—Eh, profe —dice en voz alta Joey Santos.
—No debes hablar en voz alta. Debes levantar la mano.
—Ya, ya —dijo Joey—, pero...
Tienen una manera de decir «ya, ya» que te da a entender que apenas te toleran. Con ese «ya, ya» te están diciendo: «Estamos procurando tener paciencia contigo, tío, te estamos dando una oportunidad porque no eres más que un profesor nuevo».
Joey levanta la mano.
—Oiga, profe.
—Llámame «señor McCourt».
—Sí. Vale. O sea, ¿es usted escocés o algo así?
Joey es el portavoz. En todas las clases hay uno, además del protestón, el payaso, el buenecito, la reina de belleza, el voluntario para todo, el atleta, el intelectual, el niño de mamá, el místico, el blandengue, el enamorado, el crítico, el pelmazo, el fanático religioso que ve pecados por todas partes, el meditabundo que se sienta al fondo mirando fijamente su pupitre, el santo que ve el bien en todas las criaturas. La misión del portavoz es hacer preguntas, preguntar lo que sea con tal que el profesor no imparta la aburrida lección. Aunque soy un profesor nuevo, comprendo la táctica de perder tiempo de Joey. Es universal. Yo también la aplicaba en Irlanda. Era el portavoz de mi clase en la Escuela Nacional Leamy. El profesor escribía en la pizarra un problema de álgebra o una conjugación de irlandés y los chicos me susurraban:
—Pregúntale algo, McCourt. Distráelo de la maldita lección. Venga, venga.
Yo decía:
—Señor profesor, ¿tenían álgebra en Irlanda en los tiempos antiguos?
El señor O'Halloran me apreciaba, buen chico, letra clara, siempre educado y obediente. Dejaba la tiza y, al ver cómo se sentaba tras su mesa y la calma con que respondía, se advertía cuánto le agradaba librarse del álgebra y la sintaxis irlandesa. Decía:
—Muchachos, tenéis todo el derecho del mundo a estar orgullosos de vuestros antepasados. Mucho antes que los griegos, incluso que los egipcios, vuestros ancestros de esta tierra entrañable sabían captar los rayos del sol en lo más crudo del invierno y dirigirlos a las oscuras cámaras interiores durante unos momentos dorados. Conocían los movimientos de los cuerpos celestes, y eso los hacía llegar más allá del álgebra, más allá del cálculo infinitesimal, más allá, muchachos, oh... más allá del más allá.
A veces, en los días cálidos de primavera, se adormecía en su butaca y nosotros nos quedábamos en silencio, los cuarenta, esperando que despertara, sin atrevemos siquiera a salir del aula si seguía dormido cuando llegaba la hora de marcharse a casa.
—No. No soy escocés. Soy irlandés.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es irlandés? —pregunta Joey con aire de sinceridad.
—Irlandés es lo que viene de Irlanda.
—Como san Patricio, ¿verdad?
—Bueno, no, no exactamente.
Esto me lleva a contar la historia de san Patricio, lo que nos libra de la lección de Lengua Inglesa, tan a-b-u-r-r-i-d-a, lo que nos lleva a otras preguntas.
—Oiga, señor. ¿Allá en Irlanda todos hablan inglés?
—¿Qué deportes practicaban?
—¿Son todos católicos, ustedes los de Irlanda?
No consientas que se hagan los dueños del aula. Plántales cara. Muéstrales quién manda ahí. Si no eres firme, caes. No consientas chorradas. Diles: «Abrid los cuadernos. Es hora de la lista de palabras de ortografía».
—Ay, profesor, ay. Dios, ay, tío. Ortografía, ortografía, ortografía. ¿Es necesario? La lista de palabras de ortografía, tan a-b-u-r-r-i-d-a —suspiran. Fingen darse de cabezazos con los pupitres, hunden la cara entre los brazos cruzados. Suplican permiso para ir al servicio—. Tengo que ir. Tengo que ir. Habíamos creído que era usted un buen tipo, como es joven y todo eso. ¿Por qué todos estos profesores de Lengua Inglesa tienen que hacer lo mismo de siempre? Las mismas lecciones de ortografía de siempre, las mismas lecciones de vocabulario de siempre, la misma mierda de siempre, dicho sea con perdón. ¿No puede contarnos más cosas de Irlanda?
