Afortunadamente, el doctor Simaika estaba todavía allí, y el asunto quedó claro: como al vicegobernador le quitaron hasta el medio pelotón de soldados que formaban su guardia y que habían prometido dejarle, consideró conveniente mandar a un mensajero a Tina para que trajera consigo a un grupo de soldados turcos que podrían escoltar al capitán Aubrey cuando atravesara el desierto, y como los soldados tardarían unos diez días en llegar, mientras tanto él podría disfrutar de la agradable compañía del capitán Aubrey.
—¡No lo permita Dios! —exclamó Jack—. Por favor, dígale que conocemos muy bien el camino y que no necesito escolta porque mis hombres irán armados y que nada me causaría más satisfacción que estar en su compañía, pero que tengo que cumplir con mi deber.
El secretario preguntó si el capitán Aubrey se hacía responsable de lo que ocurriera y si no culparía al gobernador en caso de que le sucediera algo como, por ejemplo, que uno de sus hombres fuera mordido por un camello o que los ladrones le robaran en un oasis.
—¡Oh, sí, asumo la responsabilidad! Presente mis respetos a su excelencia y dígale que me gustaría hacer las cosas como habíamos acordado y, por tanto, recibir los camellos al amanecer.
—¿Cree que los veré? —preguntó Jack cuando el secretario se había marchado.
—Es posible —contestó del doctor Simaika con una mirada significativa.
Pero antes de que su significado fuera explícito, el contador fue a pedirle instrucciones para cargar las provisiones, y Mowett, su opinión sobre el permiso de los marineros. Al mismo tiempo empezó una pelea en el patio, una pelea entre Davis y el oso, que daba golpes en la barbilla al marinero porque se había molestado por la familiaridad con que le trataba.
El copto hizo una inclinación de cabeza y se fue. Stephen bajó corriendo a proteger el oso y Jack, después de haber resuelto el problema de las provisiones, dijo que no daba permiso a los marineros para que salieran porque posiblemente partirían por la mañana y no quería pasarse el día buscando a los rezagados en los burdeles de Suez. Ordenó que cerraran con llave el portalón del caravasar y que hicieran guardia junto a ella Wardle y Pomfret, dos suboficiales de cierta edad, puritanos y misóginos, que tenían entre los dos diecisiete hijos y que eran de fiar cuando estaban sobrios. Luego añadió:
—Tengo que ir a despedir la
Niobe
, que zarpará en cuanto empiece la bajamar. Pero regresaré temprano, por si llegan los camellos.
Los camellos, bulliciosos y malolientes, llegaron con la luz grisácea del amanecer, y cuando el portalón se abrió, entraron con pasos largos. Entre sus patas, agachándose lo más posible para que no les vieran y guiados por Wardle y Pomfret, iban numerosos tripulantes de la
Surprise
pálidos y ojerosos, los tripulantes que se habían escabullido durante la noche. No obstante, no faltaba ninguno, y Mowett, después de pasar una breve inspección, dijo:
—Todos presentes y sobrios, señor, con su permiso.
En sus palabras no había más falsedades de las tolerables, pues los pocos marineros que aún estaban borrachos no se cayeron hasta después de la inspección, y fueron colocados silenciosamente sobre el lomo de los camellos, entre las tiendas y las bolsas de los marineros.
Mientras cargaban los camellos con las pocas provisiones que les quedaban del viaje (algunas galletas, un poco de tabaco, un cuarto de barril de ron y varios aros de barril que el señor Adams había guardado porque era el responsable de que no se perdiera ninguna), las bolsas de los marineros, los baúles de los oficiales y las pertenencias de Stephen, Killick quitó a Jack sus mejores galas y las guardó en su baúl, y luego cerró el baúl con llave, lo envolvió en un pedazo de lona y lo puso sobre un camello hembra sumamente dócil que era conducido por un negro con cara de honrado. Sólo le dejó a Jack un pantalón de nanquín, una camisa de lino, un sombrero de paja de ala ancha, dos pistolas y el viejo sable que usaba para el abordaje, y pensaba colgar las armas del baúl cuando salieran de la ciudad.
