—Son ya las once dadas, ¡y ese maldito barril estallará mañana al mediodía! ¿Te imaginas que tendremos tiempo de echarles la zarpa a quinientos rateros? Identificar al que birló… o no birló… la cartera de ese tipo; descubrir a quién entregó las tarjetas de crédito; encontrar al perista… ¿Todo esto antes del mediodía de mañana? ¿Estás soñando, papaíto?
—¿Qué quieres que te diga? —suspiró Angelo, en tono indiferente—. De momento, es lo mejor que tenemos. En realidad, hijito, es LO ÚNICO que tenemos de momento.
Acababa de desembocar en Fulton Street y veía Camden Plaza, casi a la entrada de la rampa que sube hacia el puente de Brooklyn.
—Además, no seremos tú ni yo quienes impidamos que explote esa mierda de barril. Ni ninguno de los que estamos aquí. Nosotros sólo estamos para la galería. Son los hombres de Washington quienes deben conseguirlo. ¡No unos operarios como nosotros!
Prácticamente, los «jefazos» de Washington no habían interrumpido sus sesiones desde su reunión con el alcalde de Nueva York, un par de horas antes. Para dar a los periodistas la ilusión de una situación normal, el presidente se empeñaba en atender los compromisos de su calendario oficial. Ahora acababa de volver a su sitio entre los consejeros de su Comité de Crisis. En seguida formuló la pregunta que todos tenían en la mente:
—¿Qué noticias hay de Trípoli? ¿Está dispuesto Gadafi a hablar con nosotros?
—Acabamos de comunicar por teléfono con nuestra Embajada —respondió el subsecretario de Estado—. Nuestro encargado de Negocios se halla todavía en el cuartel de Bab Azziza. Nadie parece estar al corriente de nada.
Herbert Green, secretario de Defensa, dejó de morder su pipa. Parecía pensar en alta voz.
El hecho de que nuestro destructor
Allan
captase una conversación telefónica de Gadafi no es una prueba fehaciente. Nadie ha visto al libio desde que empezó este asunto. Nadie le oyó proferir directamente su amenaza. Se trata de una escalada tan fantástica en el campo del chantaje, que puede uno preguntarse: ¿Sabemos de cierto que él está detrás de todo esto? ¿No es posible que esté él mismo prisionero de sus propios lugartenientes o de un grupo de terroristas palestinos?
La atención general se volvió al director de la CIA.
—Hemos previsto esta eventualidad —dijo el almirante Bennington— y nuestra respuesta es: «No». El programa nuclear libio ha formado siempre parte de un campo reservado exclusivamente al coronel. En cuanto a los palestinos, los ha tenido siempre fuertemente sujetos. Además, nuestro laboratorio acaba de confirmar que la voz de la casete que recibimos es indudablemente la suya.
—¡Más vale tarde que nunca! —gruñó el presidente.
Bennington esbozó una forzada sonrisa.
—Según el análisis que hemos podido hacer de la conversación registrada por el
Allan
—siguió diciendo—, parece que no se halla sometido a ninguna coacción.
—Razón de más para que tratemos de hablar con él urgentemente —insistió Eastman.
—¡Así es! —recalcó el presidente—, y se volvió al director del FBI—. ¿Hay alguna novedad en Nueva York?
Joseph Halborn se disponía a responder cuando una luz roja centelleó en el teléfono del subsecretario de Estado.
—Señor presidente —anunció Middleburger—. El centro de operaciones del Departamento de Estado está recibiendo en este instante un
cherokee nodis
de Trípoli. —Un
cherokee nodis
era un telegrama considerado como de máxima prioridad por el Departamento de Estado
[13]
—. Lo tendremos dentro de unos segundos.
A medida que llegaba al séptimo piso del Ministerio de Asuntos Exteriores, el despacho cifrado era automáticamente absorbido por un ordenador, que lo descifraba y lo retransmitía por un teletipo especial al centro de telecomunicaciones contiguo a la sala del Consejo Nacional de Seguridad. Middleburger acababa apenas de colgar cuando entró un oficial y entregó a Eastman el telegrama de Trípoli.
—Señor presidente, nuestro encargado de Negocios acaba de hablar con Gadafi.
—Y bien?
—Gadafi declara que todo cuanto tiene que decir se encuentra en la casete que le envió. Se niega a hablar con usted.
«¡Águila-uno a Águila-base!
¡Fox-base ha cortado la comunicación!»
«¡Cuán equivocados están los que calumnian a los policías!», pensaba el importador Gerald Putman. El no se había tomado siquiera el trabajo de denunciar a la policía la desaparición de su cartera, convencido, como cualquier ciudadano en situación parecida, de que su denuncia no motivaría la intervención de quienes tenían cosas más importantes en que ocuparse. Y, sin embargo, hete aquí que se hallaban reunidos en su despacho un inspector de graduación visiblemente elevada, un agente del FBI y el jefe de la Brigada de Rateros, todos ellos deseosos de descubrir lo que había sido de su cartera.
