El rebaño ciego (39 page)

Read El rebaño ciego Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El rebaño ciego
8.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mierda, hombre, ¿por qué no pensamos en eso? —Tab se dio una palmada en la frente, smack.

—¿Pero por qué una redada en el campus? —preguntó una de las chicas a las que Hugh se había beneficiado antes, Cindy, creía que se llamaba. Una estudiante. Negra.

—Alguien izó una bandera con la calavera y las tibias en ese gran palo al lado de la vivienda del decano…

—¡Oh, fantástico! —Cindy se cayó de espaldas en un acceso de risa, alzándose la camisa, que era todo lo que llevaba, para mostrar lo que podría llamarse su tatuaje negativo: una calavera cuyos ojos eran sus pezones, cuyas mandíbulas mordían su ombligo, y las tibias cruzadas intersectándose en su pubis afeitado. Estaba hecho con cirugía cosmética menor, y podía ser borrado en cualquier momento. Ella siempre le había dicho a la gente que podía ser borrado.

—Ajá —murmuró Hugh—. Pero el resultado es que se han hecho aporrear y meter en la camioneta.

Hubo un silencio mientras colgaba el teléfono. Ossie dijo de pronto:

—Debemos devolverles el golpe. ¡Debemos devolvérselo!

—¡No sirve de nada golpear y echar a correr! —restalló Carl—. ¡Hay que golpear directamente al hombre que da las órdenes!

—Bien, ¿quién da las órdenes? —Ossie se volvió hacia él.

—¡Los ricos! Mierda, muchacho, ¿quiénes otros pueden ser?

—De acuerdo. Y tenemos un conducto que nos lleva hasta los ricos… ¿no te has dado cuenta? He pensado mucho en eso. Hugh, ¿cuánto puede valer Roland Bamberley?

Algunos de los oyentes volvieron a lo que estaban haciendo antes de la llamada, la mayoría a la fornicación pura y simple, pero unos cuantos se quedaron para escuchar porque tenían la impresión de que aquello era importante.

—¡Cristo, millones! ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¡No lo sé!

—¿Alguna vez te has encontrado con él? —insistió Ossie.

—Bueno, sólo una vez. En casa de Jack Bamberley.

—Y ese hijo suyo… ¿cuál es su nombre?

—¡Oh, Hector! —Hugh se echó a reír. Estaba cargado de marihuana y de khat, y también quizá la L-dopa le estaba haciendo efecto; todas tres estaban luchando dentro de su cabeza haciéndole flotar.

—¡Mierda, es una idea ridícula! Mantiene a su hijo envuelto entre algodones. ¿Sabes que ni siquiera le permitió comer con nosotros? Comida especial comprobada por su químico particular. Viaja a todos lados con una guardia especial, día y noche… armada, por supuesto. Infiernos, os juro que apenas pude ver su rostro. ¡No se quita su máscara filtro durante todo el tiempo que está al aire libre, ni siquiera en Colorado!

—¿Y cuántos años tiene… quince?

—Calculo. A punto de cumplir los dieciséis, quizá. —Pero Hugh, cuyas risas habían pasado, empezaba a sentirse desconcertado—. ¿Para qué todo esto?

—Un momento. Un pequeño momento. ¿Leíste cómo obtuvo su padre esa exclusiva de los purificadores de agua japoneses para todo el Estado?

—Ajá, pusieron uno gratuitamente en donde vamos a desayunar a veces. Hicieron una propaganda enorme. Carteles por todas partes.

—Bien, ¿no crees que Hector debería estar un poco menos protegido, y el resto de nosotros un poco más? —Ossie se inclinó hacia adelante—. ¿Qué te parecería acercarnos a él y… esto… invitarle a ver cómo vive la otra mitad? —Hizo un gesto hacia la habitación llena de humo, englobando en él a toda la mugrienta ciudad que se hallaba al otro lado.

Hubo un desconcertado silencio. Finalmente Carl dijo:

—¿Quieres decir algo así como secuestrarlo? ¿Para pedir un rescate?

