—¡Oh, Pete, querido! ¡He estado intentando llamarte, pero ningún teléfono funcionaba! —Lo rodeó con sus brazos, y casi estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio—. ¿Te encuentras bien, amor?
—Hemos… hemos tenido algunos problemas en el almacén —dijo Pete. Philip recordó desanimadamente que no había dicho nada al policía de la muerte de Mack; frente a todo lo que estaba ocurriendo en la ciudad, había parecido algo sin la menor importancia.
—¿Pero
tú
estás bien?
—Sí, completamente, gracias a Phil.
Jeannie se giró hacia Philip y lo abrazó y lo besó y dejó en su mejilla una húmeda huella: lágrimas.
—¡No sé cómo darte las gracias! —exclamó—. Si le hubiera ocurrido algo a Pete, me hubiera vuelto loca. Como todos los demás…
—No tiene importancia —dijo torpemente Philip—. Yo… esto… será mejor que me vaya también a casa. ¿Puedes ir solo hasta dentro, Pete?
—Oh, desde aquí es fácil. Lo hago todas las veces. Esto… gracias de nuevo.
Philip se dio la vuelta para regresar al coche. Cruzando la acera, Pete gritó:
—¡Nos veremos mañana, si eso se arregla un poco!
—¡De acuerdo!
En la calle donde vivía: un coche ardía lentamente, su morro clavado en un buzón de correos. En la acera opuesta, un perro espatarrado sobre sus patas traseras, aullaba lastimosamente. El sonido puso un estremecimiento en la columna vertebral de Philip. Allí tampoco se veía a nadie.
Cerrando la entrada del garaje subterráneo bajo su bloque de apartamentos, la reja de hierro antirrobos. Se detuvo a unos centímetros de ella e hizo sonar el claxon.
Nadie acudió a abrirle.
En algún lugar debía tener la llave que le habían dado, pero nunca la había utilizado porque…
Rebuscó en la guantera, esperando que estuviera allí, y mientras revolvía su contenido —tisúes usados manchados con el lápiz de labios de Denise, gafas de sol rotas pertenecientes a Josie, recibos de la Bank Americard, una bujía de recambio, cosas increíbles— el coche, y el suelo, se estremecieron, y un monstruoso ruido sordo hirió sus oídos. Saltó y miró alocadamente por encima de su hombro. Colgando en el aire, a no más de media manzana de distancia, una nube de humo destellaba con innumerables chispas, como una explosión de magnesio.
¡Al infierno el coche!
Saltó fuera, sin cerrar la portezuela, sin siquiera parar el motor, y corrió hacia la entrada de la calle. Para aquella verja sí tenía una llave; la había pedido porque los guardias estaban constantemente enfermos. No la cerró a sus espaldas, sino que corrió hacia los ascensores…
Y no fue capaz de aguardar a que llegara uno, sino que echó a correr escaleras arriba.
Llegó jadeante a su piso, y la puerta del apartamento estaba cerrada contra él, y golpeó y pateó y golpeó, y hubo otra explosión fuera que hizo caer polvo de una grieta en el techo que no recordaba haber visto antes.
Dentro del apartamento, ruido de movimientos. Gritó.
Pasadores siendo descorridos. El clinc de una cadena de seguridad.
Y allí estaba Denise, inundada en lágrimas.
—¡Oh, amor! —La atrajo a sus brazos, frenético, y la sintió temblar y temblar—. ¡Querida, todo está bien! Estoy aquí, y… Y me dejé la pistola en el coche, y dejé el coche con la portezuela abierta y el motor en marcha. Cristo, ¿yo también estoy loco? ¿Ha perdido el juicio todo este jodido mundo en una hora?
—No todo está bien —dijo Denise. Sus lágrimas habían cesado, y su voz tenía la frialdad del mármol. Cerró la puerta y se giró para enfrentarse a él—. No puedo contactar con la policía.
—Amor…
—No todo está bien. Se trata de Josie.
Hubo un instante de silencio absoluto. No se produjo nada. Ni dentro, ni fuera del edificio… en ningún lugar, hasta los confines del universo.
—Creí que solo estaba durmiendo. Pero Harold la mató.
…incendios incontrolados. Al caer la noche, Denver parece desde el aire como el cráter de un volcán. Estaciones de gasolina, tiendas y casas particulares se están convirtiendo en humo. Constantemente, mezclados con el rugir de las llamas, uno puede oír el restallido de disparos. A veces es la policía batiéndose desesperadamente en retirada contra la población de una ciudad que parece haberse vuelto contra ella en un abrir y cerrar de ojos. A veces son los refuerzos del Ejército y la Guardia Nacional que intentan restaurar el orden en los suburbios de los alrededores. Dos mil hombres destinados a Honduras han sido enviados ya a Denver y lanzados en paracaídas sobre la zona con equipamiento completo de combate. Porque esto no son ya simples disturbios.
