Si no hubiera escrito
Las cenizas de
Angela,
habría muerto suplicando: «Sólo un año más, Dios mío, sólo un año más, porque este libro es la única cosa que quiero hacer en la vida, en lo que me queda de vida». Nunca soñé con que se convirtiera en un best seller. Había albergado la esperanza de que estaría en los estantes de las librerías mientras yo acechaba por los pasillos para ver a las mujeres hermosas pasar las páginas y verter alguna que otra lágrima. Comprarían el libro, desde luego, se lo llevarían a su casa y leerían mi historia echadas en un diván y tomándose una infusión o un buen jerez. Encargarían ejemplares para todas sus amigas.
En
Lo es
escribí sobre mi vida en Estados Unidos y sobre cómo me hice profesor. Cuando se publicó, me quedó una sensación pertinaz de que había despachado con demasiada facilidad el tema de la enseñanza. En Estados Unidos se admira y se premia a los médicos, a los abogados, a los generales, a los actores, a la gente de la televisión y a los políticos. No a los profesores. La enseñanza es la fregona de las profesiones. A los profesores se les dice que entren por la puerta de servicio o por la parte de atrás. Se les felicita por tener TTL (Tanto Tiempo Libre). Se habla de ellos con condescendencia y se les dan palmaditas, a posteriori, en las canas. «Ah, sí, yo tenía una profesora de Lengua Inglesa, la señorita Smith, que me inspiró mucho. No olvidaré jamás a la buena señorita Smith. Solía decir que si en sus cuarenta años de enseñanza conseguía llegar al corazón de un chico, todo le habría valido la pena. Moriría feliz.» Luego, la profesora de Lengua Inglesa que nos inspiró se difumina entre sombras grises para subsistir el resto de sus días con una pensión mezquina, soñando con ese chico al que podía haber llegado. Sigue soñando, profesora. No te rendirán homenaje.
Piensas que entrarás en el aula, te quedarás parado un momento, esperarás a que se haga el silencio, les verás abrir los cuadernos y preparar los bolígrafos, les dirás tu nombre, lo escribirás en la pizarra, te pondrás a enseñar.
Tienes en tu mesa el programa de Lengua Inglesa que te ha proporcionado el centro. Les enseñarás ortografía, vocabulario, gramática, comprensión lectora, redacción, literatura.
No ves el momento de llegar a la literatura. Mantendréis debates animados sobre poesías, obras de teatro, ensayos, novelas, relatos cortos. Las manos de los ciento setenta estudiantes vibrarán en el aire, y ellos exclamarán «señor McCourt, yo, yo, quiero decir algo».
Tienes la esperanza de que querrán decir algo. No quieres que se te queden mirando embobados mientras te esfuerzas desesperadamente por mantener viva la lección.
Devorarás con deleite los corpus de la literatura inglesa y estadounidense. Qué bien lo pasarás con Carlyle y Arnold, con Emerson y Thoreau. No ves el momento de llegar a Shelley, Keats y Byron, y al bueno de Walt Whitman. A tus clases les encantará todo ese romanticismo y rebelión, todo ese desafío. A ti mismo te encantará, porque muy dentro de ti y en tus sueños, eres un romántico desenfrenado. Te ves a ti mismo en las barricadas.
Los directores y otras figuras de autoridad que pasen por los pasillos oirán ruidos de emoción en tu aula. Mirarán por la venta nula de la puerta, asombrados al ver tantas manos levantadas, interés y emoción en las caras de esos chicos y chicas, de esos fontaneros, electricistas, esteticistas, carpinteros, mecánicos, mecanógrafas, torneros.
Te nominarán para recibir premios: Profesor del Año, Profesor del Siglo. Te invitarán a Washington. Eisenhower te dará la mano. Los periódicos te pedirán a ti, un simple profesor de secundaria, tu opinión sobre la educación. Esto será un notición: a un profesor de secundaria le piden su opinión sobre la educación. Caray. Saldrás en la televisión.
En la televisión.
Figúrate: un profesor de secundaria en la televisión.
Te llevarán en avión a Hollywood, donde saldrás en películas sobre tu propia vida. Comienzos humildes, niñez miserable, problemas con la Iglesia (a la que plantaste cara con valor), imágenes de ti mismo solitario en un rincón, leyendo a la luz de una vela a Chaucer, Shakespeare, Austen, Dickens. Tú estás allí en el rincón, abriendo con dificultad tus pobres ojos enfermos, leyendo valerosamente hasta que tu madre te quita la vela, te dice que si no lo dejas se te van a caer los ojos de la cara. Tú le suplicas que te devuelva la vela, que sólo te quedan cien páginas para terminar
Dombey e hijo,
y ella te dice: «No, no quiero tener que hacerte de lazarillo por Limerick y que la gente me pregunte cómo es que te has quedado ciego si hace un año estabas dando patadas a una pelota como el que más».
Tú dices que sí a tu madre porque conoces la canción:
El amor de una madre es una bendición
vayas por donde vayas
cuídala mientras la tengas
la echarás de menos cuando falte.
