Abe Stern era un hombrecillo de apenas un metro sesenta de estatura, calvo como una bola de billar. Unos ojos vivarachos detrás de las enormes gafas de montura especial, un rostro al que unos hábiles cirujanos estéticos habían devuelto un frescor casi juvenil, y un ardor y una petulancia que dejaban sin resuello a los que le rodeaban hacían olvidar que el día siguiente iba a celebrar su septuagésimo segundo aniversario. Percibiendo de pronto un olor a cigarro barato, se irguió vivamente para golpear la nuca de su guardaespaldas, un coloso de ciento veinte kilos que fumaba al lado del chófer, con la cabeza hundida entre las páginas deportivas del
Daily News
.
—Ricky —gruñó el alcalde—, voy a pedir al jefe de policía que te aumente el sueldo, ¡para que puedas comprar cigarros que no apesten!
—¡Oh! Discúlpeme, señor alcalde, ¿le molesta el humo?
Stern lanzó una imprecación y se volvió a su oficial de prensa, sentado a su lado.
—Entonces, ¿cuántos cacharros han podido al fin poner en las calles?
—Tres mil ciento sesenta y dos —respondió Víctor Ferrari.
—¡Los muy miserables! —estalló el alcalde.
Dentro de una hora escasa, Stern iba a dar una conferencia de prensa en la que tendría que explicar a una horda de periodistas prestos a despedazarle, las causas de la increíble lentitud con que los servicios municipales habían limpiado la ciudad, después de la tempestad de nieve del jueves. Pensaba en ello con el entusiasmo del hombre que va al dentista a hacerse sacar una muela del juicio.
—Esta ciudad tiene más de seis mil cacharros, ¡y la policía urbana no puede poner siquiera la mitad de ellos en las calles! —exclamó, indignado.
Era precisamente el cálculo en que se ensañarían los periodistas. Ya le parecía estar oyendo a los
speakers
de los noticiarios denunciando una vez más la ineficacia de su administración.
—Ya sabe usted, señor alcalde, que casi todos esos camiones son de más de veinte años —balbució Ferrari—, tratando de excusarse.
—Tienen, Víctor, tienen. ¡Dios mío! —gruñó Stern—. Tengo un guardaespaldas que quiere asfixiarme, un jefe de servicios urbanos incapaz, y un oficial de prensa que ni siquiera sabe hablar correctamente.
Ferrari asumió un aire afligido.
—Hay algo más, señor alcalde.
—¡No quiero saberlo!
—Friedkin, ese tipo del sindicato de servicios urbanos, exige un jornal triple por el trabajo de ayer.
Stern miró enfurecido las negras aguas del East River y buscó la manera de aprovechar su conferencia de prensa para darle un palo al insaciable jefe sindicalista. Pero a pesar de sus protestas, en el fondo gozaba con las brutales contiendas que se entablaban en las conferencias de prensa. «Camorrista», era el adjetivo más comúnmente empleado para describir a Abe Stern, y el término no podía ser más adecuado. Había nacido en un miserable zaquizamí del Lower East Side de Manhattan, hijo de un inmigrante judío polaco que planchaba pantalones en el taller de un sastre y de una mujer de origen ruso que cosía blusas en uno de aquellos talleres que parecían presidios del barrio de la confección. El joven Abe había pasado unos años de infancia muy duros en aquel barrio cruel de predominio judío, rodeado de islotes de inmigrantes italianos e irlandeses; un barrio donde la posición de un niño dependía de su habilidad en servirse de los puños. ¡Maravilloso sistema! Al joven Stern le entusiasmaba la lucha. Soñaba en llegar a ser boxeador profesional, como su ídolo, el campeón de los pesos medios Battling Lavinsiky. Todavía recordaba las asfixiantes noches de verano en que se dormía mecido por el rumor de las conversaciones de los mayores en los rellanos de las escaleras de incendio, imaginando los triunfos que un día alcanzaría en el ring.
Un súbito
handicap
físico había puesto fin a las esperanzas de Abe Stern. A los quince años había dejado de crecer. Pero si Dios le había negado un cuerpo capaz de convertir en realidad sus sueños infantiles, en cambio le había otorgado un don infinitamente más precioso: un cerebro bien equilibrado. Abe lo había puesto, ante todo, a prueba en la escuela municipal, y, después, en la Universidad de Nueva York donde había cursado la carrera de Derecho. El año en que obtuvo su título de abogado, había encontrado un nuevo ídolo, un camorrista muy diferente del boxeador al que había idealizado en su infancia: Franklin Roosevelt, el inválido de la Casa Blanca cuyo acento patricio llenaba de esperanza a una nación sumida en la depresión. Y Abe se había hecho político.
