Yo admiraba tanto a Helen por su madurez y su valor y por los pechos tan bonitos que tenía que apenas era capaz de seguir dando la clase. Pensé que a mí, personalmente, no me importaría estar mutilado si la tuviera cerca de mí todo el día, lavándome, secándome y dándome sexo. Desde luego, los profesores no debían pensar esas cosas, pero ¿qué vas a hacer cuando tienes veintisiete años y tienes sentada delante a una persona como Helen, que saca temas como el sexo y tiene ese aspecto que tiene?
Un chico no está dispuesto a dejar el tema. Dice que la hermana de Helen no debe preocuparse por que su marido se suicide, porque eso es imposible no teniendo brazos. Si no tienes brazos, no tienes manera de matarte.
Dos chicos dicen que nadie debería tener que afrontar la vida sin cara o sin piernas teniendo sólo veintidós años. Sí, claro, siempre pueden ponerte piernas postizas, pero no pueden ponerte una cara postiza, pues ¿quién querría salir contigo? Eso sería el fin, y nunca tendrías hijos ni nada. Ni tu propia madre querría mirarte, y tendrías que tomar toda la comida por una pajita. Era muy triste saber que no querrías mirarte nunca más en el espejo del baño por miedo a lo que podrías ver o a lo que podrías no ver, una cara desaparecida. Imagínate lo duro que sería para la pobre madre cuando tuviera que decidirse a tirar la maquinilla y la espuma de afeitar de su hijo, sabiendo que nunca volvería a usarlas. Nunca más. No podría entrar en su cuarto y decirle: «Hijo, ya no vas a usar más estas cosas de afeitar, y aquí se están acumulando muchas cosas, de manera que voy a tirarlas». ¿Os imagináis cómo se sentiría él, allí sentado sin cara, y su propia madre diciéndole, en cierto modo, que todo ha terminado? Eso sólo podrías hacérselo a una persona que te desagradara, y era duro pensar que a una madre le desagradara su hijo, aunque no tuviera cara. Se supone que tu madre debe quererte y apoyarte estés como estés. Si no lo hace, ¿dónde has ido a parar, y de qué te sirve vivir siquiera?
Algunos chicos de la clase dicen que les gustaría tener su propia guerra para poder ir allí y desquitarse. Un chico dice: «Ah, qué gilipollez, nunca puedes desquitarte», y le abuchean y lo hacen callar a gritos. Se llama Richard, y al parecer es bien sabido que es un comunista. El jefe de departamento toma notas, probablemente en el sentido de que he perdido el control de la clase permitiendo que suene más de una voz en el aula. Me desespero. Levanto la voz:
—¿Alguno ha visto una película sobre soldados alemanes que se llama
Sin novedad en el frente?
No, no la han visto, y ¿por qué iban a gastarse el dinero para ver películas sobre alemanes después de lo que nos hicieron? Malditos boches.
—¿Cuántos de vosotros sois italianos?
Media clase.
—Y ¿nunca querríais ver una película italiana, después de que Italia combatiera contra Estados Unidos en la guerra?
No, no tiene nada que ver con la guerra. Es sólo que no quieren ver esas películas con todos esos tontos subtítulos que van tan deprisa que no se puede seguir el hilo, y cuando en la película sale nieve y los subtítulos son blancos ¿cómo demonios quieren que puedas leer algo? En muchas de esas películas italianas sale nieve y perros haciendo pis contra una pared, y en todo caso son deprimentes, con gente que está de pie en las calles esperando que pase algo.
El Consejo de Educación había dictaminado que la lección debe tener un sumario que lo unifique todo y que conduzca a una tarea para hacer en casa o a un refuerzo o a un resultado de algún tipo, pero a mí se me olvida, y cuando suena el timbre está en marcha una discusión entre dos chicos, uno que defiende a John Wayne y otro que dice que es un gran farsante que no fue a la guerra. Yo intento unificarlo todo en un amplio resumen, pero la discusión prosigue. Les digo «gracias», pero nadie me escucha, y el jefe de departamento se rasca la frente y toma notas.