Además, cómo ibas a replicar a una madre de película, representada por alguna de esas actrices irlandesas mayores, Sarah Ailgood o Una O'Connor, con esas lenguas mordaces y esas caras de sufrimiento. Tu madre de verdad también tenía una buena cara de pesadumbre, pero nada como verla en la gran pantalla, en blanco y negro o a todo color.
A tu padre podría representarlo Clark Gable, sólo que
a)
a lo mejor no era capaz de reproducir el acento del norte de Irlanda que tenía tu padre, y
b)
sería caer muy bajo después de
Lo que el viento se llevó,
que, como recuerdas, estuvo prohibida en Irlanda, según se dice, porque Rhett Butler llevaba en brazos a Scarlett, su propia esposa, escaleras arriba y hasta la cama, lo que inquietó a los censores cinematográficos de Dublín y les hizo prohibir la película entera. No; haría falta otra persona para representar el papel de tu padre, porque los censores irlandeses estarían vigilando con atención, y tú te llevarías una gran desilusión si a la gente de Limerick, tu ciudad, y a la del resto de Irlanda les privaran de la oportunidad de ver la historia de tu infancia desgraciada y tu subsiguiente triunfo como profesor y estrella del cine.
Pero la historia no terminaría allí. La verdadera historia sería la de cómo, al final, te resististe a los cantos de sirena de Hollywood; la de cómo, después de noches de ser obsequiado con cenas, vinos, fiestas e invitaciones al lecho de las estrellas femeninas, consagradas y en ciernes, descubriste la vacuidad de sus vidas, cómo te abrían sus corazones recostadas sobre diversas almohadas de satén, cómo las escuchabas con punzadas de remordimiento cuando manifestaban su admiración por ti, porque tú, por tu entrega a tus estudiantes, te habías convertido en un ídolo y en un símbolo en Hollywood, cómo ellas, las estrellas femeninas encantadoras, consagradas y en ciernes, lamentaban haber ido por el mal camino, abrazando la vacuidad de sus vidas en Hollywood, sabiendo que, si renunciaban a todo aquello, podrían disfrutar a diario de la integridad de enseñar a los futuros artesanos, tenderos y mecanógrafas de América. Qué sensación debe dar, te dirían, despertarse por la mañana, saltar alegremente de la cama, sabiendo que tienes por delante todo un día en el que harás una labor santa con la juventud de América, satisfecho con tu escasa remuneración, pues tu verdadera recompensa es el brillo de agradecimiento en los ojos atentos de tus estudiantes cuando te entregan los regalos que te envían sus padres, agradecidos y llenos de admiración: galletas, pan y pasta caseros, y de vez en cuando una botella de vino de las parras que tienen en el patio trasero las familias italianas, las madres y los padres de tus ciento setenta alumnos del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en el distrito de Staten Island, de la ciudad de Nueva York.
Ya llegan.
Y yo no estoy preparado. ¿Cómo iba a estarlo?
Soy un profesor nuevo, y estoy aprendiendo con la práctica.
El primer día de mi carrera profesional como enseñante estuvieron a punto de despedirme por haberme comido el bocadillo de un chico de secundaria. El segundo día estuvieron a punto de despedirme por haber mencionado la posibilidad de mantener relaciones amistosas con una oveja. Aparte de esto, en los cerca de treinta años que pasé en las aulas de secundaria de Nueva York no pasó nada extraordinario. Yo dudaba a menudo de si debía estar allí siquiera. Al final me preguntaba cómo había aguantado tanto.
Estamos en marzo de 1958. Estoy sentado tras mi mesa en un aula vacía del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en el distrito de Staten Island, en la ciudad de Nueva York. Jugueteo con los instrumentos de mi nuevo oficio: cinco carpetas de papel fuerte, una para cada clase; un manojo de anillas de goma que se deshacen; un bloc de papel marrón, fabricado en tiempo de guerra y salpicado de motas de los ingredientes con que lo hicieron; un borrador de pizarra desgastado; un taco de fichas blancas que introduciré, por filas, en las ranuras de este archivador rojo descabalado para que me ayuden a recordar los nombres de ciento sesenta y tantos chicos y chicas que se sentarán en filas todos los días, en cinco clases diferentes. En las fichas anotaré sus faltas de asistencia y sus retrasos, y haré pequeñas marcas cuando los chicos y las chicas hagan cosas malas. Me dicen que debo tener un bolígrafo rojo para las cosas malas, pero el centro no me ha proporcionado ninguno, y ahora tengo que pedir uno con un impreso o comprarlo en una tienda, porque el bolígrafo rojo para anotar las cosas malas es el arma más poderosa del profesor. Hay muchas cosas que tendré que comprar en una tienda. En los Estados Unidos de Eisenhower hay prosperidad, pero ésta no llega a los centros de enseñanza, al menos a los profesores nuevos que necesitan materiales para sus clases. Hay una nota de un director adjunto encargado de la administración que recuerda a todos los profesores las estrecheces de las arcas municipales y pide encarecidamente que se utilicen estos suministros con moderación. Esta mañana tengo que tomar decisiones. El timbre sonará dentro de un momento. Ellos entrarán en tropel y ¿qué dirán si me ven sentado tras la mesa? «Eh, mirad. Se esconde.» Son expertos en profesores. Si te sientas tras la mesa das a entender que tienes miedo o que eres perezoso. Te estás sirviendo de la mesa como de una barrera. Es mejor ponerte de pie y salir al frente. Planta cara. Sé hombre. Si cometes un solo error en tu primer día, tardarás meses en recuperarte.
