El quinto jinete (39 page)

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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
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Golpeó una de ellas con su linterna.

—Es curioso —dijo—. ¡Cualquiera diría que está vacía!

Probó en otras cajas y tuvo que rendirse a la evidencias: todas estaban vacías.

—¡Walsh! —gritó, indignado, como si se tratase de lingotes de oro robados de una caja fuerte—. ¿Dónde están las galletas?

El teniente contempló, compasivo, al experto de Washington.

—¡En Nicaragua!

—¿Cómo es posible que estén en Nicaragua?

—¿Recuerda usted aquel tifón que la devastó en 1975? Enviamos las galletas a las víctimas del siniestro—. El policía emitió una risita sarcástica—. Un bonito regalo, ¿verdad? Parece ser que todos los que las comieron cayeron enfermos. Estaban podridas.

Oglethorpe sintió que se le cortaba el resuello. «Decididamente —pensó— todo es desmesurado en Nueva York, ¡hasta la incuria!»

—¿Y los otros refugios? —preguntó al fin, en tono apagado.

Walsh agachó la cabeza.

—No todos están tan vacíos, Mr. Oglethorpe. Incluso algunos de ellos están habitados… y no solamente por las ratas… También lo están por pandillas de chicos que van a birlar la morfina de los botiquines para pincharse.

Guiados por Pedro, los dos hombres regresaron. En la escalera, la linterna de Oglethorpe iluminó de pronto una de las insignias que adornaban la chaqueta del guardián. En el colmo del desaliento, el experto consideró el mensaje inscrito en ella como el consejo más juicioso que podían darle en aquellas horas trágicas.

«Jesús es nuestro salvador —proclamaba la insignia—. Confiadle vuestros problemas».

En Washington, los miembros del Comité de Crisis esperaban el regreso del presidente y de Jack Eastman. A excepción de los militares, estaban todos en mangas de camisa, con la corbata floja y el cuello desabrochado. Parecían en el límite de sus fuerzas. Se levantaron penosamente al entrar el presidente, el cual, con un ademán, les invitó a sentarse de nuevo. No estaba de humor para andarse con ceremonias. También él se quitó la chaqueta y se arremangó, mientras su consejero exponía la situación.

—Nuestro encargado de Negocios en Trípoli acaba de recibir una llamada telefónica de Salim Jalud, primer ministro libio —dijo Jack Eastman—. Gadafi está dispuesto a hablar con usted a las diecinueve horas según el meridiano de Greenwich. —Echó una mirada a los relojes—. Es decir, al mediodía, según nuestro horario, o sea, dentro de veintisiete minutos. La comunicación se establecerá por el circuito de radio de nuestro Boeing
Catastrophe
. Gadafi habla inglés, pero es probable que prefiera expresarse en árabe, al menos para empezar. Esos caballeros —y señaló a dos funcionarios de cabellos grises, sentados al extremo de la mesa—, son los intérpretes del Departamento de Estado. Sugiero que se proceda de la manera siguiente: uno de los dos intérpretes nos hará una traducción confidencial simultánea, a fin de que sepamos inmediatamente lo que dice Gadafi. Cada vez que Gadafi haga una pausa, para que pueda traducirse lo que ha dicho, el segundo interprete tomará el relevo. Durante esta traducción oficial, dispondremos de algunos momentos para ponernos de acuerdo y preparar la respuesta. Si necesitamos un poco más de tiempo, pediremos al segundo intérprete que pregunte a Gadafi el sentido exacto de alguna palabra o de alguna expresión.

El presidente aprobó con un movimiento de cabeza. Jack Eastman prosiguió:

—Naturalmente, hemos tomado medidas para registrar las palabras de Gadafi y su traducción. Todo será tomado taquimecanográficamente. Varias secretarias se turnarán para dactilografiar todo lo que se diga. Y allá abajo —añadió señalando un pupitre negro con múltiples esferas—, tenemos un analizador de la voz proporcionado por la CIA, que nos revelará la más ligera señal de tensión o de nerviosismo en nuestro interlocutor.

