El proceso (17 page)

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Authors: Franz Kafka

BOOK: El proceso
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Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían esperado inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron mutuamente sin decir palabra.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó K, y se volvió hacia el empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del despacho de K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello del abrigo y se abrochó el último botón.

En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo cómo K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:

—¿Se va ya, señor gerente?

—Sí —dijo K enderezándose—. Tengo que terminar un negocio.

Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.

—¿Y los señores? —preguntó. Ya esperan desde hace tiempo.

—Ya nos hemos puesto de acuerdo —dijo K. Pero los señores ya no se callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas horas si sus asuntos no fueran importantes y no fuera necesario tratarlos confidencial y detalladamente. El subdirector les prestó atención, contempló a K, que sostenía el sombrero en la mano y le quitaba el polvo, y dijo:

—Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra, asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos, naturalmente, deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios y sabemos valorar en su justa medida el tiempo de los hombres de negocios. ¿Quieren entrar a este despacho? —y abrió la puerta que conducía a su antedespacho.

¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que K se veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que era necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas esperanzas a un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño irreparable. Habría sido mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a los dos señores que aún esperaban. K lo habría intentado si en ese instante no hubiese visto al subdirector en su despacho, buscando en los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo. Cuando K, irritado por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector exclamó:

—Ah, aún no se ha ido —y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían ser huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a buscar.

—Busco la copia de un contrato —dijo—, que, según el representante de la empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a buscar?

K dio un paso, pero el subdirector dijo:

—Gracias, ya lo he encontrado —y regresó a su despacho con un paquete de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.

«Ahora no le puedo hacer sombra —se dijo K—, pero cuando logre arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y además con amargura».

Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se presentaba la ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego abandonó el banco casi feliz de poder dedicarse con exclusividad a su asunto.

Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales, precisamente en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado en el que había estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran más oscuras, las calles estaban llenas de suciedad, que se acumulaba alrededor de la nieve. En la casa en que vivía el pintor sólo estaba abierta una hoja de la puerta, en la otra habían abierto un agujero, a través del cual, cuando K se aproximó, fluía una repugnante sustancia amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose en un canal cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor reinante, procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte opuesta. La puerta del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban una pieza y la golpeaban con martillos. Una gran plancha de hojalata colgaba de la pared y arrojaba una luz pálida que penetraba entre dos de los empleados e iluminaba los rostros y los mandiles. K sólo dedicó una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo más pronto posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en su trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento, le faltaba la respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran excesivamente altos y el pintor debía de vivir en el ático. El aire también era muy opresivo, no había hueco en la escalera, sino que ésta, muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados por muros, en los que sólo de vez en cuando había una pequeña ventana. Precisamente en el momento en el que K se detuvo para descansar, salieron varias niñas de una vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió lentamente, alcanzó a una de las niñas que había tropezado y se había quedado rezagada y le preguntó, mientras las demás seguían subiendo:

—¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?

La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo y le miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían impedido que se corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a K miradas provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y preguntó:

—¿Conoces al pintor Titorelli?

Ella asintió y preguntó a su vez:

—¿Qué quiere usted de él?

A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.

—Quiero que me haga un retrato —dijo él.

—¿Un retrato? —preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente o desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido que pudo detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo conforme subían. K volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente rellano. Aparentemente habían sido informadas por la jorobada y le esperaban. Estaban colocadas a ambos lados de la escalera y se apretaron contra la pared para que K pudiera pasar cómodamente entre ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus rostros, así como su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y perdición. Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás de K y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K tenía que agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto. Quería seguir subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a la vivienda de Titorelli. La escalera que tuvo que tomar era aún más estrecha, muy larga, sin giros y finalizaba directamente ante la puerta cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista de una pequeña claraboya y, por esta causa, mejor iluminada que la escalera, estaba hecha de tablas ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado con un pincel grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K, acompañado de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió, probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un hombre en pijama.

—¡Oh! —gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas empujaron a K para que subiese con mayor rapidez.

Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo invitó a entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin embargo, las rechazó. No las quiso dejar pasar por más que se lo suplicaron. Sólo la jorobada logró deslizarse hasta el interior pasando por dejo de su brazo, pero el pintor la persiguió, la cogió por la falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la puerta con las otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se habían atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al pintor algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rió el pintor. Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos. Luego el pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le estrechó la imano y dijo:

—Pintor Titorelli.

K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y dijo:

—Parece que le quieren mucho en la casa.

—¡Ah, esas pordioseras! —dijo el pintor, que intentó en vano abrocharse el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y llevaba puestos unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que estaban ajustados a la cintura con un cordel, cuyos largos cabos se balanceaban de un lado a otro.

—Esas pordioseras son una verdadera carga —continuó, dejó de intentar abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una silla para K y casi le obligó a sentarse.

—Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que usted ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo entran si se lo permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se han hecho una llave de la cerradura y se la prestan unas a otras. No se puede imaginar lo pesadas que son. Una vez vine con una dama para pintarla, abrí la puerta con mi llave y encontré a la jorobada pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus hermanas pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer, tarde por la noche —le suplico que, en consideración a ello, perdone mi estado y el desorden de la habitación—, quiero irme a la cama y de repente noto un pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y saco a una de esas pordioseras. No entiendo por qué la han tomado conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo ha visto usted. Naturalmente que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto gratuitamente a mi disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.

Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita suave y temerosa:

—Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.

—¿Yo tampoco? —preguntó otra de las niñas.

—Tampoco —dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.

K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre de estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho. Todo, suelo, paredes y techo, era de madera, entre las tablas había resquicios. Frente a K estaba situada la cama, cubierta con mantas de distinto color. En medio de la habitación, sobre un caballete, había un cuadro cubierto con una camisa, cuyas mangas llegaban hasta el suelo. Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver más que la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.

El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio al pintor y dijo:

—Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a visitarle.

El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como un pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer que Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por añadidura, el pintor preguntó:

—¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?

K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el fabricante en la carta? K había considerado evidente que el fabricante informaría al pintor en la carta de que K sólo tenía interés en preguntar acerca de su proceso. ¿Se había precipitado al venir de un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora tenía que responder al pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:

—¿Está trabajando en un cuadro?

—Sí —dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en la cama, sobre la carta—. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está terminado.

La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos del sitial.

«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al pintor sobre su significado.

—Tengo que trabajar más en ella —respondió el pintor, cogió un lápiz para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que apareciese más precisa para K.

—Es la justicia —dijo finalmente el pintor.

—Ahora la reconozco —dijo K. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero posee alas en los talones y está en movimiento.

—Sí —dijo el pintor—, pero la tengo que pintar así por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.

—No es una buena combinación —dijo K sonriendo—. La justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia justa.

—Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente —dijo el pintor.

—Sí, claro —dijo K, que no había querido molestar al pintor con su indicación—. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.

—No —dijo el pintor—, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es pura invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.

—¿Cómo? —preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que decía el pintor—. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.

—Sí —dijo el pintor—, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha sentado en un sitial así.

—¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el presidente de un tribunal supremo.

—Sí, los señores son vanidosos —dijo el pintor—. Pero tienen permiso de sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le prescribe con exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia, en el cuadro no se pueden apreciar los detalles del traje y del sitial, la pintura al pastel no es adecuada para este tipo de retratos.

—Sí —dijo K—, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.

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