—¡Oh, mierda! —empezó Hugh, pero Ossie lo interrumpió:

—Nada de dinero, muchacho. No un rescate en efectivo. Estoy pensando en… —hizo un gesto en el aire como para coger al azar un número en una tómbola— …algo así como veinte mil purificadores de agua instalados gratis, si desea ver de nuevo a su chico.

—¡Hey, eso es música! —exclamó Tab, que se había quedado a escuchar—. Sí, tiene sentido. ¡Hagámoslo! —a Cindy, que le sobaba la entrepierna. Inmediatamente la discusión se hizo general, y las ideas surgieron en tromba, a razón de una docena por minuto y la mayoría absurdas.

Pero mientras tanto Hugh permanecía sentado contra la pared y pensando: Cristo, es una locura y puede funcionar. Sólo, simplemente sólo,
puede
.

Encajaba con el espíritu de lo que estaba ocurriendo en toda la nación, también… podía despertar un gran apoyo, especialmente en las ciudades… y estaba infernalmente mucho más cerca de los ideales básicos trainitas que el arrojar bombas.

Si no hubiera sido por Ossie, por supuesto, nunca hubiera pasado del sueño de la droga a la ejecución real. Hugh no estaba seguro siquiera de cómo se había desarrollado… en el momento en que se dio cuenta de que él iba a ser el personaje clave de todo el asunto se hundió, y seguía hundido el día que lo hicieron. Pero Ossie había pasado quince años en el mundo underground, y lo habían arrestado aquí y allá, pero nunca había pasado mucho tiempo en chirona debido a que poseía un instinto para la autoconservación que estaba a medio camino de la paranoia. También tenía contactos, y sabía utilizarlos.

Roland Bamberley se había divorciado de la madre de Hector hacía años, y mantenía una sucesión de respetables amantes, negándose a volver a casarse porque deseaba el control total de su fortuna. El y su hijo vivían en una Residencia Fortaleza (¿dónde si no?) cerca de Point Reyes, edificada en torno a un lago artificial con limpia agua fresca y montones de altos árboles destinados a mantener el aire puro. Obviamente no era aconsejable intentar el trabajo allí. No con ex-marines tiradores de élite patrullando.

Pero Hector salía de tanto en tanto al aire libre, aunque siempre acompañado invariablemente por su guardaespaldas armado. Uno de sus amigos de la misma supercara escuela preparatoria a la que asistía vivía en la ladera de la colina que dominaba Sausalito, que se había convertido en una zona residencial de lujo durante los últimos cinco años, debido a que la vegetación seguía siendo lujuriante y algún azar de la micrometeorología hacía su aire mejor que la media. Ossie tenía un amigo que trabajaba en una estación de televisión local. Servicialmente, el hombre les hizo saber que si no estaba de viaje durante las vacaciones de verano Hector llamaba a su amigo una vez a la semana para jugar una partida de tenis por la mañana (en el interior del complejo, naturalmente), tras lo cual el otro muchacho se quedaba a comer con él.

Así que exploraron la zona mientras Ossie trabajaba algunos otros de sus contactos, y trazaron una ruta de vuelta a Berkeley desde el norte que evitaba los puentes principales, e hicieron un par de ensayos generales completos con todos los detalles excepto uno: el que para la operación real deberían robar un coche y luego abandonarlo.

Y, mucho más pronto de lo que esperaban, llegó el día.

Hugh estaba viviendo todo aquello como en un sueño. Si hubiera creído que lo que estaba ocurriendo era real, se hubiera orinado en sus calzoncillos de puro terror. Tal como iban las cosas, sin embargo, se sentía más bien tranquilo.

Justo en la esquina de la casa del amigo de Hector, que quedaba oculta de la carretera por densos árboles y arbustos, había una señal de stop. El Cadillac azul oscuro con aire acondicionado se detuvo en ella obedientemente. Hugh apareció a plena vista, y sonrió, y saludó con la mano, y dio unos golpecitos en la ventanilla del coche. Se había puesto su mejor —o más bien el que había sido, hasta hacía uno o dos días, el mejor de otro— traje, y se había afeitado, y se había adecentado hasta parecer presentable.

