El Profesor (58 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El Profesor
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Era como si Jennifer estuviera yéndose finalmente de la habitación y la Número 4 fuera la única persona que quedaba. Y la Número 4 sólo tenía una alternativa a su disposición. La llave para irse a casa. Así fue como la llamó la mujer. Matarse era lo que más sentido tenía. No vio ni imaginó que hubiera otra alternativa.

Pero de todas maneras, vaciló. No comprendía de dónde venía la combinación de resistencia y reticencia, allí estaba, dentro de ella, gritando, llena de miedo, discutiendo, luchando contra el impulso de terminar con la Número 4 en ese momento. Ya no podía decir qué hacer que fuera valiente. ¿Pegarse un tiro o no? Vaciló porque nada estaba claro.

Entonces Jennifer hizo una cosa sorprendente, algo que ella no podría haber explicado pero que chilló en su cabeza como algo necesario e importante para hacer sin demora.

Puso el arma cuidadosamente sobre su regazo y alzó las manos. Empezó a desatar la capucha que le cubría la cabeza. Ella no lo sabía, pero aquello tenía todo el falso romanticismo de Hollywood propio del espía valiente que mira de frente al pelotón de fusilamiento y se niega a que le venden los ojos para poder afrontar la muerte cara a cara. La capucha estaba muy ajustada, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para desatar los nudos que la mantenían en su sitio. Un extraño pensamiento acerca de pasar directamente de un tipo de oscuridad a otra rebotó de un lado a otro dentro de ella. Fue un trabajo lento, ya que sus manos temblaban de manera desenfrenada.

* * *

Fue Linda quien primero vio lo que la Número 4 estaba haciendo. Ambos, como prácticamente todos sus abonados, estaban pegados a sus monitores, observando el ritmo lento, pero así y todo delicioso, del final de la Número 4. Era inevitable. Era atractivo. Las salas de chat y mensajes instantáneos sobre el último acto estaban llenas de abonados tecleando furiosamente textos sobre lo que estaban viendo. Las respuestas producían un frenético estrépito electrónico. Abundaban los signos de admiración y las bastardillas. Las palabras corrían como agua escapada de una presa.

—¡Santo cielo! —exclamó Linda—. Si se quita eso... —En un mundo dedicado a la fantasía, la Número 4 había inyectado sin quererlo una realidad con la que tenían que lidiar. Linda no había previsto esto, y de pronto se vio hundida en un mar de temores y oleadas de preocupación—. No debí haberle quitado las esposas de las muñecas —murmuró Linda, furiosa—. Debí haber sido más explícita.

Michael fue hacia el teclado y agarró una palanca. Estaba a punto de apagar la cámara principal que enfocaba directamente la cara, pero se detuvo.

—No podemos estafar a los clientes —reaccionó súbitamente—. Van a exigir ver su cara. —Lo único que podía ver era la rabia que se iba a desatar si la Número 4 hacía lo que se esperaba que hiciera, pero tenían que ocultar el último acto con un trabajo de cámara ingenioso y con ángulos indirectos para las tomas—. No sirve —farfulló Michael—. Querrán que todo esté absolutamente claro.

—¿Acaso debemos...? —empezó Linda, pero se detuvo—. Tuvieron una imagen como un destello cuando creyeron que iba a escapar. Tal vez pasaron uno o dos segundos antes de que la transmisión pasara al plano desde atrás...

—Sí. Y las respuestas fueron muy claras. No les gustó que le cubriéramos los ojos. Querían ver —respondió Michael.

—Pero... —Linda hizo una pausa por segunda vez. Podía prever todas las consecuencias de lo que Michael decía—. Eso es un maldito riesgo de gran magnitud —susurró—. Si la policía llega a ver esto, y tú bien sabes, Michael, que lo hará tarde o temprano, puede congelar la imagen. Ampliar la fotografía. Sabrán a quién estarán viendo. Y eso podría, no sé cómo, pero podría de alguna manera hacerles saber a quién buscar.