Y la lava de este volcán… bueno, es la gente. Decenas de miles de personas, viejos y jóvenes, negros y blancos, desparramándose por los campos de los alrededores. Todas las autopistas más importantes que salen de la ciudad se hallan bloqueadas por colosales embotellamientos, en los que se calcula que se hallan implicados dieciocho mil coches. Algunos han chocado, algunos se han averiado, los conductores de otros han sido muertos por francotiradores… pero las razones no importan, sólo las consecuencias. Abandonando sus coches, a menudo a una o dos manzanas de su casa, la población huye, cargando lo que puede, abandonando a las llamas lo que no puede cargar. Los observadores lo comparan con los éxodos de la guerra para dar una idea de su escala, pero imagino que eso no les va a decir a ustedes mucho. La catástrofe ha surgido de ningún lugar, y nadie sabe qué infiernos está ocurriendo…
Presidente:
¡Pero necesitamos a esos hombres! ¡Los tupas están a tiro de mortero de San Pedro Sula!
Estado:
Dejemos que los morenos hagan su propio sucio trabajo por una vez. Esto no son simples disturbios… es una guerra civil.
Defensa:
Me temo que eso es en líneas generales cierto, señor Presidente. Ya no se trata de una acción subversiva. Es más bien lo que uno podría esperar si alguien hubiera.
PARTE DE LA TRANSCRIPCIÓN OMITIDA
DISPONIBLE TAN SOLO PARA PERSONAL CON
AUTORIZACIÓN DE SEGURIDAD TRIPLE-ESTRELLA
así que por supuesto el antídoto nunca fue almacenado. Debemos intentar obtener una cantidad importante de él de alguna compañía farmacéutica inmediatamente. Mientras tanto… bien.
Inteligencia:
Mientras tanto, sólo hay una cosa que podamos hacer. Poner la zona bajo ley marcial, todo el Estado si es necesario, y acordonarla con tropas con órdenes de disparar a matar si alguien se niega a obedecer.
Justicia
: Sí, no hay otra alternativa, señor. Este país simplemente no está equipado para enfrentarse a cuatrocientos mil lunáticos.
F
ERNANDO:
…Bien, que tenga en cuenta,
Que no conseguirá el descanso hasta que el mundo,
El gran globo de este orbe de mares y tierras,
Tictaquee a placer como el reloj de una iglesia.
Tú eres un engranaje, Juan, como lo soy yo:
El nos moldeó redondos, y nos dotó de dientes,
Y nos revistió de oro…
J
UAN:
Di más bien: ¡nos castró!
F
ERNANDO:
Ajá, eso hizo, hermano. Y todo esto
Forma parte de su mecanismo. Entiende, él es el áncora;
Nosotros seguimos su ritmo como un simple mecanismo;
Los ducados son el aceite que hace girar el eje
Sin un chirrido.
J
UAN:
¡Yo chirriaré, lo juro! Despotricaré.
Y apelaré a los huracanes en su cabeza,
¡Conjuraré terremotos bajo su paso!
F
ERNANDO:
No tienes escapatoria, Juan. Estás encadenado.
Ante tu vana furia asentirá educadamente
Y dirá que has venido a dar la hora,
Y te dará las gracias…
—«La tragedia de Ercole», 1625.
—Gracias. Amigos y compatriotas americanos, ningún presidente de los Estados Unidos ha tenido nunca una tarea más dolorosa que la que me abruma en este momento. Es mi triste deber informaros que nuestro país se halla en estado de guerra. Una guerra que no ha sido elección nuestra. Y, además, no una guerra con bombas y tanques y misiles, no una guerra que sea luchada por soldados valientes en el campo de batalla, marineros desafiando el hostil mar, aviadores surcando el cielo… sino una guerra que debe ser luchada por vosotros, el pueblo de los Estados Unidos.
«Hemos sido atacados con las más cobardes, las más monstruosas, las más diabólicas armas jamás concebidas por mentes tortuosas. Hemos sido víctimas de un ataque combinado a la vez químico y biológico. Todos sois conscientes de que nuestras cosechas fracasaron desastrosamente este verano. Nosotros, los miembros de mi equipo y yo, pospusimos el anuncio de la verdad con la vana esperanza de que podríamos contener la amenaza de los jigras. Ya no podemos seguir haciéndolo. Es bien sabido que fueron introducidos deliberadamente en este país. Son la misma plaga que arruinó toda la agricultura de Centroamérica y condujo al triste y lamentable conflicto de Honduras.
«Pero eso hubiéramos podido soportarlo. Nosotros los americanos somos un pueblo adaptable, valeroso, acostumbrado a sufrir. Hacemos lo que es necesario. Pero hay algunos entre nosotros que llevan el nombre de «americanos» y son traidores, dispuestos a derrocar el gobierno legítimo, libremente elegido, a hacer imposible el trabajo de la policía, a denigrar y despreciar el país al que amamos. Algunos de ellos se adhieren a credos extranjeros, el comunismo de Marx y Mao; alguno otros, detestablemente, se adhieren a credos también extranjeros aunque generados dentro de nuestras fronteras… los trainitas, cuyo líder, gracias a Dios, se halla a buen recaudo en una cárcel aguardando su justo castigo por secuestrar a un muchacho inocente y privarle de su libertad e infectarle con horribles enfermedades que pusieron en peligro su vida.