—Muy bien, Mr. Putman —declaró Angelo Rocchia—, pero resumamos por última vez. Usted pasó toda la mañana del viernes aquí, en su despacho. Después, a eso de las…
—Doce y media.
El policía consultó el trozo de periódico que había empleado para tomar notas.
—Exacto. Así, pues, a las doce y media se dirigió usted al mercado del pescado de Fulton Street, para almorzar en casa de Luigi. Aproximadamente a las dos de la tarde, metió la mano en su bolsillo para sacar la cartera y pagar la cuenta con su tarjeta del American Express. Entonces descubrió que su cartera había desaparecido. ¿Es así?
—Así es.
—Entonces regresó aquí, donde guarda los números de todas sus tarjetas de crédito, y pidió a su secretaria que llamase a las diferentes entidades para anunciarles la pérdida.
—También esto es exacto, inspector.
—¿Y no se tomó la molestia de denunciar el hecho en la Comisaría más próxima?
Putman sonrió, confuso.
—Lo siento, inspector; pero me dije que, con todo el trabajo que tienen ustedes, un incidente tan nimio no tendría…
Angelo miró a su interlocutor con insistencia. Era un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura y complexión atlética, cabellos negros rizados y tez mate mediterránea.
—Tratemos ahora de reconstruir todo lo que hizo usted en la mañana del viernes —dijo al inspector neoyorquino—. Ante todo, ¿dónde suele llevar su cartera?
—Aquí —dijo Putman, golpeando el bolsillo derecho de atrás de su pantalón de franela gris.
—Supongo que aquel día llevaría chaqueta y gabán —terció Tommy Malone, el jefe de la Brigada de Rateros.
—Desde luego. Puedo mostrárselos.
Abrió un armario y sacó una chaqueta gris de
tweed
a espigas y un abrigo del mismo color y con cuello de piel. El policía examinó las dos prendas y pasó los dedos por las aberturas de la espalda.
—Sin duda es muy práctico para los rateros —declaró Malone, sonriendo.
Guiado por Angelo, el importador contó lo que había hecho en la mañana del viernes 11 de diciembre. Había salido de su casa de Oyster Bay, Long Island, un poco antes de las ocho. Como de costumbre, su esposa le había llevado a la estación. El había comprado
The Wall Street Journal
y esperado apenas dos minutos, en el andén, el paso del tren de las 8.07. Se había sentado al lado de su amigo y compañero de
squash
, Grant Ottley, que era uno de los directores de IBM. Se había apeado en la terminal de Flatbush Avenue, en Brooklyn, y terminado a pie el trayecto hasta su oficina. No recordaba nada anormal ni extraño, ya fuese en el tren, en la estación o durante su paseo. Nadie había tropezado con él ni le había empujado, y no se había producido ningún movimiento insólito a su alrededor. Nada que hubiese podido llamar su atención.
—Parece que nos enfrentamos con un verdadero trabajo de artista —comentó Malone, con admiración.
—Así parece —suspiró Angelo, perplejo.
Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo.
—Mr. Putman, vamos a mostrarle algunas fotografías. Tómese todo el tiempo que crea necesario. Examínelas cuidadosamente y díganos si cree haber visto una de estas caras en alguna parte.
Si es verdad que los viajes forman la juventud, los jóvenes de ambos sexos cuyas fotos colocó el jefe de la Brigada de Rateros sobre la mesa del importador, debían corresponder a una élite cultural bastante notable. En efecto, pocos trotamundos podían alardear de un mayor conocimiento de las capitales del mundo. Ninguna gran concentración internacional, ya se tratase de los Juegos Olímpicos de Montreal, de Lake Placid o de Moscú, o de la elección del Papa en el Vaticano, del jubileo de la reina Isabel en Londres o de la Copa del Mundo de Fútbol en Buenos Aires, podía celebrarse sin su presencia. Dejando aparte estos acontecimientos espectaculares, sus terrenos predilectos eran los hipódromos, los grandes almacenes, las estaciones, las iglesias y, en general todos los lugares particularmente frecuentados. En efecto, todos aquellos jóvenes detestaban la soledad. Representaban la flor y nata de la comunidad mundial de los rateros.
Casi todos los individuos de cabellos negros y tez mate cuyas instantáneas pasaban por las manos de Gerald Putman eran de origen colombiano. Así como el país vasco exporta pastores, y Amberes, talladores de diamantes, este país de América Latina exporta café, esmeraldas, cocaína… y rateros. En las míseras calles de Bogotá, capital de Colombia, funcionaban numerosas escuelas de rateros. Hijos de campesinos pobres eran vendidos a los propietarios de estas escuelas, para aprender en ellas el oficio. En la Plaza de Bolívar o en la avenida de Santander ciertos especialistas les enseñaban todos los trucos de su arte: cómo cortar un bolsillo con una navaja, cómo abrir un bolso, cómo desprender un reloj de una muñeca. La prueba final consistía en sustraer varios objetos de un maniquí lleno de campanillas.