Eastman concluyo su exposición presentando al presidente a los doctores Jagerman, Tamarkin y Turner, sentados al otro extremo de la mesa. La presencia de este equipo médico no causó la menor sorpresa a los asistentes. Aunque la cosa fuese poco conocida por el público, las altas esferas gubernamentales norteamericanas tenían, en efecto, por costumbre recurrir a los consejos de los psiquiatras.

—Apoyándose en su experiencia como negociadores con terroristas, estos caballeros recomiendan encarecidamente que no hable usted personalmente con Gadafi —declaró Eastman.

El presidente reprimió un movimiento de asombro.

—Quiero darles las gracias, caballeros —dijo calurosamente—, porque su ayuda nos será de gran valor. Particularmente la de usted, doctor Jagerman. —El holandés inclinó ceremoniosamente la cabeza—. Pero, dígame: ¿por qué no quieren que hable con Gadafi?

Jagerman repitió los argumentos que había expuesto anteriormente en el despacho de Eastman.

—Mi colega tiene toda la razón, señor presidente —confirmó el doctor Tamarkin—. Al obligarle a dialogar con alguien que no sea usted, conserva las manos libres para preparar tranquilamente su respuesta. —El psiquiatra norteamericano había empleado esta táctica con éxito en Washington, a raíz de un secuestro de rehenes por una secta de musulmanes negros—. Dicho en otras palabras: le tenemos en vilo y, de paso, nos tomamos tiempo para reflexionar.

—Me parece que, de momento, es él quien nos tiene en vilo a nosotros —observó amargamente el presidente—. ¿Y a quién sugieren ustedes que confíe el papel de negociador?

—Esperamos que Gadafi se avenga a hablar con el general Eastman —respondió Jagerman—. Todo el mundo sabe que es su colaborador más íntimo.

Los dedos del presidente tamborilearon nerviosamente sobre el borde de la mesa.

—Muy bien, señores, acepto su propuesta. Esperemos que Gadafi la acepte también. No dudo de su perfecto conocimiento de la mentalidad de los delincuentes; pero la de un jefe de Estado no responde forzosamente a los mismos criterios. Quisiera, a este respecto que me explicasen qué puede impulsar a un hombre como Gadafi a actuar de esta manera. ¿Se ha vuelto loco? ¿Tiene manía de poder?

El psiquiatra holandés cerró un momento los ojos. ¡Cuánto habría preferido encontrarse en su tranquilo consultorio de Ámsterdam!

—Lo más importante no es saber si padece o no paranoia, señor presidente. Lo que interesa es descubrir sus motivaciones. Personalmente, comparto la opinión de su CIA: no tiene nada de loco.

—Entonces, ¿por qué ha organizado una maquinación tan propia de un demente?

¡Ah! —Las cejas de Jagerman se alzaron formando dos acentos circunflejos—. El rasgo dominante de su personalidad es su tendencia a la soledad. En la escuela, durante su infancia, y después en la academia militar, en Inglaterra, fue siempre un solitario. Y sigue siéndolo, ahora que es jefe de Estado. Ahora bien, la soledad es muy temible. Cuanto más se repliega un hombre sobre sí mismo, más se arriesga a convertirse en peligroso. Los terroristas son fundamentalmente individuos aislados, marginados, excluidos, que se agrupan alrededor de un ideal, de una causa. Su insatisfacción les impulsa a actuar. La violencia es su manera de afirmar su existencia ante la faz de la Tierra. La soledad en la acción les da entonces un complejo de superioridad. Tan persuadidos están de la justicia de su posición, que se toman por semidioses, por encarnaciones del Derecho.