Había empezado su carrera como agente electoral en la campaña de las elecciones al Congreso en 1934. Responsable de un sector de Brooklyn, había ido de puerta en puerta en solicitud de votos para su candidato, contrayendo de pasada las primeras amistades políticas que un día habían de llevarlo a la alcaldía. Nadie conocía la alquimia de Nueva York mejor que aquel hombrecillo acurrucado en el fondo del coche oficial. Abe Stern había descubierto todos sus misterios en el curso de su larga ascensión. Había frecuentado las sinagogas y los mostradores de los cafés, visitado las tiendas, asistido a veladas de bingo, a fiestas irlandesas, a festivales italianos y a bailes de candad. Había participado en banquetes en honor de más santos que los que Podía contener el calendario. Su estómago había sufrido los ataques de platos incendiarios —pizzas,
gulash
, kebabs,
chops suey
— más que suficientes para destruir para siempre el sistema digestivo de un batallón de mortales corrientes. Con su voz cascada de tenor había cantado la
Hatikvah
en Sheepshead Bay, baladas irlandesas en Queens,
canzonette
siciliana en Little Italy,
lieder
en Yorkville y
blues
en Harlem. Todo esto había hecho de Abe Stern una de las personalidades más astutas, dinámicas, valerosas y, con frecuencia, exasperantes de Nueva York. En realidad, numerosos electores le habían dado su voto, consciente o inconscientemente, porque veían en el indomable hombrecillo el reflejo de lo que ellos mismos se imaginaban ser. Para muchos, Abe Stern ERA Nueva York.
A excepción de la Presidencia de Estados Unidos, el cargo que había acabado por conquistar era el más importante y más complicado que un hombre podía desempeñar. General en jefe de un ejército de 300.000 funcionarios, de los cuales 32.000 eran policías, Abe Stern era responsable de la seguridad y del bienestar 10 millones de americanos, del funcionamiento de 959 escuelas públicas y una Universidad a la que asistían un 1.250.400 hijos de aquéllos; de la conservación y vigilancia de 9.000 kilómetros de calles y de 7.000 vagones que rodaban sobre 380 kilómetros de vías del metro; del funcionamiento de 16 hospitales municipales. Debía atender las necesidades de un millón de parados, evacuar diariamente 20.000 toneladas de basura, comprendidas 500.000 libras de excrementos dejados por un 1.100.000 ciudadanos de cuatro patas. Una hercúlea tarea que había agotado a la larga estirpe de sus predecesores y devorado todos los años la fruslería de 14.000 millones de dólares, equivalente a la sexta parte del presupuesto de la Francia de Valéry Giscard d'Estaing.
El teléfono sonó de pronto en el automóvil Víctor Ferrari, el oficial de prensa, alargó el brazo para descolgarlo, pero la rolliza mano del alcalde fue mas rápida.
—¡Aquí el alcalde! —ladró.
Lanzo varios gruñidos, dijo «Gracias, querida», y colgó. Una beatífica sonrisa iluminó súbitamente su semblante.
—¿Qué sucede? preguntó Ferrari, asombrado.
—¡Imagínate! El presidente ha pedido que vaya a verle inmediatamente. Incluso me ha hecho preparar un avión en la Marine Air Terminal.
Abe Stern se acercó a su oficial de prensa con voz de conspirador, murmuró:
—Apuesto a que se trata del proyecto de reconstrucción del South Bronx. ¡Tengo la intuición de que el baptista de la Casa Blanca va a darnos, al fin, los 2.000 millones de dólares!
Hambrienta después de su noche de amor, Leila Dajani mojó un pedacito de tostada untada con mantequilla en la yema del huevo pasado por agua y lo masticó deleitosamente. Un agradable olor de té de China ahumado flotaba en la suite que ocupaba en Hampshire House.
«Son las siete y media y el termómetro marca cinco grados bajo cero en Mid Manhattan, anunció el transistor colocado sobre la mesita de ruedas. El señor Meteo prevé un día frío, pero soleado. No olviden ustedes que sólo les quedan diez días para hacer sus compras de Navidad…»
Leila cerró de un golpe seco el aparato y sacó su libreta Hermes de direcciones. La abrió en la letra C y buscó el número escrito delante de la palabra «Colombe». Descolgó el teléfono y marcó el número, pero cuidando muy bien de sumar dos unidades a cada una de sus siete cifras.
El teléfono llamó durante un largo rato. Por último, Leila oyó un chasquido en el otro extremo de la línea.
—
Seif
—dijo, en árabe.
—
Al Islam
—respondió una voz.
—Pueden empezar su operación —ordenó, hablando siempre en árabe. Y colgó.
Seif Al Islam
(«el Sable del Islam») era el nombre en clave del programa atómico de Muamar el Gadafi.
El hombre de cara picada de viruela que había respondido a la llamada de Leila penetró en la trastienda de una panadería siria, detrás de Atlantic Avenue, en Brooklyn. Dos acólitos le estaban esperando. Los tres eran palestinos, y los tres, voluntarios. Habían sido elegidos hacía un año por Kamal Dajani, entre una docena de militantes de un campamento del FPLP en las afueras de Alepo, Siria. Los tres hablan ofrecido su vida por la causa. Ninguno de ellos sabía quién había telefoneado, ni de donde procedía la llamada. Solo les habían dicho que esperasen junto al teléfono cada mañana, a las siete y media, la orden que ahora acababan de recibir.
