—Éste es un pobre muchacho ignorante, que quizá ha sido hostigado por el hambre… ¿Sabes, buena mujer, que si se roba una cosa de valor superior a trece peniques y medio, dice la ley que el ladrón debe ser ahorcado?
Estremeciose el rey, que abrió desmesuradamente los ojos de terror, pero supo dominarse y guardar silencio. No así la mujer, que se puso en pie de un salto, temblando de espanto, y gritó:
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Santo cielo! Por nada del mundo querría que ahorcaran al infeliz. ¡Ah! ¡Salvadme de eso, señor! ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?
Mantuvo el juez la dignidad de su cargo y contestó con sencillez:
—Sin duda se puede revisar el valor, porque aún no consta en autos.
—Entonces, en nombre de Dios; decid que el cerdo vale sólo ocho peniques, y bendiga Dios el día que ha descargado mi conciencia de tan gran remordimiento.
En su júbilo, Miles Hendon olvidó toda compostura y sorprendió al rey, y ofendió su dignidad, echándole los brazos al cuello y estrechándole contra su pecho. La mujer se despidió agradecida y salió con su cerdo, y cuando el alguacil le abrió la puerta la siguió a la angosta antecámara. El juez se puso a escribir en los autos. Hendon, siempre alerta, pensó que no estaría mal averiguar por qué había seguido el alguacil a la mujer, y salió de puntillas a la sombría antecámara, y escuchó una conversación más o menos como ésta:
—Es un cerdo muy gordo y promete estar riquísimo. Te lo voy a comprar. Aquí tienes los ocho peniques.
—¿Ocho peniques? ¡Estás fresco! Me cuesta a mí tres chelines y ocho peniques en buena moneda del último reinado, que el viejo Enrique qué acaba de morir no había tocado en su vida. ¡Una higa para vuestros ocho peniques!
—¿Ahora salimos con ésas? Has prestado juramento y has jurado en falso al decir que no valía más que ocho peniques. Ven en seguida conmigo ante su señoría a responder de tu delito… y el muchacho será ahorcado.
—¡Callad, callad! No digáis más, que a todo me allano. Dadme los ocho peniques y callaos la boca.
Fuese la mujer corriendo y Hendon volvió a la sala del tribunal, donde no tardó en seguirle el alguacil, después de esconder su compra en lugar conveniente. El juez escribió un momento más, y después leyó al rey un auto muy moderado y clemente, en el cual le sentenciaba a un corto encierro en la cárcel común, que sería seguido de una azotaina pública. El rey, asombrado, abrió la boca y probablemente se disponía a ordenar que decapitaran en el acto al buen juez, cuando observó una seña de aviso de Hendon y logró cerrar los labios antes de proferir palabra. Hendon le tomó de la mano, hizo una reverencia al juez y ambos partieron hacia la cárcel, custodiados por el alguacil. En el momento en que llegaron a la calle, el airado monarca se detuvo, desprendió la mano de la de Hendon y exclamó:
—¡Idiota! ¿Te imaginas que voy a entrar vivo en una cárcel pública?
Hendon se inclinó y le dijo con cierta dureza:
—¿Quieres confiar en mí? Cállate y no vayas a empeorar nuestra situación con palabras peligrosas. Sucederá lo que Dios quiera; pero aguarda y ten paciencia, que tiempo sobrado habrá para rabiar o regocijarnos cuando lo que haya de ocurrir haya ocurrido.
El corto día de invierno tocaba casi a su fin. Las calles estaban desiertas, salvo unos cuantos viandantes desperdigados, que apresurados, con la expresión grave de quienes sólo desean cumplir su cometido lo más pronto posible para guarecerse cómodamente en sus casas, como defensa contra el creciente viento y contra la oscuridad que se hacía cada vez mayor.
No miraban ni a derecha ni a izquierda ni prestaban atención a nuestros personajes, a quienes parecían no ver siquiera. Eduardo VI se preguntó si el espectáculo de un rey camino de la cárcel habría sido contemplado alguna vez con tan sorprendente indiferencia. No tardó el alguacil en llegar a un mercado desierto, que se dispuso a cruzar, mas cuando llegó al centro de él, Hendon le puso la mano en el hombro y le dijo en voz baja:
—Espera un momento, que nadie nos oye y deseo decirte unas palabras.
—Mi deber me prohíbe escuchar. No me entretengas, que se acerca la noche.
—A pesar de todo, aguarda, porque el asunto te atañe muy de cerca: Vuélvete un momento de espaldas y finge que no ves. Deja que se escape ese pobre muchacho.