Caminé hacia el metro riñéndome a mí mismo. ¿De qué ha servido? Profesor... y una leche. Debería haberme quedado en el Ejército con los perros. Estaría mejor en los muelles y los almacenes, levantando, acarreando, maldiciendo, comiéndome bocadillos gigantes, bebiendo cerveza, persiguiendo a las pelanduscas de los muelles. Al menos estaría con los míos, con la gente de mi clase, en vez de darme pisto,
acushla.
Debería haber escuchado a los curas y a la gente respetable de Irlanda, que nos decían que nos guardásemos de la vanidad, que aceptásemos nuestra suerte, que en el cielo hay un lecho para los mansos de corazón, para los de alma humilde.
—Señor McCourt, señor McCourt, espere usted.
Era el jefe de departamento, que me llamaba en voz alta desde media manzana de distancia: «Espere usted». Volví hacia él. Tenía cara amable. Creí que había venido para consolarme con un «es una lástima, joven».
Estaba sin aliento.
—Mire, yo no debería hablar con usted siquiera, pero sólo quiero decirle que recibirá los resultados de su examen dentro de unas semanas. Tiene madera de buen profesor. Quiero decir, en nombre del cielo, hasta conocía a Sassoon y Owen. O sea, la mitad de la gente que se presenta aquí no es capaz de distinguir a Emerson de Mickey Spillane. Así que, cuando reciba los resultados y busque trabajo, llámeme. ¿De acuerdo?
—Ah, sí, claro, sí, le llamaré. Gracias.
Seguí por la calle bailando, flotando. Los pájaros cantaban en el andén del ferrocarril elevado. La gente me miraba con sonrisas yrespeto. Se daban cuenta de que yo era un hombre con un puesto en la enseñanza. No era tan tonto, después de todo. Ay, Señor. Ay, Dios. ¿Qué diría mi familia? Profesor. Correrá la voz por Limerick. «¿Os habéis enterado de lo de Frankie McCourt? Jesús, es profesor, allí en Estados Unidos. Y ¿qué era cuando se marchó? Nada. Eso es lo que era. Un pobre desgraciado que parecía un zarrapastroso.» Llamaría a June. Le diría que ya me habían ofrecido un puesto en la enseñanza. En un instituto de secundaria. No estaba tan arriba como Norman, el catedrático, pero en fin... Metí una moneda de diez centavos en un teléfono público. La moneda cayó. Volví a colgar el auricular. Llamarla quería decir que necesitaba llamarla, y yo no tenía la necesidad de necesitarlo. Podía vivir sin ella en la bañera, sin el rape y sin el vino blanco. El tren entró traqueteando en la estación. Sentía ganas de decir a la gente que estaba sentada y de pie que me habían ofrecido un puesto en la enseñanza. Levantarían la vista de sus periódicos y me sonreirían. No, nada de llamar a June. Que se quedara con Norm, que echaba a perder los rapes y no sabía nada de vino, con Norm el depravado que no era capaz de tomar a June como era. No, me iría a la parte baja, a los Almacenes Portuarios, dispuesto a trabajar hasta que llegara mi licencia de profesor. Mi licencia de profesor. Quise exhibirla agitándola desde lo alto del Empire State.
Cuando llamé para interesarme por el puesto en la enseñanza, en el instituto me dijeron que lo sentían, que el amable jefe de departamento había fallecido y que lo sentían, no tenían libre ningún puesto de profesor y me deseaban buena suerte en mi búsqueda. Todo el mundo decía que mientras tuviera la licencia no me costaría encontrar un puesto de trabajo. ¿Quién diablos iba a querer una birria de trabajo como ése? Muchas horas, poco sueldo y ¿quién te agradece que te ocupes de los mocosos de Estados Unidos? Y por eso el país pedía profesores a gritos.