El hombre de cara picada de viruela abrió el horno de una vieja cocina de hierro, saco de él un contenedor de plomo del tamaño de un maletín, cortó metódicamente sus ataduras y lo abrió. Su interior estaba dividido en dos partes. En una de ellas había una serie de anillas del tamaño de sortijas. La otra contenía varias hileras de pastillas de color castaño y de las dimensiones de una tableta de aspirinas efervescentes. Los tres hombres emprendieron la tarea de fijar una pastilla en cada anilla. Después, abrieron el primero de tres cestos idénticos que había en un rincón de la estancia y sacaron de él una paloma. No una paloma mensajera, sino un ave gris absolutamente vulgar, como las que se encuentran en cualquier lugar de Nueva York. Sujetaron una anilla a la pata del ave, volvieron a meter a ésta en su jaula y repitieron la misma operación con cada paloma de las tres cestas.
Cuando todas las anillas estuvieron colocadas en las patas de las palomas, el palestino de cara picada de viruela abrazó a sus dos compañeros. Emocionado y orgulloso, anunció:
—Con esto haremos correr a todos los polis de la ciudad.
Ma Salameh!
Hasta pronto, en Trípoli.
Inch Allah
.
Asió una de las tres cestas y se dirigió a un automóvil aparcado en la calle. Sus dos cómplices le imitaron, a intervalos de quince minutos.
Al otro lado del East River, en la parte baja de la isla de Manhattan, el jefe de policía de la ciudad de Nueva York gozaba en este instante de un raro momento de tranquilidad. Desde la ventana de su despacho del último piso de la ultramoderna jefatura de policía, el irlandés Michael Bannion observaba cómo se elevaba la primera claridad del día sobre los tejados de la ciudad confiada a su vigilancia. Ante él destacaba la silueta familiar del puente de Brooklyn, todos cuyos carriles en dirección a Manhattan estaban ya embotellados Hacia la izquierda, mucho más allá de las columnatas neoclásicas del Tribunal federal, Bannion adivinaba el tejado de la vivienda social de ocho pisos donde había nacido, hacía cincuenta y ocho años. Aunque viviese todo el resto de su vida en la atmósfera aséptica de un despacho como el suyo, le acompañarían hasta el último momento el olor a coles hirviendo de su infancia, el hedor de los retretes de cada rellano, el perfume de la cera en la baranda de madera. Bannion había huido de aquella pobreza eligiendo un camino muy conocido por los hijos dé inmigrantes irlandeses: la policía. Con el mayor ahínco, había subido uno a uno los peldaños, hasta llegar a la cima de este majestuoso y nuevo
building
, situado a menos de dos kilómetros del lugar donde había nacido.
El timbre del teléfono hizo que Bannion volviese a la imponente mesa de caoba que simbolizaba su función, el escritorio que su predecesor Teodoro Roosevelt había utilizado antes de convertirse en presidente de Estados Unidos. Le llamaban por su línea privada. Inmediatamente reconoció la voz de Harvey Hudson, director de la oficina neoyorquina del FBI.
—Michael —dijo Hudson—, se ha producido algo urgente que nos atañe a los dos. Lamento tener que arrancarle de su despacho, pero, por una serie de razones que no puedo exponerle por teléfono, creo que sería mejor que lo discutiésemos en mi casa. Necesitaremos a todos sus inspectores.
Bannion observó la copiosa lista de visitas que su secretaria había dejado sobre su mesa.
—¿Es de veras tan urgente, Harv?
—¡Oh, sí, Michael! —Bannion observó un tono extraño en su voz—. Es urgentísimo. ¡Venga enseguida con el jefe de sus inspectores!
Sin duda había en Nueva York medio millón de apartamentos donde se desarrollaba, esta mañana de diciembre, aproximadamente la misma escena. En el televisor familiar vuelto de cara a la mesa del desayuno, millones de neoyorquinos observaban las noticias matinales. Tommy Knowland, de trece años, vaciaba como un autómata su plato de
cornflakes
y de plátanos cortados en rodajas, captada su atención por la emisión de «Good Morning América».
Sentada a su lado, Grace, su madre, le miraba con ternura mientras tomaba su café. Incluso a hora tan temprana, sin el menor maquillaje, apenas despabilada por un poco de agua fría, y sólo desenmarañados los cabellos por unos cuantos golpes de cepillo, tenía un encanto irresistible.
—¡Huy! ¿Has visto ese
smash
, mamá?
El joven Tommy, muy excitado, había golpeado el borde del plato con la cuchara.
No, querido; pero, ¿crees que podría enviarle a Jimmy Connors la factura por un plato roto?
El niño hizo una mueca y volvió a fijar la mirada en la pantalla.
—Tommy, ¿es que alguna vez…? —Grace bebía su café a sorbitos, con aire pensativo—. Quiero decir, si, desde que tu padre y yo nos divorciamos, has sufrido por encontrarte solo, por no tener un hermano o una hermana…