A pesar de estar vestido con sencillez, el capitán Aubrey caminaba majestuosamente. Era el primero del grupo, y tenía a Mowett a un lado, a un guardiamarina a otro, y a su timonel detrás. A continuación iban los oficiales y los tripulantes de la
Surprise
: primero los marineros del castillo, luego los gavieros del trinquete, luego los gavieros del mayor y, por último, la guardia de popa. Y al final iban los camellos cargados con el equipaje. Dejaron Suez dignamente, escoltados por una nube de niños y perros callejeros, pues aunque muy pronto los marineros dejaron de tener los bríos que tenían cuando empezaron a caminar, al menos siguieron formando grupos bien delimitados hasta que se adentraron en el desierto.
Ahora atravesaban una parte del desierto por la que era difícil caminar, donde la arena era tan blanda que a menos que los hombres tuvieran patas como las de los camellos, se hundían en ella hasta el tobillo. Además, todos habían pasado tanto tiempo en la mar que les costaba trabajo volver a caminar, y cuando Jack dio la orden de detenerse para desayunar, la columna se había convertido en una línea quebrada.
—Hay algunos camellos que sólo tienen encima marineros borrachos y unas cuantas tiendas —dijo Martin—. Generalmente, los oficiales del ejército van a caballo, incluso en los regimientos de Infantería.
—A veces los de la Armada también —dijo Stephen—, y en ocasiones da risa verles. Pero cada vez son más los que tienen la absurda idea de que si hay que hacer alguna tarea difícil y desagradable, como caminar por el desierto, soportando el calor y sin posibilidad de encontrar una sombra, todos deben hacerla. Me parece una idea insensata y disparatada, fruto de la vanidad y de un razonamiento ilógico. Le he dicho a menudo al capitán Aubrey que nadie piensa que él tenga que ayudar a limpiar los retretes del barco ni a hacer otras labores propias de oficios innobles, y que atravesar así el desierto voluntariamente es una jactancia, una soberbia, un pecado.
—Discúlpeme, doctor Maturin, pero usted también hace lo mismo y tiene sus propios camellos a mano.
—Lo hago por cobardía. Pero mi valentía aumentará a medida que se me hagan ampollas en los pies y se me hinchen los tobillos. Dentro de poco montaré silenciosamente en un camello.
—Nosotros hicimos el viaje de ida cabalgando.
—Eso se debió a que ellos andaban de noche y nosotros, en cambio, pasábamos el día recogiendo plantas. Además, pasábamos desapercibidos.
—¡Cuántas plantas recogimos! ¿Cree usted que llegaremos a Bir Hafsa mañana?
—¿Bir Hafsa?
—Aquel lugar donde paramos a descansar y encontramos tantas centauras para los camellos y un raro euforbio entre las dunas.
—Y lagartos verdes y un curioso culiblanco y la alondra bifasciada… Es posible que lleguemos. ¡Ojalá lleguemos!
Sin embargo, llegó un momento en que no parecía posible. El grupo no avanzaba mucho, porque había aumentado el calor desde que el sol había subido un poco en el cielo y, además, porque los que habían pasado la noche cantando y bailando estaban agotados. Pero en este viaje intervenía un factor que no había influido en el que habían hecho a Suez avanzando de noche. Puesto que allí el desierto era llano, los que deseaban aliviarse no podían refugiarse en ningún lugar durante el día, y el capitán y muchos de los tripulantes, que eran tan vergonzosos en sus acciones como desvergonzados al hablar, se apartaban del grupo con el fin de que la distancia que los separaba de él, a menudo una gran distancia, les permitiera mantener la decencia. Al final el grupo logró avanzar muy poco, solamente hasta un lugar llamado Shuwak, un lugar en que había unas ruinas y algunos tamarices y mimosas y que estaba situado a menos de dieciséis millas de Suez. Pero si hubieran ido más lejos, Stephen no habría podido enseñar a Jack una cobra egipcia, un animal digno de verse, un magnífico ejemplar de cinco pies y nueve pulgadas que se deslizaba por el suelo del pequeño caravasar en ruinas con la cabeza levantada y la capucha extendida, y tampoco habría podido ir con Martin en camello hasta la orilla de un pequeño lago donde vieron bajo los últimos rayos de sol un curioso martín pescador y una avutarda mayor.