—Oiga, profe... —Joey de nuevo. El portavoz al rescate.
—Joey, ya te he dicho que me llamo señor McCourt, señor McCourt, señor McCourt.
—Ya, ya. Así que, señor, ¿salían ustedes con chicas en Irlanda? —No, maldita sea. Con ovejas. Salíamos con ovejas. ¿Con qué te has creído que salíamos?
La clase estalla. Se ríen, se llevan las manos al pecho, se dan empujones y codazos, hacen como que se caen de sus pupitres. «Este profesor. Está loco, tío. Qué cosas más graciosas dice. Sale con ovejas. Encerrad bien a vuestras ovejas.»
—Bien, abrid los cuadernos, por favor. Tenemos que dar una lista de ortografía.
Risas histéricas.
—¿Saldrán las ovejas en la lista? Ay, hombre.
Esa respuesta de listillo ha sido un error. Habrá problemas. El buenecito, el santo y el crítico darán parte, con toda seguridad: «Ay, mamá; ay, papá; ay, señor director, lo que ha dicho hoy el profesor en clase. Cosas feas sobre las ovejas».
No estoy preparado, ni formado, ni dispuesto para hacer esto. Esto no es enseñar. No tiene nada que ver con la literatura inglesa, ni con la gramática, ni con la redacción. ¿Cuándo seré lo bastante fuerte para entrar en el aula, ganarme su atención inmediatamente y ponerme a enseñar? En este instituto hay clases calladas y aplicadas en las que los profesores tienen el mando. En el comedor, los profesores mayores me dicen: «Sí, cuesta cinco años por lo menos».
Al día siguiente, el director me hace llamar. Está sentado tras su escritorio, hablando por teléfono, fumándose un cigarrillo. Repite:
—Lo siento. No volverá a suceder. Hablaré con la persona en cuestión. Me temo que es un profesor nuevo.
Deja el teléfono.
—Ovejas. ¿Qué es eso de las ovejas?
—¿Ovejas?
—No sé qué voy a hacer con usted. He recibido una queja de que ha dicho «maldita sea» en clase. Ya sé que acaba de desembarcar, que viene de un país rural y que no sabe cómo funcionan las cosas aquí, pero debería tener algo de sentido común.
—No, señor. No acabo de desembarcar. Llevo aquí ocho años y medio, contando los dos que pasé en el Ejército, y sin contar los de mi primera niñez en Brooklyn.
—Bueno, mire. Primero lo del bocadillo, ahora las ovejas. El condenado teléfono que no deja de sonar. Los padres, revolucionados. Yo tengo que cubrirme. Lleva usted dos días en el centro, y dos días que mete la pata. ¿Cómo se las arregla? Si me disculpa la expresión, tiene usted cierta tendencia a joderla. ¿Por qué demonios tuvo que decir a esos chicos lo de las ovejas?
—Lo siento. No dejaban de hacerme preguntas, y yo estaba exasperado. Lo único que hacían era procurar que no les diera la lista de palabras de ortografía.
—¿Eso es todo?
—En, ese momento me pareció que lo de las ovejas tenía algo de gracia.
—Ah, sí, claro. Usted, allí plantado, propugnando el bestialismo. Trece padres exigiendo que lo despidan. Aquí en Staten Island hay gente recta.
—Estaba de broma, nada más.
—No, joven. Nada de bromas aquí. Las bromas tienen su momento y su lugar. Cuando dice algo en clase, lo toman en serio. Usted es el profesor. Si dice que iba con ovejas, se lo tragan todo de pe a pa. No conocen las costumbres sexuales de los irlandeses.
—Lo siento.
—Lo dejaré pasar por esta vez. Diré a los padres que no es más que un inmigrante irlandés recién desembarcado.
—Pero si nací aquí...
—¿Quiere cerrar la boca un momento y escucharme mientras le salvo la vida? ¿Eh? Haré la vista gorda por esta vez. No voy a poner una nota en su expediente. No se imagina lo grave que es que le pongan una nota en su expediente. Si tiene la menor ambición de ascender dentro de este sistema, director, director adjunto, tutor, la nota en el expediente lo frenará. Es el principio de una larga caída.
