Ocho minutos y cuarenta y tres segundos habían transcurrido entre la llamada de los altavoces y el momento en que el primer cargamento penetró en el ascensor que conducía a los Phantom.
Estas bombas representaban la última etapa de un programa nuclear que tenía casi tantos años como el Estado de Israel. Promotor de este programa había sido el primer presidente del Estado de Israel, Chaim Weizmann, brillante sabio sionista. Siguiendo su consejo, y a pesar de fuertes oposiciones en el seno del Gobierno, David Ben Gurión, indomable fundador del Estado judío, había impulsado a Israel por el camino del átomo desde principios de los años cincuenta.
Su primer puntal en este campo había sido Francia, que, desafiando a sus aliados angloamericanos, se había embarcado también en un programa de armamento nuclear independiente. Como ya no tenían acceso a la tecnología de los ordenadores norteamericanos, los franceses pidieron ayuda, para ciertos cálculos, a los cerebros del Instituto Weizmann, de Rehovot, en las afueras de Tel-Aviv. Los israelíes le comunicaron también su procedimiento de fabricación de agua pesada. A cambio de ello, Francia les permitió participar en la prueba de su primera bomba atómica en el Sahara, favor gracias al cual se libró Israel de tener que hacer experimentos por su cuenta. Por último, en 1957, los franceses se avinieron a vender a Israel un reactor experimental que funcionaba con uranio natural y que, según sabían los sabios de ambos países, podría un día producir plutonio de calidad militar.
Fue el propio Ben Gurión quien eligió el lugar para las instalaciones atómicas del Estado judío: un pedazo del desierto del Neguev, fácil de aislar y de proteger, a treinta kilómetros al sur de su kibbutz de Sde Boker. Aquel lugar se llamaba Dimona, en recuerdo de la ciudad que se había alzado allí en tiempos de los nabateos. Cuando los ingenieros se instalaron allí para construir el centro nuclear, el Gobierno decidió disimular su verdadero objeto haciéndolo pasar por una fábrica de tejidos. La cúpula plateada que emergió de la arena fue apodada «fábrica de pantalones Ben Gurión».
La vuelta de Charles de Gaulle al poder en Francia, en el mes de mayo de 1958, puso un brusco fin a la colaboración nuclear franco-israelí. Para un nacionalista como De Gaulle, el programa nuclear francés sólo interesaba a Francia. Israel se encontró, pues, con que tenía los conocimientos teóricos necesarios para la construcción de la bomba atómica, pero no el uranio enriquecido o el plutonio indispensable Esto lo encontró en el sitio más inesperado: una fabrica de mísero aspecto de las afueras de Apollo, pequeña ciudad de Pensilvania, a cincuenta kilómetros de Pittsburgh. La Nuclear Materials and Equipment Corporation (NUMEC)
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, fundada en 1957 por un ardiente sionista llamado Salman Shapiro, fabricaba combustible nuclear y recuperaba uranio muy enriquecido, mediante el tratamiento de desperdicios procedentes de los submarinos nucleares norteamericanos. Entre 1960 y 1977, desapareció de la NUMEC la inverosímil cantidad de 250 kilos de uranio de calidad militar. Luego descubriría la CIA que más de la mitad de aquel uranio, suficiente para fabricar todo un arsenal, había ido a parar al Neguev
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. Así fue cómo, respaldado por su primera generación de armas atómicas, pudo el Estado judío lanzar su ataque preventivo en junio de 1967. La segunda generación vio la luz del día gracias al plutonio extraído del combustible quemado en el reactor de Dimona por una instalación de tratamiento construida aquel mismo año 1967
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. A finales de los años setenta, estos esfuerzos habían hecho de Israel la séptima potencia nuclear del mundo.
En realidad, las bombas que salían de su escondrijo en el fondo del desierto formaban parte de una fuerza disuasoria nuclear que podía creerse al menos igual a la de Inglaterra y, sin duda, superior a la de China.