Pero al día siguiente la mayoría de los hombres habían recuperado sus fuerzas, y como ahora atravesaban una zona donde la arena era firme, el grupo pudo avanzar muy rápido. Después del descanso de mediodía, siguieron caminando con la misma rapidez, y cuando el sol estaba todavía a una cuarta del horizonte, divisaron Bir Hafsa, un lugar en el que había otra construcción en ruinas y un pozo que tenía tres palmeras al lado, un lugar muy próximo al camino y rodeado de dunas.
—Creo que sería mejor acampar junto a ese pozo —dijo Jack—. Podríamos comer
con
más calma, y, de todas maneras, no adelantaríamos mucho si siguiéramos andando una hora más.
—¿Te importaría que Martin y yo nos adelantáramos con él camello? —preguntó Stephen.
—¡Oh, no! —exclamó Jack—. Y te agradecería mucho que sacaras de allí a los reptiles más repugnantes.
El camello en cuestión, un animal bastante dócil que caminaba con pasos muy largos, adelantó al grupo muy pronto, a pesar de que ahora llevaba doble carga, y se detuvo junto a las centauras que estaban próximas a las palmeras cuando todavía faltaba media hora para que el sol se pusiera. Cuando los dos hombres habían visto ya muchos culiblancos curiosos, con un copete blanco, y estaban subiendo a una duna situada al este del lugar donde se podía acampar, Martin, señalando una duna que estaba al oeste, exclamó:
—¡Mire qué escena tan pintoresca!
Stephen miró hacia allí y vio las siluetas de un dromedario y su jinete recortándose sobre el cielo anaranjado. Luego se puso la mano por encima de los ojos para protegerlos del sol y vio al pie de la duna muchos más camellos, y no sólo camellos sino también caballos. Entonces miró hacia el sur y vio a los marineros, que, sin mucho orden, formaban una fila de un estadio
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de longitud, y más atrás la fila de camellos cargados con el equipaje que ahora avanzaban con rapidez porque habían olido el espinoso pasto.
—Creo que deberíamos bajar enseguida —dijo.
Jack estaba señalando los lugares donde debían ponerse las tiendas y Stephen le interrumpió.
—Perdone, señor, pero hay un gran número de camellos a menos de una milla al oeste. Cuando les vi desde allí arriba, los jinetes se estaban pasando a los caballos, y creo que eso es lo que hacen los beduinos antes de lanzar un ataque.
—Gracias, doctor —dijo Jack—. ¡Señor Hollar, llame a todos a sus puestos!
Luego, alzando tremendamente la voz, ordenó:
—¡Guardia de popa, paso ligero! ¡Paso ligero!
La guardia de popa avanzó con paso ligero y pronto llegó a formar el cuarto lado del cuadrado que componían con los marineros del castillo y los gavieros del trinquete y los del mayor.
—Señor Rowan, usted y un grupo de marineros llevarán a los camelleros y los camellos a refugiarse en ese recinto —ordenó Jack—. ¡Killick, mi sable y mis pistolas!