Michael era completamente consciente de los peligros de permitir que en el momento de morir los clientes vieran quién era en realidad la Número 4. Pero la alternativa parecía peor. Todas las otras habían muerto más o menos de manera anónima, con sus verdaderas identidades ocultas hasta el final del espectáculo. Pero tanto Michael como Linda conocían perfectamente la pasión y la intimidad que los clientes habían desarrollado con la Número 4. Estaban mucho más preocupados. De modo que era mucho lo que se arriesgaba mientras la Número 4 seguía luchando con los nudos que mantenían la capucha en su lugar.

—No se da cuenta —observó Linda hablando lentamente— de que tal vez podría simplemente romper la venda. Sería más rápido que lo que está haciendo. Eso podría ser bueno. Visualmente, quiero decir.

—Espera. Sigue mirando. Puede darse cuenta. Debemos estar listos. Podríamos tener que interrumpir rápidamente la transmisión de la cámara principal. No me gusta la idea, pero tal vez debamos hacerlo.

Michael mantuvo los dedos sobre las teclas correspondientes. Linda estaba a su lado. El había considerado la posibilidad de grabar la escena final en la granja para transmitirla más adelante, después de haberse deshecho de la Número 4 y de haber borrado todos los rastros. Pero sabía que esto iba a enfurecer a los abonados. En la seguridad de sus propios hogares delante de sus pantallas de ordenador, ellos querían desesperadamente saber. Y eso requería que ellos pudieran ver. Michael sentía que sus músculos se endurecían con la tensión. No puede haber retrasos, pensó. Simplemente tendremos que ocuparnos de las cosas a medida que ocurran. La incertidumbre le daba energía a la vez que le preocupaba. Echó una mirada a Linda, e imaginó que ella estaba siendo acosada más o menos por esos mismos pensamientos. Luego volvió a mirar a la Número 4, mientras él y Linda se aferraban a lo que podían ver y a lo que ellos estaban enviando al cibermundo.

Él respiró hondo.

Por primera y única vez en Serie # 4, Michael y Linda vacilaban. Era como si la incertidumbre que había atrapado a la Número 4 durante todo el espectáculo finalmente les hubiera afectado a ellos también. Su propia confianza en sí mismos vacilaba y, también por primera vez, se inclinaban sobre la pantalla sin tener ninguna idea concreta de lo que iba a venir después.

* * *

El barro se endurecía sobre su ropa, le cubría las manos y hacía que la empuñadura de la nueve milímetros se volviera resbaladiza. El intenso olor a tierra llenaba las narices de Adrián mientras avanzaba serpenteando, un pie primero, después el otro, avanzando pacientemente hacia la granja. El sol brillaba directamente sobre él y pensó que si alguien miraba por alguna ventana, podría descubrirlo, aun en esa posición de bajo perfil. Pero siguió gateando, avanzando de manera inexorable, atravesando el espacio abierto lo más directamente que podía, con los ojos fijos en su objetivo.

No se puso de pie hasta que llegó a la esquina del establo, donde podía esconderse detrás de la pared, ocultándose de la casa. Respiraba pesadamente, no por el esfuerzo, sino por la sensación de que se estaba lanzando de cabeza a una ineludible pelea que combinaba su enfermedad con todos sus fracasos como marido, como padre y como hermano. Quería volverse hacia sus fantasmas y decirles que lo sentía, pero con la poca sensibilidad que le quedaba, sabía que tenía que seguir avanzando. Vendrían con él sin importarles las absurdas disculpas que les ofreciera.

En su interior, algo le decía que Jennifer estaba a sólo unos pocos metros. Mientras se deslizaba por el borde del establo y espiaba cautelosamente a su alrededor, se preguntaba si alguien en su sano juicio habría llegado a esa misma conclusión. Podía ver la parte de atrás de la granja. Había una sola puerta que supuso que conducía a una cocina. En la parte delantera, por lo menos de acuerdo con las fotografías que tenía, había un viejo porche que probablemente en otros tiempos había tenido un columpio o una hamaca, pero que en ese momento no era más que otro techo que dejaba pasar el agua.

