El puerto de la traición

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El puerto de la traición
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Aubrey y Maturin se encuentran en Malta a la espera de embarcarse, mientras los servicios franceses los vigilan. Entran en contacto con una mujer cuyo marido está preso, que actúa como agente secreto. Aubrey descubre que en realidad su marido murió y que las cartas que recibe de él son falsificaciones. Maturin se enamora de ella.

Patrick O'Brian

El puerto de la traición

Aubrey y Maturin 9

ePUB v1.0

Mezki
27.12.11

ISBN 13: 978-84-350-0651-4

ISBN 10: 84-350-0651-4

Título: El puerto de la traición : una novela de la armada inglesa

Autor/es: O'Brian, Patrick (1914-2000)

Traducción: Lama Montes de Oca, Aleida

Lengua/s de traducción: Inglés

Edición: 1ª ed. 3ª imp.

Fecha Edición: 12/1997

Fecha Impresión: 12/2001

Publicación: Edhasa

Colección: Aubrey & Maturin, 9

Materia/s: 821.111-3 - Literatura en lengua inglesa. Novela y cuento.

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Ésta es la novena novela de la más apasionante serie de novelas históricas marítimas jamás publicada; por considerarlo de indudable interés, aunque los lectores que deseen prescindir de ello pueden perfectamente hacerlo, se incluye un capítulo adicional con un amplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de la Armada real inglesa, como forma habitual de expresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros

1 pie = 0,3048 metros — 1 m = 3,28084 pies

1 cable =120 brazas = 185,19 metros

1 pulgada = 2,54 centímetros — 1 cm = 0,3937 pulg.

1 libra = 0,45359 kilogramos — 1 kg = 2,20462 lib.

1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPÍTULO 1

Un suave viento soplaba del noreste después de una noche de lluvia, y la luz que iluminaba el cielo de Malta tenía una cualidad especial que hacía resaltar las líneas de los nobles edificios, poniendo de relieve todos los atributos de las piedras. Era un placer respirar el aire, y la ciudad de Valletta estaba muy animada, como si todos en ella estuvieran enamorados o de repente hubieran oído buenas noticias.

Esto se notaba particularmente en un grupo de oficiales de marina sentados en el cenador del hotel Searle. Miraban hacia el paseo Upper Baracca, bajo cuyos arcos caminaban muy despacio hacia un lado y hacia otro multitud de soldados, marineros y civiles bajo la brillante luz del sol, tan brillante que hacía parecer alegres las negras capas con capucha de las mujeres maltesas, y resplandecer como esplendorosas flores los uniformes de los oficiales. A pesar de que los uniformes que más se veían en la multitud eran los de color escarlata y dorado de la Armada británica, era una multitud cosmopolita, en la que estaban representados muchos de los países que hacían la guerra a Napoleón, y también se veían en ella, por ejemplo, los uniformes de color rosa claro de los croatas de Kresimir y los de color azul con galones plateados de los húsares napolitanos, que hacían un agradable contraste. Más allá del paseo y mucho más abajo estaba el gran puerto, hoy con las aguas color zafiro, en las que formaban vetas blancas las velas de innumerables barcos pequeños que iban y venían de Valletta a los grandes cabos fortificados que estaban al otro lado, Sant'Angelo e Isola, y de los barcos de guerra, los transportes y los vivanderos, y todo esto constituía un espectáculo que deleitaba a cualquier hombre de mar.