El cuadrado no estaba tan bien formado como el de los militares, y cuando Jack gritó: «¡Calar bayonetas!», no se vieron destellos ni se oyeron chasquidos ni golpes en el suelo simultáneamente, pero allí estaban los mosquetes con las bayonetas puestas y los marineros estaban habituados a usarlos. El cuadrado era pequeño, pero los marineros eran temibles. Jack, en el medio del cuadrado, daba gracias a Dios por no haber intentado aumentar el ritmo de marcha añadiéndolas a la carga de los camellos. Pero no sintió satisfacción cuando vio que los camellos se movían muy lentamente. Su baúl iba en uno de los primeros camellos, y ya Killick regresaba del recinto, pero, a pesar de que Rowan y sus hombres habían metido dentro la mayoría de ellos, todavía tenían que hacer entrar a los que se habían separado del grupo. Estaba a punto de ordenarles algo cuando vio aparecer a varios jinetes en la duna que Stephen le había indicado, y entonces gritó:
—¡Rowan! ¡Honey! ¡Regresen inmediatamente!
Y mientras los hombres regresaban corriendo, se veían en la arena sus sombras alargadas.
El grupo de jinetes aumentó, y entonces, todos a una, lanzaron un agudo grito y bajaron la duna a galope en dirección a Rowan y Honey. Les alcanzaron, les cortaron el paso y dieron una vuelta a su alrededor, apenas a unas pulgadas de ellos, y un momento después subieron la pendiente galopando furiosamente y, al llegar a lo alto, refrenaron los caballos bruscamente. Entonces todos se quedaron allí un largo momento, unos empuñando sables, otros, fusiles.
Jack había visto muchas veces a los árabes representar fantasías como esa en Berbería. Avanzaban a galope en dirección a su jefe y a sus invitados, haciendo disparos al aire, y, en el último momento, daban la vuelta. Cuando Rowan y Honey llegaron jadeantes al cuadrado, dijo:
—Tal vez sólo hacen esto para divertirse. No disparen hasta que dé la orden.
Repitió esto con énfasis y se oyó un rumor de aprobación, aunque Pomfret susurró:
—¡Estúpida diversión!
Los marineros estaban serios y disgustados, pero atentos y confiados. Tanto Calamy como Williamson estaban muy nerviosos, lo que era comprensible porque no habían visto batallas en tierra, y Calamy jugaba con la llave de la pistola.
En lo alto de la duna, un hombre con una capa roja apuntó hacia arriba con el fusil, disparó al aire y bajó la pendiente a galope, seguido de los otros, disparando y gritando: «
¡Illa-illa-illa!».
—Están representando una fantasía —dijo Jack—. ¡No disparen!
Los jinetes avanzaron en dirección a ellos, se dividieron en dos grupos y rodearon el cuadrado, formando una gran nube de polvo, mientras sus túnicas ondeaban al viento, los sables brillaban a la luz del atardecer y los fusiles disparaban sin cesar.
El sol se puso. El polvo opaco adquirió un brillo dorado. Los jinetes dieron otra vuelta alrededor de ellos, esta vez más cerca, gritando entre el ruido ensordecedor de los cascos. A Calamy se le cayó la pistola, y salieron destellos de la cazoleta. En ese momento Killick dejó su puesto abalanzándose hacia delante, como si hubiera resultado herido, y gritando:
—¡No, no, negro bastardo!
Entonces alguien gritó:
—¡Se van!
Efectivamente, se iban. Después de dar la última vuelta, habían comenzado a galopar en dirección oeste, formando una fila. Entonces todos vieron que los camellos también corrían en la misma dirección, azotados con furia por los camelleros. Pudieron verse solamente unos momentos en la penumbra y enseguida desaparecieron entre las dunas. Pero se quedaron dos camellos: uno que ahora pastaba tranquilamente y que tenía las riendas rotas y otro que estaba echado en el suelo y cuyas patas Killick tenía fuertemente sujetas. Este camello estaba medio enterrado en la arena y aturdido porque le habían dado varios golpes y lo habían pisoteado y pateado. No obstante, no estaba peor que Killick, que tenía el puño ensangrentado.