—Párate allí, tengo que comprar cigarrillos.
Yuri Avidar, jefe del Servicio de Información del Ejército israelí, había hecho señal a su chófer para que se detuviese en la avenida de Jaffa, de Jerusalén. Saltó del coche y corrió a comprar una cajetilla de Europa en la tienda de tabacos de la esquina de la calle.
En vez de volver en seguida al automóvil, echó a andar en dirección opuesta, hacia una cabina telefónica que se encontraba a unos treinta metros de distancia.
Avidar se sabía de memoria el número de su corresponsal. Antes de marcarlo, encendió un cigarrillo. Le temblaba la mano. Sintió que gotas de sudor resbalaban en su frente. Se dispuso a echar una moneda en la ranura. Su mano se detuvo a medio camino.
—¡Dios mío! ¡No voy a poder!
Entreabrió la puerta para respirar una bocanada de aire fresco. Entonces le acometió un deseo irresistible de marcharse de allí. Para calmarse, se fumó el cigarrillo succionando largamente. Después, resueltamente, introdujo la moneda en la ranura del aparato v marcó el número de la Embajada de Estados Unidos en Tel-Aviv.
La sirena hizo saltar de sus cómodos sillones a los jóvenes pilotos de las fuerzas aéreas israelíes que estaban viendo la televisión. Tres toques: una misión aire-tierra. Dos toques habrían significado una alerta aire aire. Cogieron sus cascos y sus chalecos salvavidas amarillos, cruzaron corriendo el patio e irrumpieron en el puesto de mando de su escuadrilla. En el mismo momento, las primeras vagonetas que transportaban las bombas atómicas salían de los ascensores en los refugios donde esperaban los Phantom, en el extremo de una pista subterránea que desembocaba en el desierto. La instrucción duró sólo unos minutos, el tiempo necesario para comunicar a los pilotos las frecuencias de radio que habían de emplear en caso de urgencia y las normas de vuelo que tenían que observar para que el ataque estuviese perfectamente coordinado.
Al teniente coronel Giora Laskov, jefe de la escuadrilla y uno de los pilotos más antiguos de Israel, le tocó como objetivo la base aérea gigante de Uba ben Nafi, o sea, la antigua instalación norteamericana Wheelus, en las afueras de Trípoli. A sus compañeros les fueron asignadas como blanco las otras bases libias de Bengasi, Tobruk, Al-Adm y Al-Awi.
Como los tres cuartos de los pilotos israelíes, Laskov, de treinta y cinco años, era un kibutznik. Durante sus quince años de servicio con la élite de las Fuerzas Armadas israelíes había tomado parte en dos guerras y acumulado más de tres mil horas de vuelo, primero en los Mirage y después en los Phantom. Su entrenamiento era tan cabal y tan perfecta su preparación para cualquier clase de urgencia, que ni un solo músculo de su rostro se contrajo al enterarse de que no se trataba ya de un ejercicio, sino de ir a lanzar bombas atómicas de veinte kilotones sobre objetivos enemigos verdaderos.
Como era el que debía cubrir una distancia mayor, Laskov debía ser el primero en despegar. Corría ya hacia su aparato cuando se sintió de pronto abrumado por la enormidad de su misión. Se volvió a los jóvenes pilotos de su escuadrilla. Sus semblantes parecían reflejar el mismo horror que él acababa de sentir. Petrificado, buscó algo que decirles. Pero comprendió que ninguna palabra era adecuada en un momento tan dramático. Se limitó a levantar su casco y a sonreír tristemente, como deseándoles buena suerte a todos. Después, con paso firme, desapareció en el ascensor. Eran las 10.42. Sólo hacía cincuenta y cuatro minutos que el general Dorit había salido de la sala del Consejo de Ministros para llamar al Agujero.
Menachem Begin se quitó las gafas, apoyó la frente en una mano y se frotó suavemente las cejas. Era una señal de la profunda angustia en que se hallaba sumido el Primer Ministro de Israel.