—Hey, ¿tú no eres Hector? ¿Hector Bamberley? —gritó.

Al volante, el guardaespaldas se giró, con una mano hundiéndose en su chaqueta en busca de su arma. Hector, que no llevaba ninguna máscara dentro del coche, por supuesto —los Cadillacs tenían los mejores precipitadores existentes en el mercado—, parecía educadamente desconcertado y un poco asustado.

—¡Soy Hugh! ¡Hugh Pettingill! ¡De tu tío Jack!

El reconocimiento llegó poco a poco. Una palabra al guardaespaldas, que frunció el ceño, y luego recordó también su anterior encuentro. Se relajó, luego se tensó de nuevo cuando Hector tocó automáticamente el botón del cristal de su ventanilla.

—¡Hey, póngase la máscara si va a abrir esa…!

Pero entonces ya era demasiado tarde. Hugh había arrojado la granada anestésica dentro del coche. Aterrizó en mitad del asiento delantero. Hugh se giró y echó a correr hacia la cuneta.

La granada contenía el mejor compuesto antidisturbios del ejército de los Estados Unidos, el PL. Había sido enviada desde Honduras. Ossie conocía a alguien que conocía a alguien. Y siempre había demandas de arsenal.

Aguardaron los tres minutos preceptivos. El pie del guardaespaldas se había deslizado del freno, por supuesto, pero el coche sólo había recorrido unos pocos metros cruzando la calle y se había detenido al chocar contra la acera opuesta. Habían decidido correr el riesgo de que Hugh fuera reconocido. En dos casos de cada tres el PL producía amnesia temporal, como un golpe en la cabeza. Era muy probable que cuando se despertara no recordara nada.

Entonces aparecieron los demás, procedentes de entre los arbustos, y Ossie llegó conduciendo el coche tipo familiar que habían robado, y metieron a Hector detrás cubriéndolo con una manta, y se fueron.

—Tiene un aspecto más bien verde —murmuró Hugh cuando lo metieron en la habitación, más bien un anexo de gran tamaño, que habían dispuesto en casa de Kitty. Ella no había vuelto desde su detención en la fiesta del Cuatro de Julio, y nadie parecía saber dónde estaba, excepto que no era en la cárcel, pero estaban seguros de que lo hubiera aprobado si hubiera sabido lo que estaban haciendo.

Era un escondrijo sin ventanas, aunque muy bien ventilado —se habían asegurado de ello—, con paredes de cemento, una buena puerta maciza con cerradura, y un fregadero en una esquina cuyo grifo funcionaba correctamente. Lo amueblaron con un sofá cama, un orinal y una provisión de papel higiénico, y algunos libros y revistas para ayudarle a pasar el tiempo. Iba a odiar aquello. Pero no era mucho peor de lo que tenía alguna gente para vivir todo el tiempo.

—¡Parece enfermo! —dijo Hugh, más fuerte esta vez.

—Seguro que lo está —gruñó Ossie, metiendo las envaradas piernas del muchacho en la cama—. Siempre lo están cuando se despiertan del PL. Pero tenemos la promesa del Pentágono de que no es letal. —Sonrió sin humor.

—Yo voy a echar al correo la nota del rescate —añadió, y se dio la vuelta para marcharse.

Cuando Hector Bamberley se debatió de vuelta desde las profundidades del coma, encontró a Hugh sentado en el suelo y apoyado contra la pared rodeado de colillas, algunas de khat. Uno podía masticarlo, tomarlo en infusión, fumarlo… hasta introducírselo por el ano, aunque Hugh no había probado nunca ese último método. De todos los demás, había decidido que prefería fumarlo. Se apresuró a ponerse su mascarilla filtro.

—¿Qué…? —dijo Hector. Intentó sentarse. Cayó hacia atrás. Lo intentó de nuevo. Estaba grande para su edad, tan alto como Hugh, y en bastante mejor forma física. Lo cual era lógico, vista la forma en que había sido mimado durante toda su vida.