—Señor, yo no quiero ser director. Lo único que quiero es enseñar.
—Sí, sí. Eso dicen todos. Ya lo superará. Estos chicos le harán encanecer antes de que cumpla los treinta.
Estaba claro que yo no estaba cortado para ser un profesor de esos decididos, que hacían caso omiso de todas las preguntas, peticiones, quejas, para seguir adelante con la lección bien planificada. Eso me habría recordado a aquella escuela de Limerick donde la lección era ley y nosotros no éramos nadie. Yo soñaba con una escuela donde los profesores fueran guías y mentores, en vez de capataces. No tenía ninguna filosofía de la educación concreta, salvo el hecho de que me sentía incómodo con los burócratas, con los de arriba, que habían huido de las aulas sólo para volverse contra los ocupantes de esas aulas, profesores y alumnos, y fastidiarlos. Nunca quise rellenar sus impresos, seguir sus directrices, administrar sus exámenes, tolerar sus intromisiones, ceñirme a sus programas ni a sus planes de estudios.
Si un director hubiera dicho alguna vez: «La clase es suya, profesor. Haga con ella lo que quiera», yo habría dicho a mis alumnos:
—Retirad las sillas. Sentaos en el suelo. Echaos a dormir.
—¿Qué?
—He dicho que os echéis a dormir.
—¿Por qué?
—Deducidlo vosotros mismos mientras estéis acostados en el suelo.
Se tumbarían en el suelo, y algunos se irían quedando dormidos. Habría risitas cuando los chicos se acercaran poco a poco a las chicas. Los dormidos roncarían suavemente. Yo me tendería con ellos en el suelo y les preguntaría si alguno sabía una nana. Sé que empezaría una chica y que otros la seguirían. Un chico podría decir: «Tío, y si entrara ahora el director. Sí». La nana sigue sonando como un murmullo por el aula. «Señor McCourt, ¿cuándo nos levantamos?» «Cierra el pico, hombre», le dicen, y él cierra el pico. Suena el timbre, y tardan en levantarse del suelo. Salen del aula, relajados y confusos. Por favor, no me pregunten por qué tendría una sesión como ésta. Debe de ser el espíritu inspirador.
Si hubieran asistido a mis clases en los primeros tiempos del instituto McKee, habrían visto a un joven flacucho de algo menos de treinta años, de pelo negro revuelto, ojos enrojecidos por una infección crónica, dentadura en mal estado y ese aire de apocamiento que se ve en las fotografías de los emigrantes en la isla de Ellis o en los carteristas cuando los detienen.
El aire de apocamiento tenía sus motivos:
Nací en Nueva York, y me llevaron a Irlanda antes de cumplir los cuatro años. Tenía tres hermanos. Mi padre, alcohólico, hombre descontrolado, gran patriota, siempre dispuesto a morir por Irlanda, nos abandonó cuando yo tenía diez años, casi once. Murió una hermanita recién nacida, murieron dos chicos gemelos, nacieron dos chicos. Mi madre pedía por caridad comida, ropa y carbón para hervir el agua del té. Los vecinos le decían que nos metiera en un orfanato a mis hermanos y a mí. No, no, nunca. Qué vergüenza. Ella aguantó. Nosotros crecimos. Mis hermanos y yo dejamos la escuela a los catorce años, trabajamos, soñábamos con América y, uno tras otro, nos embarcamos. Mi madre nos siguió con el más pequeño, esperando vivir feliz para siempre. Eso es lo que se supone que hace uno en América, pero ella no tuvo jamás un momento de vida-feliz-para-siempre.
En Nueva York trabajé de obrero y jornalero hasta que me reclamó el Ejército de Estados Unidos. Después de pasar dos años en Alemania, fui a la universidad gracias a la ley de estudios para veteranos, con la intención de hacerme profesor. En la universidad había asignaturas de Literatura y de Redacción. Había asignaturas que trataban de cómo enseñar, impartidas por catedráticos que no sabían enseñar.