No se escuchaba ningún ruido. No había ningún movimiento. Nada que indicara que había alguien dentro. Si no fuera por la vieja camioneta estacionada delante, habría pensado que el lugar estaba abandonado.

Las puertas, lo sabía, estarían cerradas con llave. Se preguntó si podría usar la empuñadura de la nueve milímetros para entrar por la fuerza. Pero el ruido era su enemigo y un ataque frontal... Bueno, su hermano ya había explicado que eso sería un error. La idea de fallar a pesar de estar tan cerca lo asustó. Eso le había pasado con todas las personas a las que había amado, de modo que decidió no cometer el mismo error.

Adrián siguió inspeccionando la casa. En la puerta de la cocina había una serie de peldaños de madera destartalados con una barandilla que estaba rota. Pero justo al lado, apenas por encima del nivel del suelo, había una pequeña ventana manchada de barro. En su casa había una igual: un único panel angosto de vidrio que dejaba entrar un poco de luz al sótano.

Adrián hizo un cálculo: Si el hombre y la mujer que raptaron a Jennifer son como la mayoría de las personas, habrían pensado en cerrar con llave la puerta principal y la puerta posterior, y también en cerrar las ventanas de la sala de estar, el comedor y la cocina. Pero se habrían olvidado de la ventana del sótano. Siempre me ocurría a mí. No a Cassie. Puedo entrar por ahí.

Tenía que correr rápido para cruzar el breve trecho de espacio abierto. Tan rápido como pudiera. ¿Sistema de alarma? No en una casa tan vieja, se mintió esperanzado. Corre ligero, se recomendó a sí mismo. Luego iba a lanzarse por debajo de la casa para tratar de abrir la ventana del sótano.

No era un gran plan. Si no funcionaba, no sabía qué iba a hacer como alternativa. Pero se consoló un poco al pensar que había pasado su vida académica sin prejuzgar los resultados de los experimentos. Era algo que había enseñado una y otra vez a generaciones de estudiantes de postgrado: Nunca hay que anticiparse al resultado, porque entonces no verán el verdadero significado de lo que ocurre y no podrán percibir la emoción de lo inesperado.

Antes había sido psicólogo. Y cuando era joven, había sido corredor. Apretó los dientes, respiró hondo y se lanzó hacia delante. Adrián corrió, moviendo desenfrenadamente los brazos, hacia la granja, hacia la ventanita cerca del suelo.

Capítulo 44

Todavía avanzaban rápido por el angosto camino secundario de dos carriles cuando Mark Wolfe descubrió el automóvil de Adrián abandonado en el ensanchamiento destinado a permitir dar la vuelta al autobús escolar. Terri Collins frenó de golpe cuando el delincuente sexual exclamó:

—¡Ah! ¡Ahí está!

Pero de todas maneras pasó a gran velocidad junto al viejo Volvo y tuvo que hacer un giro en U con los neumáticos chirriando antes de detenerse junto al automóvil.

A ella le temblaban las piernas cuando saltó fuera del coche. Demasiada ansiedad, demasiada velocidad al límite; se sentía un poco como alguien que había virado bruscamente para evitar un accidente y sentía que el chorro de adrenalina rápidamente se disipaba. Wolfe saltó del asiento del acompañante y se quedó junto a ella.

No había señales de Adrián. Terri se acercó al Volvo con cuidado. Examinó el terreno alrededor del vehículo de manera muy parecida a como lo haría al analizar minuciosamente la escena de un crimen. Miró con atención por el cristal. El interior del vehículo estaba lleno de cosas. Un viejo vaso de café de Telgopor. Una botella de agua mineral a medio terminar.