—¿A mí con ésas? Te prendo en…
—No te precipites. Ándate con cuidado y no cometas una sandez —agregó Hendon, bajando la voz hasta un susurro y hablando al oído del hombre—. El cerdo que has comprado por ocho peniques te puede costar la cabeza.
El pobre alguacil, tomado de sorpresa, se quedó al pronto sin habla, mas luego empezó a proferir amenazas. Hendon, sin alterarse, esperó con paciencia hasta que se le acabó la cuerda, y luego dijo:
—Me has sido simpático, amigo, y no quisiera que te ocurriera daño. Ten en cuenta que lo he oído todo, como te lo probaré.
Y a renglón seguido le repitió, palabra por palabra, la conversación que el alguacil sostuvo con la mujer en la antecámara del tribunal, y terminó diciendo:
—¿Te lo he contado bien? ¿No crees que podría contárselo lo mismo al juez, si la ocasión se presentara?
El alguacil permaneció un instante mudo de temor y de desaliento; luego se repuso y dijo con forzado desembarazo:
—Mucho valor quieres tú darle a una broma. No he hecho más que engañar a la mujer para divertirme.
—¿Y para divertirte guardas el cerdo?
—Sólo para ello, señor —repuso vivamente el alguacil—. Ya te he dicho que no fue más que una broma.
—Empiezo a creerte —contestó Hendon, con acento en que se mezclaban la burla y la convicción, pero aguarda aquí un momento, mientras corro a preguntar a su señoría, porque sin duda, como hombre experto en leyes, en bromas y en…
Quiso alejarse sin dejar de hablar, pero el alguacil vaciló, profirió uno o dos juramentos, y por fin exclamó:
—Espera, espera, señor. Te ruego que esperes un poco. ¡El juez! Tiene con los bromistas tan poca compasión como un cadáver. Ven y seguiremos hablando. ¡Cuerpo de tal! Por lo visto estoy en un atolladero y todo por una burla inocente y sin malicia. Señor, tengo familia y mi mujer y mis hijos… Atiende a razones, señor. ¿Qué quieres de mí?
—Sólo que seas ciego, mudo y paralítico, mientras yo cuento hasta cien mil… Contaré despacio —dijo Miles Hendon con la expresión de un hombre que no pide sino un favor razonable y modesto.
—Eso es mi perdición —dijo el alguacil desesperado—. ¡Ah! Sed razonable, señor. Considerad el asunto por todos sus lados, y ved que es una pura broma, una broma manifiesta y evidente; y si alguien dijere que, no lo es, sería entonces una falta tan pequeña, tan pequeña, que la pena mayor que merecería sería una reprensión y un aviso del juez.
Hendon replicó con una solemnidad que dejó helado hasta el aire que respiraba el alguacil:
—Esa burla tuya tiene un nombre en la ley. ¿Sabes cuál es?
—No lo sé. Acaso haya sido una imprudencia. Ni por sueños pensé que tuviera nombre. ¡Ah, santo cielo! Creí que era una cosa original.
—Sí. Tiene un nombre. En la ley ese delito se llama
Non compos mentís ¡ex talionis sic transit gloria Mundi
!
—¡Oh, Dios mío!
—Y su castigo es la muerte.
—¡Dios tenga piedad de mis culpas!
—Aprovechándose de la situación de una persona en peligro y que se hallaba a tu merced, te has apoderado de objetos de valor superior a trece peniques y medio sin pagar más que una miseria por ellos; y eso, a los ojos de la ley, es vejación constructiva, prisión infundada de traición, fechoría en el cargo,
ad hominem expurgatis in statu quo
, y la pena es la muerte por manos del verdugo, sin rescate, conmutación ni beneficio de clerecía.
—Sostenedme, señor, sostenedme, que me flaquean las piernas. ¡Tened compasión de mí! Evitadme esa sentencia, y me volveré de espaldas y no veré nada de cuanto ocurra.
—Bien; ahora eres sensato y razonable. ¿Y devolverás el cerdo?
—Si, lo devolveré, y no volveré a tocar otro aunque me lo envíe el cielo por mano de un arcángel. Idos, que para vosotros estoy ciego y no veo nada. Diré que me habéis atacado y que por fuerza me habéis arrancado de las manos al prisionero. Es una puerta muy vieja… Yo mismo la echaré abajo, después de medianoche.
—Hazlo así, buena alma, que no te ocurrirá daño. El juez ha tenido amorosa compasión de este pobre muchacho, y no derramará lágrimas ni romperá la cabeza a ningún carcelero por su fuga.