En un instituto tras otro me decían: «Lo sentimos, su acento va a resultar un problema. A los chicos, sabe, les gusta imitar, y tendríamos el instituto lleno de dejes irlandeses. ¿Qué dirían los padres cuando sus hijos volvieran a su casa hablando como, sabe usted, como Barry Fitzgerald? ¿Se
hazusté
cargo de nuestra situación?».
Los directores adjuntos se preguntaban cómo había conseguido que me dieran la licenciatura con ese deje. ¿Es que el Consejo de Educación ya no tenía directrices?
Me sentí descorazonado. En el Gran Sueño Americano no había lugar para mí. Volví a los muelles, donde me sentía más a gusto.
—Oiga, señor McCourt, ¿ha hecho alguna vez algún trabajo de verdad, no de profesor sino, ya sabe, trabajo de verdad?
—¿Estás de broma? ¿Qué crees que es la enseñanza? Echa una mirada a esta aula y piensa si te gustaría subir aquí arriba y hacerles frente todos los días. A vosotros. La enseñanza es más dura que trabajar en los muelles y los almacenes. ¿Cuántos de vosotros tenéis parientes que trabajen en el puerto?
Media clase, sobre todo italianos, algunos irlandeses.
—Antes de venir a este instituto, trabajé en los muelles de Manhattan, Hoboken y Brooklyn —dije.
Un chico dijo que su padre me conocía de Hoboken.
—Después de la universidad aprobé los exámenes para obtener la licencia de profesor, pero no me parecía que estuviera hecho para la vida del profesor —les conté—. No sabía nada de los adolescentes norteamericanos. No sabría qué deciros. El trabajo del puerto era más fácil. Entraban los camiones dando marcha atrás. Nosotros manejábamos los ganchos. Levantar, izar, tirar, empujar. Cargar sobre palés. Llega la carretilla elevadora, levanta la carga, da marcha atrás, deja la carga en su sitio en el almacén y vuelve al muelle de carga. Trabajabas con el cuerpo, y tu cerebro tenía el día libre. Trabajabas de ocho a mediodía, almorzabas un bocadillo de tres palmos de largo y un litro de cerveza, lo sudabas de una a cinco, salías para tu casa con hambre para cenar, dispuesto a ir a ver una película y tomarte unas cervezas en un bar de la Tercera Avenida.
Una vez que le cogías el tranquillo, te movías como un robot. Seguías el ritmo del hombre más fuerte del muelle de carga, y el tamaño no tenía importancia. Te servías de las rodillas para protegerte la espalda. Si se te olvidaba, los del muelle de carga te vociferaban: «Dios del cielo, ¿es que tienes el espinazo de goma, o qué?». Aprendías a usar el gancho de diversas maneras con las diversas cargas: cajas, sacos, cajones, muebles, grandes piezas de maquinaria grasienta. Un saco de judías o guindillas tiene voluntad propia. Puede cambiar de forma para un lado o para otro, y tienes que seguirlo. Observabas el tamaño, la forma y el peso de un artículo y te hacías cargo al momento de cómo debías levantarlo y moverlo. Aprendías las costumbres de los camioneros y ayudantes. Los camioneros autónomos eran fáciles. Trabajaban por su cuenta, se marcaban su propio ritmo. Los camioneros de empresas te pinchaban para que te dieras prisa, hombre, levanta la maldita carga, vamos, quiero largarme de aquí. Los ayudantes de los camioneros eran hoscos, trabajaran para quien trabajaran. Te hacían jueguecitos para ponerte a prueba y hacerte caer, sobre todo si creían que eras un inmigrante recién desembarcado. Si estabas trabajando cerca del borde del muelle o la dársena, dejaban caer de pronto su lado del saco o el cajón, con la fuerza suficiente para arrancarte el brazo de cuajo, y tú aprendías a no acercarte al borde de nada. Entonces se reían y decían:
«Faith an' begorrah,
Paddy», o a
los buenos días