Los chicos que llegan son alumnos de segundo de secundaria, tienen dieciséis años, llevan once años en la escuela, desde el jardín de infancia hasta hoy. Así que han visto pasar profesores de todo tipo: viejos, jóvenes, duros, amables. Los chicos observan, escrutinan, juzgan. Entienden el lenguaje corporal, el tono de voz, el semblante en general. Tampoco es que se sienten en corrillos en los servicios o los comedores para comentar estas cosas. Simplemente, las han ido absorbiendo a lo largo de once años, las pasan a las generaciones siguientes. «Ojo con la señorita Boyd —dicen—. Deberes, chico, deberes..., y los corrige. Los corrige. Como no está casada, no tiene otra cosa que hacer. Procura siempre tener profesoras casadas, con hijos. Ésas no tienen tiempo para sentarse con papeles y libros. Si a la señorita Boyd se la tiraran con regularidad, no mandaría tantos deberes. Se queda allí sentada, en su casa, con su gato, oyendo música clásica, corrigiendo nuestros deberes, fastidiándonos. Otros profesores no son así. Te mandan un montón de deberes, comprueban si los has entregado, ni siquiera los miran. Les puedes copiar una página de la Biblia, y ellos te escriben en lo alto de la página: "Muy bien". La señorita Boyd no es así. Te pilla al momento. "Perdona, Charlie, ¿esto lo has escrito tú mismo?". Y tienes que reconocer que no, que no lo has escrito tú, y ya la has cagado, tío.»
Llegar temprano es un error; te deja demasiado tiempo para pensar en lo que te espera. ¿De dónde he sacado yo el valor de creerme capaz de poder con los adolescentes norteamericanos? Ha sido por ignorancia. Por eso he tenido el valor. Es la era de Eisenhower, y los periódicos hablan del gran descontento de los adolescentes norteamericanos. Son «los hijos perdidos de los hijos perdidos de la generación perdida». Las películas, los musicales, los libros, nos hablan de su descontento:
Rebelde sin causa, Rebelión en las aulas,
West Side Story,
El guardian entre el centeno.
Sueltan discursos desesperados. La vida no tiene sentido. Todos los adultos son unos farsantes. ¿De qué sirve la vida, en todo caso? No tienen ninguna ilusión por el futuro, ni siquiera una guerra propia en la que puedan matar a indígenas en lugares remotos para luego desfilar por Broadway bajo una lluvia de serpentinas, con medallas y cojeras que despierten la admiración de las chicas. De nada les sirve quejarse a sus padres, que acaban de hacer una guerra, ni a sus madres, que esperaban a los padres mientras éstos hacían la guerra. Los padres dicen: «A callar. Déjame en paz. Tengo una libra de metralla en el culo, y no estoy para que me vengas a chinchar y lloriquear tú, con la tripa llena y el armario abarrotado de ropa. Caray, cuando yo tenía tu edad iba a trabajar a un desguace, antes de pasar a trabajar en los muelles para poder mandarte a la escuela, desgraciado. Vete a reventarte las condenadas espinillas y déjame leer el periódico».
Hay tanto descontento entre los adolescentes, que forman bandas y tienen peleas con otras bandas; no se trata de escaramuzas como las que se ven en las películas, con amores imposibles y fondo de música dramática, sino peleas rabiosas en las que se gruñen e insultan mutuamente, en las que los italianos, los negros, los irlandeses y los puertorriqueños se atacan con cuchillos, cadenas, bates de béisbol, en Central Park y Prospect Park, y manchan la hierba con su sangre, que siempre es roja, venga de donde venga. Y si hay una muerte, la opinión pública se indigna y se lanzan acusaciones de que estas cosas tan terribles no pasarían si los centros de enseñanza y los profesores estuvieran haciendo su trabajo como es debido. Hay patriotas que dicen: «Si estos chicos tienen tiempo y energía para luchar entre sí, ¿por qué no podemos enviarlos al extranjero a luchar contra los malditos comunistas, y así arreglamos el problema de una vez para todas?».
Muchos consideraban los institutos de formación profesional como vertederos para arrojar en ellos a los estudiantes que no estaban capacitados para asistir a los institutos de enseñanza secundaria. Eso era esnobismo. Al público no le importaba que miles de jóvenes quisieran ser mecánicos de automóviles, esteticistas, torneros, electricistas, fontaneros, carpinteros. No querían perder el tiempo con la Reforma, la Guerra de 1812, Walt Whitman, la apreciación artística, la vida sexual de la mosca de la fruta.