«¿Cómo se habrán enterado?», no dejaba de repetirse, con desesperación. Ningún otro país había tomado tantas precauciones como el suyo para proteger con el más absoluto secreto su fuerza nuclear. Desde la guerra del Yom Kippur, todos los procedimientos concernientes a su eventual utilización habían sido analizados, controlados, pasados por el tamiz de los ordenadores, a fin de asegurarse de que ninguna señal reveladora podría detectarse por satélite ni ninguna conversación comprometedora podría ser interceptada por la vigilancia electrónica. A pesar de ello, y apenas una hora después de dar la orden de atacar a Libia, Menachem Begin había recibido una llamada telefónica del embajador de Francia. Con voz cargada de emoción, el diplomático francés le había transmitido un ultimátum del Kremlin amenazando a Israel con inmediatas represalias nucleares, si no renunciaba inmediatamente a su agresión contra Libia.
«¿Cómo habían podido reaccionar los rusos de una manera tan fulgurante?», se preguntaba Begin, lleno de asombro. Conocía su inercia tradicional al comienzo de toda crisis internacional. Sabía incluso, por su Servicio Secreto, que los dirigentes del Kremlin temían desde hacía mucho tiempo el peligro que implicaba su lentitud de decisión en casos de urgencia. Curiosamente aquella rígida dictadura se convertía de hecho en una especie de democracia en periodos de tensión mundial. Al contrario de Estados Unidos y de Francia, donde un solo hombre podía desencadenar un holocausto nuclear, al menos nueve de los veinticuatro miembros del Comité Central del Partido Comunista debían aprobar,
por escrito
, cualquier intervención militar. La amenaza de aniquilar Israel había requerido, indudablemente, aquel consentimiento. ¿Cómo habían podido obtenerlo tan de prisa, si no habían sido advertidos en el mismo momento de iniciarse la crisis?
«¿Y si los rusos se tiraban un farol? ¿No sería una baladronada apoyada en sus misiles, como la de Kruschev en Suez? Pero, ¿tenía él derecho a poner en peligro la existencia de su país, fundándose en esta presunción?»
Menachem Begin consultó su reloj. Dentro de doce minutos los primeros Phantom alcanzarían su objetivo. Era demasiado tarde para convocar un nuevo Consejo de Ministros: tenia que decidir él sólo.
Se acercó a la ventana. Con los hombros aún más encogidos, palpitándole el fatigado corazón, el «
gentlemen
polaco», como a menudo era llamado, contempló las aborregadas colinas de Judea, los monumentos del Israel moderno, el edificio, en forma de pagoda del Knesset, los de la Universidad Hebrea, la cúpula blanca del Museo de Jerusalén, resplandeciente de sol.
Sobre una altura, justo más allá de su campo visual, se levantaba elmonumento funerario que le era más querido, la Tienda del Recuerdo, donde ardía una llama eterna en memoria de las victimas de la persecución nazi, entre las que se hallaban la mayoría de los miembros de su familia. Begin había jurado sobre el altar de aquellos seis millones de muertos, que su pueblo no sufriría jamás un nuevo holocausto. ¿Debía arriesgarse hoy a quebrantar aquel juramento, manteniendo su orden de ataque preventivo contra Libia? La exigencia soviética era trágicamente sencilla y directa Y, sin embargo Ranan tenía razón. ¿Cómo podría vivir bajo la continua amenaza de ser aniquilado por un fanático como Gadafi?
Pegar primero y explicarse después. He aquí lo que había tratado de hacer. En esta terrible partida de ajedrez, sabia que sólo los norteamericanos podían adelantar el único peón capaz de detener a los rusos: amenazarles, a su vez con un holocausto atómico. Pero, ¿se avendrían los norteamericanos a correr este riesgo, cuando descubriesen que Begin se había lanzado a esta aventura contra sus requerimientos, no vacilando en poner en peligro la vida de diez millones de neoyorquinos para salvaguardar previamente su país?