Todos esos caballeros eran capitanes sin barcos. Los que estaban en su posición estaban generalmente silenciosos y tristes, y mucho más en la actualidad, ya que la prolongada guerra parecía estar llegando a su clímax, la competencia era más dura que antes, y para recibir distinciones y nombramientos que valieran la pena, por no hablar de conseguir botines y ascensos, era preciso estar al mando de un barco. Algunos se habían quedado sin barco, bien porque sus embarcaciones se habían hundido, como en el caso de la antiquísima
Aeolus
, que estaba bajo el mando de Edward Long, bien porque el ascenso había provocado que se quedaran en tierra, bien porque un maldito consejo de guerra había tenido ese mismo resultado. Sin embargo, la mayoría de ellos sólo se separaban temporalmente de sus barcos, a los que habían llevado a reparar porque estaban estropeados por haber pasado años haciendo el bloqueo a Tolón en todas las condiciones climatológicas posibles. Pero los astilleros estaban atestados, las reparaciones solían ser grandes y complicadas y siempre eran muy lentas, y los capitanes tenían que permanecer allí mientras transcurría el precioso tiempo que podían pasar en la mar, y maldecían constantemente el retraso. Aunque algunos de los más ricos habían mandado a buscar a sus mujeres, que, sin duda, eran un consuelo para ellos, la mayoría de los capitanes estaban condenados al triste celibato o al solaz local que pudieran encontrar. El capitán Aubrey era uno de éstos, porque a pesar de que había capturado una presa valiosa en el mar Jónico, el Almirantazgo todavía no había decidido si era una presa de ley, y sus negocios en Inglaterra iban tan mal que le habían causado problemas legales de todo tipo. Por otra parte, como el alojamiento en Malta se había encarecido y él, por ser más viejo ahora, ya no se atrevía a desembolsar grandes sumas que aun no poseía, vivía como un soltero, con las pocas cosas con que un capitán de navío podía vivir con decoro, de modo que subía tres tramos de escalera hasta su habitación en el hotel Searle y la ópera era su único entretenimiento. En realidad, era el más desafortunado de todos los capitanes cuyos barcos estaban en manos de los hombres que debían repararlos, ya que había tenido que mandar nada menos que dos embarcaciones al astillero, así que tenía que tratar con dos grupos diferentes de empleados corruptos e incompetentes, artesanos lentos y estúpidos y comerciantes taimados. Una de las embarcaciones era el
Worcester
, un desvencijado navío de línea de setenta y cuatro cañones que casi se había despedazado en la larga e inútil persecución de la escuadra francesa en un temporal, y la otra era la
Surprise
, una pequeña fragata que navegaba con facilidad y que le había sido asignada temporalmente, mientras el
Worcester
era reparado, para que fuera al mar Jónico a realizar una misión en la que había atacado a dos embarcaciones turcas, la
Torgud
y el
Kitabi
, y había sostenido con ellas un encarnizado combate al final del cual la
Torgud
se había hundido, el
Kitabi
había sido apresado y la
Surprise
estaba llena de agujeros entre el viento y el agua. El
Worcester
, ese barco mal diseñado y mal construido, ese ataúd flotante, hubiera sido más útil hecho pedazos y vendido como leña, pero era a su casco sin valor al que los empleados del astillero atendían, pues eso les producía beneficios, mientras la
Surprise
había sido arrinconada porque faltaban unas curvas
[1]
para la crujía, la columna de bauprés y la servioleta de estribor y placas de cobre para cubrir veinte yardas cuadradas. Mientras tanto, los marineros que integraban la tripulación de la
Surprise
, excelentes marineros seleccionados, no sólo eran cada vez más perezosos, viciosos y disolutos, sino que se emborrachaban y enfermaban más, y a los mejores e incluso a los suboficiales, se los llevaban los superiores de Jack que no tenían escrúpulos. Además, el magnífico primer oficial había dejado la fragata. El capitán Aubrey debería haber sido el más triste de aquel grupo de hombres tristes; sin embargo, estaba muy animado, hablaba en voz muy alta e incluso cantaba con entusiasmo, con tanto entusiasmo que su amigo íntimo, el cirujano de la
Surprise
, Stephen Maturin, se había ido a un lugar del cenador más tranquilo, llevando consigo a un antiguo compañero de tripulación, el profesor Graham, un filósofo que viajaba con permiso de la universidad escocesa donde trabajaba, un hombre que dominaba la lengua turca y era una autoridad en asuntos orientales. El entusiasmo del capitán Aubrey se debía en parte a la acción de aquel hermoso día en una persona alegre por naturaleza, en parte a la contagiosa alegría de sus compañeros, y en parte, sobre todo, a que al final de la mesa estaba sentado Thomas Pullings, hasta hacía poco su primer teniente y ahora el capitán de menos antigüedad de la Armada, el hombre que ocupaba el lugar más bajo en la lista de los que tenían derecho a ser designados con el nombre de capitán, aunque sólo fuera por cortesía. El ascenso le había costado al señor Pullings algunas pintas de sangre y una terrible herida (un turco le había asestado un sablazo y le había cortado gran parte de la frente y la nariz), pero habría soportado con gusto un dolor diez veces más intenso y haber quedado más desfigurado con tal de conseguir las charreteras doradas, a las que lanzaba miradas y tocaba constantemente, sonriendo con disimulo. Jack Aubrey había intentado que le dieran ese ascenso durante muchos años, y había perdido la esperanza de lograrlo, ya que Pullings, aunque era un experto marino y un hombre simpático y valiente, no tenía privilegios por su origen. Incluso en la última ocasión, Aubrey no confiaba en que su informe produjera el efecto deseado, pues el Almirantazgo, siempre reacio a dar ascensos, podría dar la excusa de que el capitán de la
Torgud
era un rebelde y no el capitán de un barco que pertenecía a un país hostil. Sin embargo, el nombramiento había sido enviado enseguida en el
Calliope
, y el capitán Pullings lo había recibido hacía tan poco tiempo que todavía su alegría estaba mezclada con el asombro; hablaba muy poco y contestaba sin pensar, unas veces sonreía, otras se echaba a reír sin razón aparente.

