido adictos de una u otra cosa. Llevo una farmacia completa —dijo, y señalando los bolsillos uno a uno con el dedo, recitó—: crack, metilfenidato, pentobarbital, Seconal, Blue 88s del ejército. Puede que esto salve nuestras vidas, Vincent. Salvó la mía en mi anterior descenso.
Pendergast metió los dedos en uno de los bolsillos y extrajo una cápsula de color negro.
—Bifetamina —aclaró—, conocida en la hermandad subterránea como «monada negra».
Contempló la cápsula por unos segundos y luego, con un rápido movimiento, se la echó a la boca.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir D'Agosta, pero Pendergast alzó la mano para acallarlo.
—No basta con que
interprete
el personaje —susurró el agente del FBI—. Tengo que
ser
el personaje. Sin duda el tal Mephisto es un individuo desconfiado y paranoico. Intuir un engaño es posiblemente su mayor habilidad. No lo olvide.
D'Agosta no respondió. Realmente habían penetrado en un mundo ajeno a la sociedad, a la ley, a todo.
Se adentraron en el túnel secundario y siguieron los raíles de una vía abandonada. Cada pocos minutos Pendergast se detenía y consultaba sus notas. Avanzando tras el agente del FBI en la creciente oscuridad, D'Agosta notó con asombro lo pronto que se perdía allí abajo la orientación, el sentido del tiempo.
De pronto Pendergast señaló hacia un resplandor rojizo y trémulo, aparentemente suspendido en la oscuridad, unos cien metros más adelante.
—Hay gente alrededor de esa fogata —susurró—. Probablemente son los «vecinos de arriba», una pequeña comunidad de ocupas instalados en la periferia del territorio de Mephisto. —Observó la luz pensativamente. Al cabo de un momento se volvió hacia D'Agosta y preguntó—: ¿Pasamos al salón?
Sin esperar la respuesta, Pendergast se encaminó hacia el lejano resplandor.
Cuando se acercaban, D'Agosta distinguió una docena de siluetas poco más o menos, tendidas en el suelo o encorvadas sobre cajones de leche. Sobre las brasas se alzaba una borboteante cafetera negra. Pendergast penetró en el círculo de luz y se acuclilló junto a la fogata. Nadie le prestó atención. Metió la mano bajo una de las múltiples capas de ropa que lo envolvían y sacó una botella de vino de Toka. D'Agosta advirtió que todas las miradas se clavaban en la botella.
Pendergast desenroscó el tapón, tomó un largo trago y lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Alguien quiere echarse un lingotazo? —preguntó, dirigiendo la etiqueta de la botella hacia la luz para que todos la viesen.
D'Agosta quedó momentáneamente desconcertado; la voz del agente del FBI había cambiado por completo, adquiriendo un cerrado acento del Brooklyn más barriobajero. La piel blanca, los ojos claros y el pelo rubio de Pendergast resultaban extraños y amenazadores en el parpadeante resplandor.
—Yo —contestó una voz.
Un hombre sentado en un cajón de leche alargó el brazo, cogió la botella y se la llevó a los labios. Se oyó un prolongado gorgoteo. Cuando devolvió la botella a Pendergast, se había evaporado una cuarta parte del contenido. Pendergast pasó a otro la botella, y ésta fue de mano en mano hasta completarse el círculo y volver vacía a su dueño. Sólo uno de ellos lanzó un gruñido de agradecimiento.
D'Agosta procuró situarse de manera que el humo de la fogata lo resguardase del hedor de cuerpos humanos sucios, vino malo y orina rancia.
—Busco a Mephisto —anunció Pendergast al cabo de un momento.
Se produjo cierta agitación en torno al fuego. De pronto aquellos hombres parecían más cautos.
—¿
Quién
lo busca? —preguntó con tono hostil el primero que había aceptado la botella.
—
Yo
lo busco —repuso Pendergast con igual agresividad.
El hombre observó a Pendergast en silencio, evaluándolo.
—Vete a la mierda —dijo por fin, relajándose de nuevo en su asiento.
Pendergast se movió con tal rapidez que D'Agosta, asustado, se apartó de un salto. Cuando volvió a mirar, el hombre yacía boca abajo, con la cara contra los escombros y el pie de Pendergast en el cuello.
—¡Joder! —aulló el hombre.
Pendergast, de pie junto a él, apretó con mayor fuerza
—Nadie habla así a Whitey —espetó con voz sibilante.
—¡Era en broma, tío!
Pendergast redujo ligeramente la presión.
—Mephisto anda por la Ruta 666 —dijo el hombre desde el suelo.
—¿Dónde está eso?
—¡Suéltame ya, tío! ¡Me haces daño! Ve por la vía 100 hasta el viejo generador. Allí baja por la escalera hasta la pasarela.
Pendergast retiró el pie, y el hombre se incorporó frotándose el cuello.
—A Mephisto no le gustan los intrusos.
—Él y yo tenemos un asunto que tratar —dijo Pendergast.