«Estamos luchando contra un enemigo que se halla entre nosotros. Lo reconoceremos por sus palabras tanto como por sus actos. Una de las grandes ciudades de nuestra nación se retuerce actualmente en la agonía debido a que sus reservas de agua, el precioso flujo diamantino que alimenta nuestras vidas, han sido envenenadas. Vosotros quizá digáis: ¿cómo podemos resistir a un enemigo cuya arma es el chorro que mana de nuestros grifos, el distribuidor de agua fresca en el que saciamos nuestra sed en la fábrica o en la oficina? ¡Y yo os diré esto! ¡Sois vosotros, el pueblo de nuestra gran nación, quien debe proporcionar la respuesta!
«No va a ser fácil. Va a ser muy duro. Nuestros enemigos han tenido éxito reduciendo nuestros stocks de alimentos hasta tal punto que vamos a tener que compartir todos lo que queda. Tras mis palabras, seréis informados de las medidas de emergencia que hemos puesto en marcha para una equitativa distribución de los alimentos que tenemos. Seréis informados también de los planes que tenemos para silenciar a los traidores y subversivos conocidos. Pero el resto os corresponde a vosotros. Sabéis quién es el enemigo… os lo encontráis en el trabajo, le oís hablar de traición en las reuniones, lo habéis visto acudir a los actos del frente comunista, habéis observado los libros antiamericanos en su biblioteca, os habéis negado a reír sus pretendidos chistes que arrastran el nombre de los Estados Unidos por el fango, habéis cerrado vuestros oídos a su propaganda antiamericana, les habéis dicho a vuestros hijos que se mantengan alejados de sus hijos que están aprendiendo a seguir sus traidores pasos, los habéis visto en una manifestación trainita, sabéis cómo han mentido y difamado a los leales americanos que han levantado nuestro país hasta convertirlo en la nación más rica y poderosa de la historia.
«Amigos míos, vosotros me elegisteis para conduciros al tercer siglo de la existencia de nuestro país. Sé que se puede confiar en vosotros para que hagáis lo que es correcto. Sabéis quién es y dónde está el enemigo. ¡Golpead antes de que él os golpee!
—¿Has oído lo que ha dicho ese hijo de puta de Train?
—¡Claro que lo he oído! ¡Y ni siquiera se ha celebrado aún su juicio!
Toc, toc.
Sucio, sin afeitar, vestido con ropas que llevaba desde hacía más de una semana, Philip buscó su pistola antes incluso de abrir los ojos. Aún era casi oscuro en la sala de estar del apartamento, donde habían decidido establecer la base de su hogar. Les habían cortado la electricidad desde el inicio de la emergencia. También les habían cortado el agua. Antes de que las pilas de su transistor se agotaran, habían sabido que había sido el agua lo que había vuelto loca a la ciudad… y a Harold.
El niño permanecía sentado en un rincón, sucio, indiferente, chupándose el pulgar y mirando al infinito. No había hablado desde que matara a su hermana. Cualquiera hubiera dicho que era un autista.
Josie estaba en el congelador, con la tapa cerrada. Estaba empezando a oler mal. Pero eso no era nada comparado con el hedor que brotaba del cuarto de baño.
Denise, tan sucia como él mismo, sin su peluca, con las cicatrices de su tiña estriando su cuero cabelludo, se alzó y susurró:
—¿Quién puede ser?
—¿Cómo mierda quieres que lo sepa? —restalló Philip, apoyándose en la esquina de la mesa y apartando el sueño de sus ojos con los nudillos de su mano que sostenía la pistola. Se sentía realmente enfermo esta mañana, peor que ayer, pero habían roto su único termómetro cuando intentaron tomarle la temperatura a Harold, y sus dos únicas expediciones al exterior no lo habían llevado hasta la farmacia. La primera había sido para recuperar su pistola; la segunda no había conseguido nada excepto la información de que todas las tiendas de comida de las cercanías habían sido saqueadas. Estaban viviendo de hamburguesas super congeladas y de zumo de naranja.
Se dirigió hacia la mirilla rodeando su improvisado fuego. No era divertido vivir en un moderno apartamento sin ninguna de sus comodidades. El gas había sido cortado casi al mismo tiempo que la electricidad. Habían tenido suerte de encontrar una plancha de amianto sobre la que colocar las parrillas de su cocina.
Miró cautelosamente fuera, y se envaró.
—¡El Ejército! —dijo en un soplo, y al mismo tiempo oyó ruidos en el apartamento contiguo, que había permanecido completamente silencioso durante dos días.