Un The New York Times de hacía varios meses y un ejemplar de Psychology Today de hacía un año. Había incluso un par de multas por mal estacionamiento hacía tiempo olvidadas. El automóvil estaba sin llave, y abrió la puerta para seguir revisando el interior, como si algún elemento dejado allí fuera a decirle algo que ella aún no supiera.

—Parece que ha estado aquí y ya no está —dijo Wolfe lentamente, alargando cada palabra con un falso acento sureño para cortar la tensión. Terri retrocedió. Giró y miró hacia el camino. La mirada en sus ojos preguntaba: ¿Dónde?

Como si se dispusiera a responder, Wolfe trotó de vuelta al automóvil de la detective y sacó los mapas y el teléfono móvil. Hizo una rápida inspección y apretó algunas teclas antes de señalar hacia el camino con árboles a los costados. Era como dar instrucciones de una sombra a otra sombra.

—Por allí—dijo—. Ese es el lugar adonde se dirige. Por lo menos de acuerdo con todo esto, es allí. No siempre se puede confiar en esta información. Por cierto, no parece un lugar desde donde realmente se pueda originar una muy sofisticada transmisión para la web.

—¿Cómo cree usted que es el aspecto que deben tener esos lugares? —preguntó Terri. Había una cierta tensión en sus palabras.

—No lo sé —respondió Wolfe—. ¿Centros comerciales abiertos de California? ¿Estudios de fotografía de grandes ciudades? —Luego sacudió la cabeza, como si estuviera respondiendo a un argumento todavía no formulado—. Por supuesto, tal vez no para el tipo de transmisión que estos tipos están haciendo. —Wolfe siguió los ojos de Terri—. Supongo que el viejo siguió a pie —sugirió.

Terri miró detenidamente hacia delante y vio el destartalado buzón que marcaba la entrada a la granja, tal como había hecho antes Adrián.

—Tal vez decidió acercarse a ellos sigilosamente —dijo Wolfe—. Tal vez en realidad sabe lo que está haciendo y simplemente no nos lo ha revelado ni a usted ni a mí. De cualquier modo, no sabe exactamente qué clase de recepción va a tener allí, pero en cualquier caso, no será para nada amistosa.

Terri no respondió. Cada vez que Wolfe hacía una observación que reflejaba la suya, o tenía algún grado de exactitud, sentía una mezcla de desagrado y enfado. Que estuvieran en los límites de un territorio en el que él pudiera saber un poco más que ella era algo que la enfurecía. Se alejó rápidamente, haciendo cálculos. Ella se enfrentaba más o menos al mismo dilema que había enfrentado Adrián.

Sacó el teléfono móvil de las manos de Wolfe. Había procedimientos bien claros para este tipo de cosas. Su departamento estaba permanentemente dando a conocer largos memorandos que destacaban los enfoques legales correctos para ocuparse de delitos en el momento en que se estaban cometiendo. El proceso de la investigación: recolección y clasificación de pruebas, informes presentados por triplicado. Su jefe tendría que haber sido informado. Habría que haber conseguido órdenes judiciales. Tal vez incluso debía haberse puesto en contacto con el SWAT, si es que al menos había un equipo SWAT local. Lo dudaba. Conseguir que un equipo bien entrenado llegara a ese lugar habría requerido varias llamadas telefónicas y largas explicaciones, y aun así, tendrían que venir desde los cuarteles de la policía estatal más cercanos, es decir, a una distancia de unos treinta minutos, tal vez más. Rara vez se necesitaba el servicio de armas y tácticas especiales en la Nueva Inglaterra rural. Además, cuando llegaran, iban a tener que ser informados acerca de la situación. Hay un profesor jubilado de la universidad y posiblemente chiflado con un arma cargada en algún lugar por aquí. Dudaba que pensaran que algo así requiriera la presencia de chalecos antibalas, armas automáticas de gran potencia y planificación al estilo militar.

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