con un falso acento irlandés. No podías quejarte de nada de esto a un jefe. Te diría: «¿Qué te pasa, chico? ¿Es que no aguantas una bromita?». Quejarte sólo servía para empeorar las cosas. La cosa podía llegar a oídos de un camionero o un ayudante, y éste podía darte un golpe accidental y tirarte de la dársena, o incluso del muelle. Un hombretón nuevo, del condado de Mayo, se ofendió cuando alguien le metió en el bocadillo la cola de una rata, y cuando amenazó con matar a quien lo hubiera hecho, lo empujaron accidentalmente al Hudson, y todos se rieron hasta que le tiraron un cabo y lo sacaron empapado del agua sucia del río. Aprendió a reírse, y dejaron de molestarle. No puedes trabajar en los muelles con la cara larga. Al cabo de un tiempo dejan de meterse contigo y corre la voz de que sabes aguantar los golpes. Eddie Lynch, el jefe del muelle de carga, me dijo que era un irlandesito duro, y aquel día tuvo más importancia para mí que el día que me ascendieron a cabo en el Ejército de Estados Unidos, porque yo sabía que no era tan duro, era simple desesperación.
Conté a mis clases que estaba tan inseguro acerca de ejercer la enseñanza, que había pensado en pasarme sencillamente el resto de mi vida en los Almacenes Portuarios, sería el pez grande de un estanque pequeño. A mis jefes les impresionaría tanto mi título universitario que me contratarían de encargado y me ascenderían a un trabajo de oficina, donde prosperaría en la vida sin duda alguna. Hasta podía llegar a jefe de todos los encargados. Yo sabía la vida que hacían los oficinistas de los almacenes o los oficinistas de todas partes. Movían papeles, bostezaban, se asomaban a la ventana a mirar a los que trabajábamos como esclavos en el muelle de carga.
No hablé a mis alumnos de Helena, la telefonista que ofrecía algo más que rosquillas en la parte trasera del almacén. Me sentí tentado, hasta que Eddie me dijo que te bastaba con rozarla para acabar en el hospital de Saint Vincent con unas purgaciones.
Lo que echaba de menos de los muelles era el modo en que la gente decía lo que pensaba sin que le importara una mierda. No como los catedráticos de la universidad, que te decían «por una parte sí, por otra parte no», y no sabías qué pensar. Era importante saber lo que pensaban los catedráticos para poder soltárselo a su vez en los exámenes. En los almacenes todos se insultaban en broma hasta que alguien se pasaba de la raya y salían a relucir los ganchos. Cuando eso pasaba, la cosa era notable. Por el modo en que las risas se apagaban y las sonrisas se hacían más tensas se notaba que algún bocazas se estaba pasando de la raya, y se sabía que lo que venía a continuación era el gancho o el puño.
Cuando había peleas en los muelles y las dársenas se interrumpía el trabajo. Eddie me contó que los hombres se cansaban de levantar y acarrear y apilar, siempre lo mismo año va año viene, y que por eso se insultaban y empujaban unos a otros hasta el borde de una pelea de verdad. Algo tenían que hacer para romper la rutina y las largas horas en silencio. Yo le dije que a mí no me importaba pasarme el día entero trabajando sin decir una palabra, y él dijo:
—Sí, pero tú eres especial. Sólo llevas aquí año y medio. Si llevaras en esto quince años, también se te soltaría la lengua. Algunos de estos tipos lucharon en Normandía y en el Pacífico, y ¿qué son ahora? Unos burros. Unos burros que ya tienen condecoraciones. Unos burros patéticos en un trabajo sin futuro. Allá en la calle Hudson se emborrachan y presumen de sus medallas, como si al mundo le importara una mierda. Te dicen que trabajan por los hijos, los hijos, los hijos. Una vida mejor para los chicos. Dios, cuánto me alegro de no haberme casado.