—¿Sí? ¿Qué asunto?
—Tiene que ver con los rugosos.
Pese a la oscuridad, D'Agosta percibió repentina tensión en el grupo.
—¿Qué pasa con los rugosos? —preguntó otra voz con aspereza.
—Sólo hablaré con Mephisto.
Pendergast hizo una señal a D'Agosta con la cabeza, y ambos siguieron adelante por el lóbrego túnel. Cuando la fogata no era más que un pequeño punto a lo lejos, volvió a encender la linterna.
—Aquí abajo no pueden tolerarse faltas de respeto —explicó en voz baja—. Ni siquiera en un grupo menor como ése. Si notan debilidad, estás perdido.
—Ha sido una maniobra admirable —comentó D'Agosta.
—No es difícil dejar fuera de combate a un borracho. En mi anterior descenso averigüé que en estos niveles superiores el alcohol es la droga predominante. En ese grupo la única excepción era el tipo delgado que estaba más lejos del fuego. Me jugaría algo a que ése se pinchaba. ¿Se ha fijado en que se rascaba distraídamente sin cesar? Eso es un efecto secundario del fentanil, sin lugar a dudas.
El túnel se bifurcó, y Pendergast, tras consultar un plano de ferrocarriles que llevaba en un bolsillo, tomó por el ramal de la izquierda, el más estrecho.
—Esto va a dar a la vía 100 —dijo.
D'Agosta lo siguió. Tras lo que se le antojó una distancia interminable, Pendergast volvió a detenerse y señaló una máquina enorme y oxidada con grandes poleas, cada una de cuatro metros de diámetro por lo menos. Las podridas correas de transmisión se hallaban amontonadas en el suelo. Al otro lado había una escalera metálica que descendía hasta una pasarela suspendida sobre un antiguo túnel. D'Agosta agachó la cabeza para pasar bajo una tubería con estalactitas en cuya superficie se leía el rótulo H.P. ST. y siguió a Pendergast escalera abajo y por la desvencijada pasarela de rejilla. En el extremo opuesto, una trampilla con bisagras daba acceso a una escalerilla metálica que bajaba hasta un ancho túnel inacabado. Había piedras y montantes oxidados apilados de cualquier manera contra las paredes. Si bien se veían restos de fogatas, el lugar parecía desierto.
—Por lo visto, tendremos que descolgarnos por esa roca —dijo Pendergast, iluminando con la linterna un amplio espacio al final del túnel. Las aristas de la roca relucían debido al paso de incontables manos y pies. De abajo subía un olor acre.
D'Agosta descendió primero, aferrándose desesperadamente al afilado y húmedo basalto. Tardó cinco aterradores minutos en llegar abajo. Se sentía enterrado en el lecho rocoso de la isla.
—Me gustaría ver a alguien bajar por ahí drogado —comentó cuando Pendergast saltó al suelo junto a él. Los músculos de los brazos le temblaban a causa del esfuerzo.
—En este nivel nadie sale a la superficie —contestó Pendergast—. Salvo los mensajeros.
—¿Los mensajeros?
—Según tengo entendido, son los únicos miembros de la comunidad que tienen contacto con el exterior. Recogen y cobran los cheques del programa de ayuda para familias con hijos, buscan comida, recolectan y venden envases reciclables, consiguen medicamentos y leche, compran droga.
Pendergast iluminó las toscas paredes de roca con la linterna. Al fondo vieron una plancha de hojalata acanalada de un metro y medio de altura que cubría parcialmente la entrada de un túnel abandonado. Al lado, pintado toscamente en la pared, un rótulo anunciaba: SÓLO FAMILIAS. PROHIBIDO EL PASO A TODOS LOS DEMÁS.
Pendergast tiró de la plancha de hojalata, que giró sobre sus bisagras con un estridente chirrido.
—El timbre de la puerta —explicó.
Cuando entraron en el túnel, apareció ante ellos una andrajosa figura empuñando una gran tea. Era alto y tenía un aspecto espantosamente demacrado.
—¿Quiénes sois? —inquirió, impidiendo el paso a Pendergast.
—¿Eres el Artillero? —preguntó Pendergast.
—Fuera de aquí —ordenó el hombre, y los empujó hacia la puerta de hojalata hasta sacarlos de nuevo al pozo de roca—. Me llamo Flint. ¿Qué queréis?
—He venido a ver a Mephisto —contestó Pendergast.
—¿Para qué?
—Soy el jefe de la Tumba de Grant, una pequeña comunidad que vive bajo la Universidad de Columbia. Quiero hablar con él de los asesinatos.
Siguió un prolongado silencio.
—¿Y ése? —dijo Flint finalmente, señalando hacia D'Agosta.
—Mi mensajero.
—¿Lleváis armas o drogas? —preguntó Flint mirando a Pendergast.
—Armas no —respondió Pendergast. A la tenue luz de la tea, pareció de pronto incómodo—. Pero llevo mi propio suministro…
—Aquí no se admiten drogas —dijo Flint—. Somos una comunidad limpia.