El presidente miraba a Jagerman con tal curiosidad, que el holandés bajó la mirada unos segundos antes de proseguir:

—A medida que Gadafi sintió crecer su aislamiento frente a las otras naciones árabes y se sintió más y más separado de la comunidad mundial, se hizo en él más obsesionante aquella necesidad de actuar, de demostrar al mundo su existencia. Y se erigió en paladín de los palestinos. Está absolutamente convencido de la legitimidad de su causa. Y ahora, gracias a su bomba H, se imagina ser Dios Padre y se dispone, al margen de toda noción del bien y del mal, a administrar él mismo su justicia.

—Si es tanta su megalomanía, ¿por qué perder el tiempo tratando de hablarle? —objetó el presidente.

—No trataremos de hacerle entrar en razón, señor presidente. Procuraremos convencerle de la necesidad de que nos dé un plazo más largo, de la misma manera que siempre tratamos de persuadir a un terrorista de la necesidad de liberar a sus rehenes. Muchas veces, con el tiempo, el mundo irreal en el que se complace el terrorista se derrumba a su alrededor. La realidad le sumerge, y entonces se quiebran sus mecanismos de defensa. Lo propio podría ocurrir con Gadafi. La realidad, el descubrimiento de las consecuencias de su acción, podrían paralizarle de pronto.

El psiquiatra apuntó al aire con el dedo índice como siempre que quería hacer una advertencia o recalcar un punto concreto.

—Pero, si se produce, este instante será terriblemente peligroso. En tal momento, el terrorista está dispuesto a morir, a suicidarse de una manera espectacular. Entonces es enorme el peligro de que haga perecer al mismo tiempo a sus rehenes. En tal caso… —Jagerman no terminó la frase, todos habían comprendido—. En cambio —siguió diciendo— la mejor ocasión de ganarle al terrorista por la mano, si puedo expresarme así, y de apartarle del peligro, puede presentarse en el mismo instante. Convenciéndole de que es un héroe, un héroe que se ve obligado a someterse honorablemente a fuerzas superiores.

—¿Y piensa usted que conseguiríamos manipular a Gadafi de esta manera?

—Es una esperanza. Nada más. Pero la situación no ofrece muchas alternativas.

—Está bien. ¿Cómo vamos a maniobrar?

—Saberlo es el objetivo final, señor presidente. Sólo hablándole podremos decirle cuál es la mejor táctica. Por esto es esencial que podamos entablar un diálogo con él. Pues nuestra estrategia dependerá de lo que aprendamos escuchándole. Ante todo, es primordial que cada uno de los presentes —y el psiquiatra paseó la mirada sobre sus oyentes— acepte esta situación y se diga que, en definitiva, ganaremos.

«Aunque… —pensó el médico holandés, reflexionando sobre sus propias palabras—, no siempre se acaba ganando…»

Sonó la campanilla de encima de la puerta. Todos los ocupantes del oscuro café de Brooklyn —cinco o seis jovenzuelos encogidos sobre sus taburetes de tapicería desgarrada, el cafetero barrigón y mal afeitado, el trío con chaqueta de cuero que jugaba al billar eléctrico— se volvieron para observar a los tres policías que entraban en su santuario. No se oía en la sala más ruido que el «clic-clac» de la bolita de plomo que rebotaba de un resorte a otro y el «ting» de las luces que marcaban el tanteo en el cuadro del aparato.

—Mal asunto —murmuró Angelo a Rand; esos mocosos tienen un sexto sentido para olerse «las visitas».

Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros, avanzó despacio junto al mostrador, escrutando todos los rostros. Eran todos ellos descuideros que trabajaban regularmente en la estación de Flatbush y que, entre las horas punta, venían aquí a descansar, ante una taza de café y un vaso de tequila. Malone se detuvo a un metro del billar eléctrico e hizo una seña a uno de los mozos de chaqueta de cuero para que se acercase.

—Eh, Mr. Malone! —gimió el chico, retorciéndose como un bailarín de discoteca en un baile de noche de sábado—. ¿Qué quiere de mí? ¡Yo no he hecho nada!