La situación se iluminó de pronto ante sus ojos. Los rusos no habían descubierto nada. Ni ellos, ni nadie. Lo único ocurrido era que los norteamericanos no se habían fiado de los israelíes. El presidente de Estados Unidos había comprendido que nada podría detenerles. Y había descolgado el teléfono rojo y avisado a los rusos.
Envejecido de pronto, más encorvada la espalda, con la muerte en el alma, Menachem Begin descolgó también su teléfono.
Bajo el ala de su Phantom, que volaba a quince mil metros de altura en el esplendor azulado del éter, el teniente coronel Laskov distinguía la centelleante inmensidad del Mediterráneo. Sólo oía el soplo regular de su máscara de oxigeno. Apoyadas las manos en los mandos observaba los instrumentos de a bordo que le conducían, a velocidad doble de la del sonido, hacia su objetivo. En la pantalla del radar empezaron a dibujarse los contornos de la costa Libia, a menos de trescientos kilómetros de distancia. Dentro de nueve minutos se encontraría encima de Trípoli.
Una señal crepitó en sus auriculares. «Shadrock… Shadrock… Shadrock», repitió una voz. Laskov hizo una profunda aspiración de oxigeno, empuñó la palanca e imprimió a su Phantom un giro de 180 grados sobre el ala. La tierra de África desapareció de su radar. La «Operación Masfa» había sido anulada.
«Es tan astuto como un zorro del desierto»
En Washington, eran las 3.50 de la mañana del lunes 14 de diciembre. Habían pasado tres horas y cincuenta minutos desde la explosión libia en el mar de arena de Awbari… La capital de Estados Unidos dormía bajo su manto de nieve helada. Ninguna señal permitía adivinar que acababa de estallar una crisis. Pero esta quietud superficial ocultaba en realidad una intensa agitación. Desde la medianoche, los principales recursos tecnológicos del Estado americano se hallaban en acción. Desde la sede del FBI y desde el Cuartel General de la CIA, al otro lado del Potomac, partían cada segundo mensajes ordenando a los agentes y espías que trabajaban para Estados Unidos en todo el mundo, que empleasen todos los medios para descubrir de quién había aprendido Gadafi el secreto de la bomba H, cómo había podido construirla y quién la había introducido en Nueva York.
En Olney (Maryland), los vigilantes del Centro Nacional de Alerta sólo tenían que marcar el número 33 en su teléfono de teclas para lanzar la alarma atómica general de un extremo al otro del país. A varios kilómetros de allí, los técnicos de la Agencia de Seguridad Nacional interceptaban, registraban, ponían en ordenador y aprovechaban con ayuda de un extraordinario sistema de claves, todas las comunicaciones telefónicas y las emisiones de radio que cruzaban el espacio. Esta noche acechaban el éter con la esperanza de descubrir en él una palabra, una frase, un mensaje capaz de poner a los investigadores sobre la pista de los terroristas de Gadafi. No lejos de allí, el Cuartel General subterráneo de los equipos Nest de investigación de explosivos atómicos estaba en plena efervescencia. Seis veces, en su corta historia, se había precipitado ya estos equipos a la caza de una bomba en las calles de una ciudad norteamericana. Nadie se había enterado nunca de nada. Ahora, dentro de unas horas, los doscientos agentes transportados por los Sterlifter C-141 movilizados al empezar la jornada estarían rodando por las arterias de Manhattan con todo su material de detección, en furgonetas anónimas, alquiladas a Hertz o a Avis. Tampoco ahora sabría nadie quienes eran ni lo que buscaban. Secreto y rapidez eran la regla de oro de las operaciones Nest. Secreto, para evitar que los terroristas, al sentirse descubiertos, hiciesen explotar su ingenio, y también para impedir todo riesgo de pánico en la población. Rapidez, porque cada minuto se contaba por millares de vidas humanas.