—Entonces, señor McCourt, ¿cómo fue criarse en, ya sabe, en Irlanda?
Tengo veintisiete años, soy un profesor nuevo que rebusco en mi pasado para dar gusto a estos adolescentes norteamericanos, para que se estén callados y quietos en sus asientos. Nunca se me había ocurrido que mi pasado me resultaría tan útil. ¿Por qué iba a interesarse nadie por mi vida desgraciada? Después comprendí que esto era lo que hacía mi padre cuando nos contaba historias junto a la lumbre. Nos hablaba de aquellos hombres a los que llamaban
seanachies
, que recorrían el país contando los centenares de historias que llevaban en la cabeza. Las gentes les dejaban calentarse a la lumbre, les ofrecían un trago, les daban de comer lo que tuvieran para ellos mismos, escuchaban horas de historias y canciones que parecían inacabables, les daban una manta o un saco para que se abrigaran sobre el lecho de paja en el rincón. Si el
seanachi
e necesitaba amor, podía estar disponible alguna hija entrada en años.
Discuto conmigo mismo: «Estás contando historias, cuando deberías estar enseñando».
«Estoy enseñando. Contar historias es enseñar.»
«Contar historias es una pérdida de tiempo.»
«No puedo evitarlo. No se me da bien impartir clases.» «Eres un farsante. Estás defraudando a nuestros hijos.» «No parece que ellos lo crean así.»
«Los pobres chicos no entienden.»
Soy un profesor en una escuela estadounidense, y cuento historias de mis tiempos de escolar en Irlanda. Es un tratamiento que los ablanda para el caso poco probable de que les enseñe algo tangible del programa de la asignatura.
Cierto día, mi maestro de la escuela dijo en broma que yo parecía un zarrapastroso. Todos los de la clase rieron. El maestro se sonrió con sus grandes dientes caballunos amarillos, y las flemas se le movieron y le repicaron en el gaznate. Mis compañeros interpretaron aquello como una risa, y cuando se rieron con él yo los odié. Odié también al maestro, porque sabía que durante los días venideros a mí me conocerían en el patio de la escuela como «el zarrapastroso». Si el maestro hubiera hecho ese comentario sobre otro chico, yo también me habría reído, porque era tan cobarde como cualquiera, tenía terror a la vara.
En la clase había un chico que no se reía con todos los demás: Billy Campbell. Cuando la clase reía, Billy se quedaba mirando al frente y el maestro lo miraba, esperando que se comportara como todos los demás. Esperábamos que el maestro sacara a Billy de su asiento a tirones, pero nunca lo hizo. Creo que el maestro lo admiraba por su independencia. Yo también lo admiraba y quería tener su valor. No llegué a tenerlo nunca.
Los chicos de aquella escuela irlandesa hacían burla del acento norteamericano que yo había traído de Nueva York. No puedes marcharte de un sitio dejando atrás tu acento, y cuando hacen burla de tu acento no sabes qué hacer, ni qué pensar ni qué sentir, hasta que empiezan a darte empellones y sabes que intentan provocarte. Estás tú solo contra cuarenta chicos de los callejones de Limerick, y no puedes huir, porque si huyes te llamarán mariquita o nenaza durante el resto de tu vida. Te llaman gánster o piel roja, y entonces tú te peleas y te peleas hasta que alguien te da un puñetazo en la nariz y sueltas un chorro de sangre sobre tu única camisa, lo que provoca un enfado terrible a tu madre, que se levantará de su butaca junto a la lumbre y te dará un buen capón por haberte peleado. Es inútil que intentes explicar a tu madre que toda esa sangre la tienes por haber defendido tu acento norteamericano, acento que, de entrada, debes a ella. No; te dirá que ahora tiene que hervir agua y lavarte la camisa ensangrentada y a ver si logra secarla a la lumbre para que puedas ponértela para ir a la escuela al día siguiente. No dice nada del acento norteamericano que de entrada te metió en esos líos. Pero no importa, porque ese acento desaparecerá al cabo de pocos meses para dejar paso, gracias a Dios, a un acento de Limerick del que cualquiera se sentiría orgulloso, menos mi padre.