—Quisiéramos tener una pequeña conversación contigo —dijo Malone, en tono almibarado—. En el coche.

Malone y Angelo se acomodaron en el asiento delantero del Chevrolet, con el ratero entre los dos. Rand se disponía a subir a la parte de atrás, pero su compañero de equipo le detuvo.

—Será mejor que vuelvas al café, pequeño, y que abras bien los ojos —le aconsejó—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

El colombiano se había echado a temblar entre los dos policías. Su cabeza oscilaba como un parabrisas en día de lluvia.

—¿Por qué me detiene, Mr. Malone? —gimió débilmente—. Le juro que no he hecho nada.

—No te detengo —le respondió Malone—. He venido a pedirte un pequeño favor. Un pequeño favor que te pagaré cuando vuelvas a hacer una trastada.

Sacó las fotografías de Yolanda Belíndez y de Torres y las plantó ante las narices del ratero. Angelo observaba fijamente el rostro del muchacho. En menos que canta un gallo, vio lo que buscaba: un estremecimiento casi imperceptible. El chico había reconocido los retratos.

—¿Conoces a esas alhajas? —preguntó Malone.

El ratero pareció reflexionar.

—No. No les conozco. No los he visto nunca.

Antes de que el ratero tuviese tiempo de darse cuenta de lo que pasaba, Angelo le agarró el brazo derecho y empezó a retorcérselo.

—¡Mi amigo te ha hecho una pregunta!

Gotas de sudor aparecieron en la frente del muchacho. Miró alternativamente a los dos inspectores.

—¡Les juro que no le conozco!

Angelo le retorció un poco más el brazo. El ratero lanzó un grito.

—¿Has probado alguna vez a birlar una cartera con un brazo escayolado? Si no contestas a mi amigo, te romperé los huesos como si fuesen palillos.

—¡Bastar ¡Se lo diré!

Angelo soltó su presa.

—Son nuevos. Sólo los he visto una vez.

—¿Dónde están metidos? ¡Contesta!

—En Hicks Street. Al otro lado de la Express Way. No sé en qué casa. Sólo les vi una vez, lo juro.

Angelo le soltó el brazo.

—¡Gracias, amigo! —le dijo, abriendo la portezuela.

El general Bertrand detestaba leer las transcripciones de las escuchas telefónicas. Y no era que el director del SDECE tuviese el menor escrúpulo en lo tocante a la moralidad del procedimiento. Por el contrario, sus años en el Servicio Secreto le habían enseñado que podían ser auxiliares preciosos. Si detestaba aquellos documentos era porque encontraba deprimente su lectura. Nada mejor para revelar el vacío y la mediocridad de la mayoría de las existencias que los frutos de aquella vigilancia electrónica del alma humana.

Al menos esperaba descubrir, en las conversaciones de Paul Henri de Serre durante su larga estancia en Libia, la marca de una brillante inteligencia. Por eso se sintió defraudado al comprobar que De Serre era más que un funcionario vulgar. Un hombre intachable, sin la menor singularidad inconfesable que hubiese permitido al general apretarle las clavijas. Ni siquiera tenía amantes, o, si las tenía, no las llamaba nunca por teléfono. «En realidad —pensó Bertrand, divertido—, ¡la aparente fidelidad conyugal de ese tipo es sin duda lo único chocante de su carácter!»

El general se frotó las cejas con los dedos índice y pulgar. El grueso legajo de escuchas abarcaba un período de varios meses. Una de las transcripciones mostraba a Serre discutiendo a lo largo de páginas enteras con el director administrativo del centro nuclear de Fontenay aux Roses, para conseguir la promoción de tres de sus ayudantes al grado superior, lo cual habría significado su propio ascenso y, en consecuencia un aumento de su sueldo. Bertrand observó con interés que la conversación había terminado con un intercambio de observaciones personales.

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