El doctor Maturin también sentía afecto por Thomas Pullings. Al igual que el capitán Aubrey, había navegado con él cuando era guardiamarina, ayudante del oficial de derrota y teniente. Le estimaba mucho y le había cosido la herida de la frente y la nariz con más cuidado del que solía tener y había pasado la noche sentado junto a su coy durante el período en que había tenido fiebre. Pero el doctor Maturin no había podido conseguir el pez de San Pedro. Era viernes y había esperado con ansia el pez de San Pedro que habían prometido darle ese mismo día; sin embargo, el gregal había soplado con tanta fuerza durante el martes, el miércoles y el jueves que los barcos pesqueros no habían podido salir del puerto, y puesto que en Searle no estaban acostumbrados a ver oficiales de marina católicos (era raro encontrarles en la Armada, ya que en cuanto llegaban al grado de teniente les exigían declarar que no reconocían la autoridad del Papa), no habían incluido en la comida ni un pedazo de pescado en salmuera, él había tenido que comer unas horribles verduras cocinadas al estilo inglés, demasiado cocidas y sin sabor a nada. Maturin no era ambicioso ni tenía muy mal humor, pero esta decepción se sumaba a una serie de disgustos y molestias que había tenido y, además, llegaba cuando hacía dos días que había dejado de fumar.

—Puede decirse que Duns Scotus tiene la misma relación con Aquino que Kant con Leibniz —dijo Graham, continuando la conversación que mantenían antes.

—He oído eso a menudo en Ballinasloe —dijo Maturin—. Pero no aguanto a Immanuel Kant. Desde que descubrí que hace caso a ese ladrón de Rousseau, no le aguanto. El hecho de que un filósofo dé crédito a lo que dice ese tipo extravagante hijo de un bandido suizo demuestra que tiene dos defectos: ligereza y credulidad. Las lágrimas abundantes y tan bien calculadas, las confesiones falsas, el entusiasmo, los paisajes ideales… —dijo, acercando la mano a su tabaquera y luego apartándola con decepción—. ¡Cuánto detesto el entusiasmo y los paisajes ideales!

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