—Será mejor que vayas tú a comprar las provisiones, Whalid. Llamarás la atención menos que yo. Sería una estupidez correr riesgos inútiles.
Whalid le hizo un guiño afectuoso y se apeó del coche. Leila conectó la radio. Tal vez su hermano había recobrado la calma; pero ella se sentía más febril y angustiada a medida que pasaban las horas. Hizo girar los botones hasta que encontró una música cuyo estruendo la ayudaría a borrar sus negras ideas. Sus manos se crisparon sobre el volante. «No pienses. Haz el vacío…» Pero volvía a ver incesantemente la imagen de Michael, la imagen de un Michael desintegrado por la bola de fuego, devorado el rostro por los rayos mortales calcinado en un alarido de dolor. Era inútil que sé repitiese que la bomba no llegaría a explotar, que los norteamericanos aceptarían el ultimátum de Gadafi en el último momento, que el monstruoso ingenio sería desactivado a tiempo; la hipótesis inversa del cataclismo desencadenado no dejaba de torturarla.
Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no oyó abrirse la portezuela. Whalid depositó sobre el asiento una caja de víveres de la que sobresalía una botella de whisky Johnny Walker.
—¿Y tu úlcera? —preguntó, confusa.
—¡No te inquietes por ella!
De las treinta y seis horas dadas por Gadafi en su ultimátum, habían transcurrido ya diez. En París, eran las cuatro de la tarde del lunes catorce de diciembre. El general Henry Bertrand, director del SDECE había conseguido al fin encontrar al ingeniero francés que había dirigido la construcción del reactor atómico vendido por Francia a Libia. Los ojos medio cerrados y el aire impenetrable del jefe del Servicio francés de Información podían dar la impresión de que su mente estaba a miles de kilómetros de allí. En realidad, estaba cautivada por el ondulante trasero de la joven criada española que le había introducido en el salón de un elegante apartamento del distrito 16.
o
. El director de SDECE examinó el lugar. Una larga galería de cristales daba sobre el Bosque de Boloña, por donde él había paseado a caballo hacía unas horas. Las paredes estaban adornadas con vitrinas tapizadas de terciopelo rojo, para hacer resaltar la colección de objetos de arte oriental y grecorromano. Nacido en Indochina, Bertrand apreciaba como aficionado experto los tesoros de Oriente. Ciertas piezas de origen indio, como una estatuilla del dios Shiva en gres rosa, que calculó que sería del siglo siete u ocho, eran, sin duda, muy valiosas. Pero la joya de la colección era una admirable cabeza romana, colocada sobre una mesa baja en el centro del salón. De tamaño dos veces mayor que el natural y suavemente nimbado por el haz luminoso de un foco, aquel mármol irradiaba una belleza como raras veces había contemplado el director del SDECE.
Bertrand oyó que se abría una puerta y vio aparecer un hombre de pequeña estatura, rollizo, calvo, envuelto en una bata de seda roja abrochada hasta debajo de la barbilla y que caía sobre sus pies calzados con chinelas de terciopelo rojo adornadas con una hebilla dorada. «Un mandarín —pensó— o un cardenal camino de la capilla Sixtina para asistir a un cónclave».
Paul Henri de Serre era uno de los más antiguos personajes de la Comisaría Francesa de Energía Atómica. Había empezado su carrera trabajando en
Zoé
, la primera pila atómica francesa, un aparato tan primitivo que sus barras de uranio eran accionadas por el motor de una máquina de coser. Después se había especializado en la construcción de centrales electronucleares, cosa que le había valido frecuentes estancias en los países a los que exportaba Francia sus instalaciones atómicas. Por esta razón había sido recientemente encargado de supervisar el montaje del reactor vendido a Libia y de asegurar su funcionamiento durante el critico periodo inicial de seis meses.
—Eso de levantar un dedo acusador contra nosotros es muy típico de nuestros amigos norteamericanos —suspiró el ingeniero, cuando Bertrand le hubo explicado el motivo de su visita—. Hace años que envidian nuestros triunfos. Es absurda la idea de que los libios hayan podido extraer plutonio de nuestro reactor.
Cómodamente instalado en un sillón Luis XVI, cruzadas las manos sobre el ligero abultamiento de la panza, Bertrand encendió un Gitane.
—Nuestros especialistas confirman su opinión —convino—. Pero sería muy engorroso que ese plutonio hubiese sido sustraído de nuestra instalación. Dígame usted, señor, ¿no ocurrió nunca nada en Libia que pudiese infundirle la menor sospecha? ¿Algo desacostumbrado, excepcional?
—Absolutamente nada.
—¿No hubo nunca…, qué sé yo…, defectos en el funcionamiento del reactor, incidentes mecánicos inexplicables?
—¡Ninguno! Pero, en todo caso es evidente que a Gadafi le encantaría tener un poco de plutonio. Cada vez que se pronuncia la palabra nuclear en presencia de los árabes, los ojos de éstos echan chispas. Lo único que puedo decirle es que no pudo sacar su plutonio de nosotros.
—¿Tiene alguna idea de dónde pudo obtenerlo?