Estuvo a punto de vomitar —habían dejado el orinal a mano por si acaso—, pero consiguió dominarse. Al tercer intento logró sentarse y enfocó sus ojos. Estaba muy pálido, y había un tono quejumbroso en su voz cuando dijo:

—Yo… ¿le conozco? Creo haberlo visto…

Sus palabras se estrangularon en su garganta.

—¿Dónde estoy? —Con un grito—. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Hugh seguía mirándole fijamente.

—Le conozco. —Apoyando ambas manos en sus sienes y tambaleándose—. Usted es… No, no le conozco, creo.

Hubo un silencio, durante el cual se recuperó de los peores efectos y fue capaz de dejar caer sus manos y recobrar un poco el color de sus mejillas.

—¿Dónde estoy? —dijo de nuevo.

—Aquí.

—¿Qué van a hacer conmigo?

—Cuidarte —gruñó Hugh—. Cuidarte muy bien. Gastándonos lo que sea necesario. ¡Mira! —Metió la mano bajo la cama, casi rozando el pie de Hector, y extrajo una bandeja de plástico en la que habían puesto comida: salchichas, ensalada, pan, fruta, queso, y un vaso de agua. No había ningún aviso de no beber en circulación en aquellos momentos, así que habían decidido tomar el hecho al pie de la letra.

—Todo es de Puritan. ¿Entiendes?

—¡No entiendo!

—Pues es sencillo —suspiró Hugh—. No vas a morirte de hambre, esto es lo primero. Ni vas a ser maltratado… ni nada parecido.

—Pero… —Hector hizo un esfuerzo por dominarse. Entre los temas que mejor le enseñaban en su carísima escuela el principal era el autocontrol—. De acuerdo, no estoy aquí ni para morirme de hambre ni para ser maltratado. ¿Para qué, pues?

—Porque tu padre heredó una fortuna hecha a base de arruinar la Tierra. Ahora pretende hacer otra gracias a la mierda de sus antepasados. Por eso vamos a mantenerte aquí, y alimentarte… todo de Puritan, lo mejor de lo mejor… hasta que tu papaíto acceda a instalar veinte mil de esos nuevos filtros para el agua completamente gratis.

Pero Hector no estaba escuchando seriamente.

—¡Ya sé quién eres! —dijo de pronto—. ¡Te peleaste con Tío Jack y te fuiste de casa!

—¿Comprendes lo que te he dicho? —Hugh se puso en pie. ¡Maldita necesidad de llevar la mascarilla filtro!

—Oh… Sí, creo que sí. —Hector parecía nervioso. No era extraño—. Dime, yo… esto… necesito ir al lavabo.

Hugh señaló.

—¿Qué? ¿Pretendes decir que no me vais a dejar ni ir al lavabo?

—No. Puedes lavarte ahí en el fregadero. Te daremos una toalla. —Hugh frunció los labios, pero la máscara impidió que su gesto se viera—. No sé por qué quieres ir tan insistentemente al lavabo, además. Aquí no tenemos ninguno de los purificadores de agua de tu papaíto. Tenemos que contentarnos con la que sale del grifo. Piensa en eso. Vas a tener montones de tiempo para ello.

Dio dos golpes a la puerta con los nudillos ligeramente flexionados. Ossie había marcado una pauta: nadie entraría en la habitación sin mascarilla, nadie entraría sin alguien aguardando fuera tras la puerta cerrada, que no abriría hasta que oyera el número convenido de golpes, que sería cambiado cada vez.

Tab abrió rápidamente, y Carl estaba tras él preparado para bloquear cualquier escapatoria. Ambos iban con mascarilla.

Hugh salió, y la puerta fue cerrada con llave.

Other books

A Regency Christmas Carol by Christine Merrill
Sanctified by Mychael Black
Charisma by Jo Bannister
Keeping the Promises by Gajjar, Dhruv
A Librarian's Desire by Ava Delany
The Hunger by Lincoln Townley
Southern Romance by Smith, Crystal