Y una mierda, pensó D'Agosta, advirtiendo el brillo de sus ojos.
—Lo siento —repuso Pendergast—. Nunca me separo de mi alijo. Si es un problema…
—¿Qué llevas? —preguntó Flint.
—No es asunto tuyo.
—¿Coca? —aventuró Flint, y D'Agosta percibió un ligero tono de esperanza en su voz.
—Acertaste —respondió Pendergast tras un breve silencio.
—Tendré que confiscártela.
—Considérala un regalo.
Pendergast extrajo un pequeño paquete de papel de aluminio y se lo entregó a Flint, que se apresuró a guardárselo.
—Seguidme —dijo Flint.
D'Agosta cerró la puerta de hojalata al entrar, y Flint los guió hasta una escalera metálica. La escalera terminaba en una estrecha abertura por donde se accedía a una repisa de cemento suspendida a gran altura sobre un enorme espacio cilíndrico. Flint torció a la derecha y empezó a descender por una rampa de cemento en espiral adosada a la pared. Mientras bajaban, D'Agosta advirtió sucesivos cubículos excavados en la roca, todos ellos ocupados por individuos o familias. El resplandor trémulo de velas o lámparas de queroseno iluminaba sus rostros sucios y sus mugrientos colchones. Al otro lado del vasto espacio, vio una tubería rota que sobresalía de la pared. El agua que manaba de ella caía en un charco lodoso. Alrededor había varias figuras agachadas, aparentemente lavando ropa. El agua sucia formaba un arroyo y desaparecía por la irregular boca de un túnel.
Al llegar abajo, cruzaron el arroyo por un viejo tablón. En el suelo, dispersos por toda la caverna, había grupos de gente durmiendo o jugando a las cartas. En un rincón apartado yacía un hombre con los ojos abiertos y lechosos; D'Agosta advirtió que esperaba su entierro y desvió la mirada.
Flint los llevó por un pasadizo largo y bajo que parecía ramificarse en numerosos túneles. Al final de algunos de ellos, en la exigua luz, D'Agosta vio gente que trabajaba: almacenando latas de alimentos, remendando ropa, destilando alcohol. Finalmente Flint los hizo pasar a una cámara iluminada con luz eléctrica. D'Agosta alzó la vista y vio una única bombilla que pendía de un cable raído procedente de una vieja caja de empalmes situada en un rincón.
D'Agosta echó un vistazo alrededor, reparando en el agrietado revestimiento de ladrillos. De pronto se quedó inmóvil, con una mueca de incredulidad en los labios. En el centro de la cámara había un viejo y destartalado furgón de tren, inclinado en un ángulo absurdo y con las ruedas traseras a más de medio metro del suelo. No podía siquiera imaginar cómo había llegado aquello hasta allí. En un costado, sobre el herrumbroso metal rojizo, se distinguían vagamente las letras NUEVA YO CENTR.
Tras indicarles con un gesto que esperasen allí, Flint entró en el furgón. Asomó al cabo de unos minutos y los llamó con una seña.
Al entrar, D'Agosta vio que se hallaban en una pequeña antecámara, delimitada al fondo por una tupida cortina. Flint había desaparecido. El furgón estaba a oscuras y hacía un calor sofocante.
—¿Sí? —dijo una voz extraña y sibilante al otro lado de la cortina.
Pendergast se aclaró la garganta y contestó:
—Me llaman Whitey, y soy jefe de la comunidad Tumba de Grant. Hemos oído tu llamamiento a la unidad de todos los que vivimos bajo tierra para combatir los asesinatos.
Se produjo un silencio. D'Agosta se preguntó qué habría detrás de la cortina. Quizá nada, pensó. Quizá es como en
El mago de Oz.
Quizá Smithback se inventó la mitad del artículo. Con los periodistas nunca se sabe…
—Adelante —invitó la voz.
Alguien descorrió la cortina. D'Agosta, de mala gana, entró detrás de Pendergast a la cámara.
La iluminación se reducía al reflejo de la bombilla colgada en el exterior y al resplandor de unas brasas que ardían al fondo bajo un respiradero. Frente a ellos había un hombre sentado en una enorme silla semejante a un trono, colocada exactamente en el centro de la cámara. Era alto, de miembros robustos y abundante cabello gris. Vestía un viejo traje de pana con pantalón de pata de elefante y un raído sombrero borsalino. Rodeaba su cuello un macizo collar navajo de plata con turquesas engastadas.
Mephisto les lanzó una penetrante mirada.
—Alcalde Whitey. No es muy original. Difícilmente inspirará respeto un nombre así. Pero muy apropiado para alguien medio albino como tú. —La voz sibilante había adoptado un tono formal.
D'Agosta notó que Mephisto dirigía hacia él su mirada. Sea lo que sea este tipo, pensó, no está loco. Al menos, no del todo. Se sentía incómodo. En los ojos de Mephisto apareció un destello de recelo.