Terminada la instrucción, eran agrupados en equipos de dos o tres —el buen ratero no trabaja nunca solo—, y enviados a recorrer el mundo acaudalado de los capitalistas, cuyos bolsillos les rendían más de un millón de dólares al año.
Putman había examinado unas cincuenta fotografías cuando se detuvo ante el retrato de una hermosa morena de busto provocativo bajo un jersey ajustado.
—¡Creo que a esa la he visto en alguna parte! Me parece que es una chica a la que estuve a punto de hacer caer el otro día, al pie de la escalera de la estación… Sí, sí… Sin duda es ella. Ahora me acuerdo. Estaba leyendo un prospecto sin dejar de andar, cuando choqué de lleno con ella. ¡Lamentable! Tuvo que agarrarse a mí para no caer.
—Mr. Putman —dijo Angelo—, ¿por casualidad ocurrió eso el viernes?
El importador cerró los ojos para reflexionar.
—Creo que sí.
Angelo tomó de nuevo la fotografía y examinó, a su vez, la linda cara de la joven y su opulento pecho, como desafiando al fotógrafo de la policía oculto entre la multitud de viajeros.
—Usted no chocó con esa chica, Mr. Putman; ¡fue ella quien se le echó encima! A los rateros les gusta mucho trabajar con muchachas tetonas. Estas se pegan a la víctima, mientras su cómplice le vacía los bolsillos. ¡Es un truco clásico!
Angelo observó un ligero rubor en las mejillas del importador.
—No se preocupe, Mr. Putman. Uno pierde siempre un poco los estribos cuando tropieza con una joven pechugona. Incluso los hombres de Oyster Bay, como usted.
El alcalde de Nueva York seguía con gran irritación los movimientos del especialista en protección civil que había venido de Washington en su mismo avión. Jeremy Oglethorpe corría de un rincón a otro del despacho del jefe de policía para colgar sus diagramas, sus cuadros y sus planos, con el dinamismo de un agente de publicidad que iniciase una campaña de propaganda de un nuevo dentífrico. «Incluso tenía la desfachatez —observó Stern— ¡de tararear en sus narices la marcha triunfal de “Aída”!»
Ambos habían aterrizado en helicóptero, pocos momentos antes, sobre el tejado de la jefatura de policía.
—¡Perfecto! —exclamó Oglethorpe, echando una ojeada satisfecha a su material—. Puedo empezar mi exposición.
El jefe de policía se volvió a uno de sus colaboradores.
—Digan a Walsh que suba —ordenó el jefe de policía.
Timothy Walsh, de origen irlandés, de treinta y siete años, un metro ochenta y seis de estatura, ojillos maliciosos en su cara de boxeador, era el funcionario que dirigía el Servicio de Protección Civil de la policía neoyorquina. Activo y ambicioso, había sido retirado de la Sección de Información para resucitar este moribundo servicio. Y lo había conseguido. Todas las catástrofes capaces de afectar a Nueva York eran de su competencia. En particular las que más atraían a los medios de comunicación: marejadas, tifones, temporales de nieve, averías gigantes de la electricidad, todas las calamidades que podían tejerle una corona en la jefatura de policía, hinchar su presupuesto y aumentar sus equipos. Paradójicamente, las cuestiones de evacuación y de defensa pasiva en caso de ataque nuclear ocupaban el último peldaño en la escala de sus preocupaciones. Porque… según explicaba, la gente no quiere saber. Cuando se le muestra este espantajo, responde: «¡Basta! ¡No me vengan ahora con sus bombas rusas! ¡Hay treinta centímetros de nieve delante de la puerta de mi garaje!» Una frase no carente de cinismo resumía su filosofía sobre el tema: «Nunca pierdo ocasión de ir a Washington a arrodillarme en el altar de los horrores nucleares, pero en realidad lo hago a fin de obtener dinero federal para las cuestiones que importan realmente a los neoyorquinos, como la compra de grupos electrógenos en previsión del próximo apagón».
Walsh entró silbando entre dientes. Pero su desenvoltura cesó de pronto al ver a tantos jefazos reunidos. El jefe se le echó literalmente encima.
—Walsh, ¿tenemos un plan de evacuación de Nueva York?
El funcionario se quedó aturdido. ¿A qué venía la súbita pregunta? ¿Qué sucedía?
—En realidad, el plan existía. Incluso tenía un título rimbombante:
Plan operacional de supervivencia para la zona amenazada de Nueva York. Volumen I. Plan básico
. Redactado en 1972, tenía 202 páginas y era generalmente considerado como nulo y sin valor. El propio Walsh no lo había leído nunca. Y, que él supiera, tampoco lo había hecho nadie de su servicio.
—Señor jefe de policía, la última vez que consideramos un problema de evacuación fue en diciembre de 1977. La sociedad Consolidated Edison quería hacer transportar gas licuado en barco, por el East River, hasta su depósito de Berrian Island. Nos preguntaron si estábamos en condiciones de evacuar los barrios del East Side, en caso de producirse alguna fuga de gas o algún accidente.