Authors: Franz Kafka
—Llévale primero la sopa —dijo—, tiene que fortalecerse para nuestra entrevista, lo va a necesitar.
—¿Usted también es un cliente del abogado? —dijo el comerciante en voz baja desde su esquina sólo para confirmar.
—¿Qué le importa a usted eso? —dijo K.
Pero Leni intervino:
—Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa —dijo Leni a K y sirvió la sopa en un plato—. Pero temo que se duerma; en cuanto come, se duerme.
—Lo que voy a decirle le mantendrá despierto —dijo K.
—Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante, quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el plato, le dio un golpe cariñoso y musitó:
—En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo antes.
—Ve —dijo K—, ve.
—Sé más amable —dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva. Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probable mente hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando, permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto.
K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
—Permanezca sentado —dijo K, y puso una silla a su lado—. ¿Es un viejo cliente del abogado? preguntó K.
—Sí —dijo el comerciante—, desde hace muchos años.
—¿Cuántos años hace que le representa? —preguntó K.
—No sé qué quiere decir —dijo el comerciante—, en asuntos jurídicos y de negocios tengo un negocio de granos—, me asesora desde que asumí el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí, hace más de cinco años —añadió, y sacó una cartera—. Lo tengo apuntado aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo en la memoria. Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años.
K se acercó aún más a él.
—Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos ordinarios —dijo K.
Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy tranquilizadora.
—Cierto —dijo el comerciante, y susurró a K: Se dice incluso que es más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.
Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el hombro de K y dijo:
—Le suplico que no me traicione.
K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
—No se preocupe, no soy ningún traidor.
—Él es muy vengativo dijo el comerciante.
—No hará nada contra un cliente tan fiel —dijo K.
—¡Oh, sí! —dijo el comerciante—, cuando se excita no conoce diferencias. Además, no le soy tan fiel.
—¿Por qué no? —preguntó K.
—¿Puedo confiarle algo? —preguntó el comerciante indeciso.
—Creo que puede —dijo K.
—Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.
—Es usted muy precavido —dijo K—, le diré un secreto que le tranquilizará por completo. Así que, ¿en que consiste su infidelidad con el abogado?
—Yo tengo… —dijo el comerciante indeciso, en un tono como si estuviera confesando algo deshonroso—, además de él tengo otros abogados.
—Eso no es tan malo —dijo K un poco decepcionado.
—Aquí sí —dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque después de las palabras de K tuvo más confianza—. No está permitido. Y lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros abogados intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados.
—¡Cinco! —exclamó K, el número le dejó asombrado. ¿Cinco abogados además de éste?
El comerciante asintió:
—Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.
—Pero, ¿para qué necesita tantos abogados? —preguntó K.
—Los necesito a todos —dijo el comerciante.
—¿Me lo puede explicar?
—Encantado —dijo el comerciante—. Ante todo no quiero perder el proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil. Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta, ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa, en la que trabajo con un aprendiz. Este repliegue no se ha debido exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.
—Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados? —preguntó K—. Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.
—Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco —dijo el comerciante—. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos. Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible. Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.
—¿Cómo sabe que he estado allí? —preguntó K.
—Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.
—¡Qué casualidad! —exclamó K, tan absorbido por la conversación que había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el comerciante. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando pasé. Sí, yo pasé por allí una vez.
—No es tanta casualidad —dijo el comerciante—, estoy allí casi todos los días.
—Tendré que ir más —dijo K—, pero no seré recibido con tanto decoro como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.
—No —dijo el comerciante—, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con rapidez.
—Así que ya lo sabía —dijo K—, entonces mi comportamiento le debió de parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?
—No —dijo el comerciante—. Todo lo contrario. No son más que tonterías.
—¿Que son tonterías? —preguntó K.
—¿Por qué pregunta eso? —dijo el comerciante enojado—. Parece no conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás, pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve. Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados ¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas para quedar confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.
—¿En mis labios? —preguntó K, sacó un espejo y se contempló—. No noto nada especial en mis labios, ¿y usted?
—Yo tampoco —dijo el comerciante—. Nada en absoluto.
—Qué supersticiosa es la gente —exclamó K.
—¿Acaso no lo dije? —preguntó el comerciante.
—¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones? —preguntó K—. Hasta ahora me he mantenido apartado.
—Por regla general no conversan entre ellos —dijo el comerciante—, no sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Sólo un individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común, uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se difunden por sí mismas.
—Yo vi a los señores en la sala de espera —dijo K—, y su espera me pareció inútil.
—Esperar no es inútil —dijo el comerciante—, inútil es actuar por sí mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados. Se podría creer —yo mismo lo creí al principio—, que podría delegar en ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende?
—No —dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez—, pero quisiera pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para mí y no le puedo seguir muy bien.
—Está bien que me lo recuerde —dijo el comerciante—, usted es nuevo, un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año, ¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más evidente del mundo.
—¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado? —preguntó K, aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.
—Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años —dijo el comerciante hundiendo la cabeza—, no es un logro pequeño —y se calló un rato.
K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para servir una sopa.
—Recuerdo muy bien —comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó toda su atención— cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy satisfecho con él.
«Aquí me voy a enterar de todo» —pensó K, y asintió insistentemente con la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo que tuviera importancia.
—Mi proceso —continuó el comerciante— no progresaba, se llevaban a cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al abogado, presentó varios escritos judiciales…
—¿Varios escritos judiciales?
—Sí, cierto —dijo el comerciante.
—Eso es importante para mí —dijo K—, en mi causa aún trabaja en el primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida vergonzosamente.
—Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples causas justificadas —dijo el comerciante—. Por lo demás, en lo que respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal; adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados, cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba; un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado. Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además, el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso en mi causa.
—¿Qué progreso quería usted ver? —preguntó K.
—Sus preguntas son muy razonables —dijo el comerciante sonriendo—, raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso era una molestia —hoy, con el teléfono, es mucho mejor—, además, se empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito, como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina. Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado. Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales. Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca, están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto a los despreciables abogados intrusos.