—¡En absoluto!
—¿Y qué me dice de sus técnicos? ¿Había entre ellos personas que simpatizasen con la causa árabe? ¿Tipos dispuestos a ayudar a los libios?
—Como usted sabe, todas las personas que tenemos allá abajo fueron objeto de una investigación previa por parte de la DST. Precisamente para eliminar la clase de individuos a que usted se refiere. Aparte eso la mayoría de aquellos llegaron a Libia con sentimientos más bien favorables a la causa árabe. Pero debo añadir acto seguido que la colaboración con los libios entibió su fervor con bastante rapidez.
—¿Son difíciles los libios?
—Imposibles.
«He aquí un hombre que no les profesa un gran afecto», pensó el general.
Después de una hora de conversación, el jefe del SDECE se hallaba igual que antes. El origen del plutonio de Gadafi seguía siendo un misterio. Sin duda había sido un robo puro y simple, pero, ¿dónde?
—Bueno, mi querido señor, creo que he abusado bastante de su tiempo —dijo cortésmente, levantándose.
—Si puedo prestarle alguna ayuda, no vacile en acudir a mí —se apresuró a ofrecer el ingeniero.
En el momento de salir, Bertrand se sintió nuevamente impresionado por la asombrosa belleza de la cabeza romana, por la serenidad perfecta de aquella máscara que proyectaba su mirada de mármol inalterada por los siglos.
—¡Qué maravilla! —exclamó extasiado— ¿Dónde la encontró?
—Procede de Leptis Magna, paraje arqueológico situado a unos cien kilómetros al este de Trípoli—. Paul Henri de Serre acarició la cabellera marmórea con arrobada expresión—. Es hermosa, verdad?
—¡Magnífica! —Bertrand señaló las vitrinas a lo largo de las paredes—. ¡Como toda su colección!
Se acercó a la cabeza de Shiva.
—Esta pieza es también excepcional. Yo diría que tiene al menos mil doscientos o mil trescientos años. ¿La descubrió en la India?
—Si. Estuve destinado allí a principios de los años setenta, en calidad de consejero técnico.
El general contempló la piedra delicadamente esculpida.
—Es usted un hombre afortunado, Monsieur De Serre, realmente afortunado.
En Nueva York, el
Fed
Jack Rand terminó el examen del último manifiesto de la Hellias Stevedore. Volvió a dejarlo cuidadosamente en su sitio, se abrochó el cuello, se ajustó la corbata y se levantó. Entonces vio con irritación que su compañero de equipo había terminado su paquete hacia rato. Con los pies apoyados sobre la mesa, Angelo Rocchia devoraba tranquilamente un pedazo de pastel de chocolate que había cogido de una fuente de golosinas abandonada en un rincón de la oficina. Charlaba apaciblemente con el empleado de la compañía.
—Bueno, aquí hemos terminado —declaró secamente el
Fed
, haciendo ademán de salir—. Deberíamos darnos prisa en ir a ver el muelle siguiente.
Como si no lo hubiese oído, Angelo empezó a lamer, casi religiosamente, los restos de chocolate que habían quedado en sus dedos. «Ese boquirrubio es un verdadero incordio —pensó—. Parece que le hubieran metido un cohete en el culo. A menos —pensó de pronto—, que sepa algo que nadie quiso decirme a mí».
El policía volvió a poner sus pies en el suelo y observó durante un momento el paquete de manifiestos de encima de la mesa. Con vivo ademán agarró la hoja superior, se levantó y sin decir palabra al
Fed
, se plantó frente al empleado.
—Dime, Tony, ¿tienes más papelotes sobre este cargamento de diatomeas?
Picardi examinó el manifiesto del
Dyonisos
y sacó una carpeta negra de un archivador. Había una para cada barco que atracaba en su muelle. En ellas guardaba un ejemplar de los conocimientos de embarque de todas las mercancías descargadas, el aviso de llegada enviado al transportista, el documento de entrega visado por la Aduana, y una hoja de muelle. Sacó la hoja de muelle correspondiente a la última llegada de barriles de diatomeas procedentes de Libia. En ella figuraba el nombre del camionero que había retirado la mercancía, el número de matrícula del vehículo, la hora en que habla salido de los
docks
y la descripción de la carga.
—¡Oh, sí! Recuerdo este caso. Generalmente es Murphy quien viene a buscar la mercancía de ese viejo carguero. Pero aquel día no fue así. Vino un tipo con un camión de la casa Hertz.
Rand golpeó con el dedo el manifiesto que sostenía Angelo.
—¿No ves que esos barriles pesan sólo quinientas libras?
—¿En serio? —exclamó el policía, con aire de fingida estupefacción. Y, dirigiéndose a Picardi, señalando a Rand con el pulgar, añadió—: Ese chico tiene sesos. ¡Es un verdadero ordenador!
—Entonces, ¿por qué perdemos el tiempo aquí, cuando todavía nos faltan dos muelles por revisar?
Angelo dio un cuarto de vuelta a la derecha y miró con calma al
Fed
.
¿—Quieres que te diga una cosa, hijito? Tienes razón. Hemos de ir a otras partes. Pero antes, dicho sea entre nosotros, hay que hacer dos o tres pequeñas comprobaciones. Así podrás hundir la cabeza en la almohada y dormir como un ángel esta noche, en el bonito motel donde te han instalado tus jefes. Sabrás que lo has comprobado todo. ¡Que no has dejado nada en el aire!
Angelo se volvió de nuevo al empleado.
—¿No habrá nadie por aquí que pueda recordar algo, Tony?
Picardi examinó el pie de la hoja de muelle.
—Tal vez los dos que descargaron la mercancía.
Angelo anotó el nombre de los dos descargadores en un trozo de periódico.
—
Okey, l´ami
—dijo, hinchando el pecho—, ¿te importaría llevarnos allá abajo y presentarnos a esos caballeros? —Chascó los dedos en dirección a Rand—. ¡Ven, hijito! Ahora tendrás ocasión de saber cómo es un muelle de Brooklyn.
El Brooklyn Ocean Terminal era un túnel interminable y oscuro, tan grande como un campo de fútbol y donde reinaba intensa actividad. Montañas de mercancías se apilaban en todas partes hasta el techo. Efluvios de especias y de café torrefacto flotaban en el polvo, y daban al inmenso local un ambiente de bazar oriental. Penetrando a intervalos regulares por las puertas de acceso a los desembarcaderos largos haces de luz proyectaban un pálido resplandor sobre el ballet de las carretillas elevadoras que evolucionaban como tejedores sobre la superficie de un estanque.
En el extremo del túnel, una enmohecida escalera subía a la plataforma superior. Aún podía leerse en sus flancos: «Embarco de tropas». A su lado había una especie de jaula con barrotes de madera. Era «el cofre» para guardar las mercancías valiosas: cajas de coñac español, de
spumanti
italiano, de marfil del Senegal, de objetos de nácar balineses. Angelo y Rand pasaron por delante de pirámides de botes de aceitunas aceite turco de girasol, de sacos de anacardos de la India, de balas de algodón del Pakistán, de fardos malolientes de pieles de Afganistán.
—Es todo un supermercado lo que tiene ahí dentro. No puedes imaginarte la cantidad de chucherías que esos tipos se reservan para ellos.
Picardi caminaba dos o tres metros delante de ellos con la hoja de muelle del
Dyonisos
en la mano.
—Eh, Tony! —preguntó Angelo—, ¡vienen muchos camiones de alquiler a buscar mercancías?
—No —respondió el empleado, sin volverse—. Dos o tres a la semana. Depende.
Condujo a los visitantes hacia un grupo de
dockers
que descargaban café y se acercó a un hombrón que llevaba su gancho en la mano. Angelo observó que el blanco de sus ojos estaba estriado de hilillos rosados. «Un aficionado al vino», pensó. Picardi agitó la hoja de muelle.
—Estos caballeros quieren saber si recuerdas algo acerca de esta mercancía.
Detrás, se había interrumpido el trabajo. Los hombres hablan formado un círculo mudo, hostil, alrededor de Angelo y de Rand. El descargador no miró siquiera el documento.
—No —gruñó, con voz ronca—. No recuerdo absolutamente nada.
«El alcohol le ha hecho perder también la memoria» —se dijo Angelo. Buscó en su bolsillo el paquete de Marlboro. Hacía cinco años que había dejado de fumar, pero siempre llevaba cigarrillos encima además de cacahuetes. Para invitar. Pues habla aprendido cuando era un joven guindilla, que no hay nada mejor que ofrecer alguna cosa para romper el hielo.
—Toma,
Gumbo
—dijo, en italiano—. Fúmate uno.
Mientras el hombre encendía el cigarrillo, Angelo prosiguió:
—Escucha, lo que venimos a hacer aquí nada tiene que ver con vuestros pequeños líos… ¡Ya me entiendes!
El descargador lanzó una mirada de reojo a Picardi. Con un ligero movimiento de las cejas, el empleado le indicó que podía hablar.
—¿Qué aspecto tenían esos barriles? —preguntó amablemente Angelo.
—Pues…, de bidones. De bidones grandes.
—¿Recuerdas el tipo que vino a buscarlos?
—No.
—Quiero decir si era un parroquiano. Un tipo que conocía el lugar, la tonada, la costumbre, ya sabes…
La alusión a la costumbre de dar una propina a los que descargan las mercancías tuvo por efecto amansar al
docker
.
—¡Sí! Me acuerdo de aquel cagón—. Hizo chascar la lengua entre los dientes—. Hubo que recordarle los buenos modales, y, cuando comprendió, sacó del bolsillo un billete de cincuenta dólares. Sí, ¡claro que me acuerdo de él!
Angelo sintió que su sangre corría con más fuerza. «¿Quién era capaz de soltar cincuenta dólares de este modo? —pensó. Desde luego, ¡no un italiano! ¡Y menos un irlandés!» En realidad, nadie que frecuentase los
docks
. Sólo un extranjero, desconocedor de las costumbres de los muelles.