No bien se vieron Hendon y el rey libres del alguacil; Su Majestad recibió instrucciones de correr a un lugar determinado fuera del pueblo y esperar allí, mientras Hendon iba a la posada a pagar la cuenta. Media hora más tarde los dos amigos se encaminaban alegremente hacia el este, en las cansadas cabalgaduras de Hendon. El rey iba ya abrigado y cómodo, porque había desechado sus andrajos para vestirse con el traje de lance que Miles había comprado en el puente de Londres.
Quería el soldado no fatigar demasiado al niño, pues consideraba que las jornadas duras, las comidas irregulares y el escaso sueño serían perjudiciales para su perturbada mente, al paso que el descanso, la regularidad y el ejercicio moderado apresurarían, sin duda, su curación. Deseaba volver a ver en sus cabales a aquella perturbada inteligencia, desterradas las desafortunadas visiones de la atormentada cabecita; por consiguiente, se dirigió a jornadas cortas hacia el lugar de que llevaba tanto tiempo ausente, en vez de obedecer a los impulsos de su impaciencia y correr día y noche.
Cuando hubieron recorrido como diez millas, llegaron a un pueblo importante, donde pernoctaron en una buena posada. Reanudáronse entonces las relaciones de antes, manteniéndose Hendon detrás de la silla del rey mientras éste comía, asistiéndole y desnudándole cuando se disponía a acostarse. Lo hacía él en el suelo, al través de la puerta, envuelto en una manta.
El día siguiente y el otro siguieron su caminata despacio, sin dejar de hablar de las aventuras que habían tenido desde su separación, y gozando grandemente con sus narraciones. Hendon refirió todas sus idas y venidas en busca del rey, y le dijo cómo el arcángel le había conducido por todo el bosque, hasta llevarlo otra vez a la choza, cuando al fin vio que no sé podía desembarazar de él. Entonces —prosiguió—, el viejo entró al cubil y volvió dando traspiés y en extremo alicaído, pues dijo que esperaba encontrarse con que el niño había vuelto y se había tendido a descansar, mas no era así. Hendon aguardó todo el día en la choza, y cuando al fin perdió la esperanza del regreso del rey, partió, otra vez en su busca.
—Y el viejo Sanctasanctórum estaba verdaderamente apenado por la desaparición de Vuestra Majestad. Se le conocía en la cara.
—No lo dudo, a fe mía —contestó el rey. Tras de lo cual refirió sus aventuras, que hicieran arrepentirse a Hendon de no haber acogotado al arcángel.
El buen humor del soldado adquirió gran vuelo el último día del viaje. Sin dar paz a la lengua, habló de su anciano padre y de su hermano Arturo, y refirió hartas cosas que revelaban el generoso carácter de ambos. Tuvo palabras de exaltación para su Edita, y, en suma, estaba tan animado que hasta llegó a decir cosas cordiales y fraternales de Hugo. Habló largo y tendido de la futura llegada a Hendon Hall. ¡Qué sorpresa para todos, y qué estallido de agradecimiento y deleite se manifestaría!
Era una campiña hermosa, sembrada de casas de campo y huertos, y el camino se tendía entre vastas praderas, cuyas lejanías, señaladas por suaves altozanos y depresiones, sugerían las constantes ondulaciones del mar. Por la tarde, el hijo pródigo que regresaba a su hogar se desviaba continuamente de su camino para ver si subiendo a alguna loma le sería posible atravesar la distancia y divisar su morada. Al fin lo consiguió, y exclamó excitado:
Aquél es el pueblo, príncipe, y allá se ve mi casa. Desde ahí se alcanza a divisar las torres. Y aquel bosque es el jardín de mi casa. ¡Ah! Ya verás qué lujo y qué grandeza. ¡Una casa con setenta habitaciones, piénsalo, y con veintisiete criados! Magnífico albergue para nosotros, ¿verdad? ¡Ea! Corramos, que mi impaciencia no sufre más demora.
Apresuráronse todo lo posible, mas a pesar de todo eran las tres antes de llegar al pueblo. Los viajeros lo cruzaron sin que Hendon dejara de hablar.
—Esta es la iglesia… cubierta con la misma hiedra, ni más ni menos. Allí está la posada, el viejo
León Rojo
, y más allá el mercado. Aquí está el mayo y aquí la bomba. Nada ha cambiado, por lo menos nada más que la gente, porque en diez años la gente cambia. A algunos me parece conocer, pero a mí no me conoce nadie.
Así continuó hablando y no tardaron en llegar al extremo del pueblo, donde los viajeros se metieron por un camino angosto y tortuoso que se abría entre elevados setos, y anduvieron por él al trote cerca de media hora, para entrar después a un amplio jardín por una verja magnífica, en cuyos grandes pilares de piedra se mostraban emblemas nobiliarios esculpidos. Hallábanse en una noble morada.
—Bienvenido a Hendon Hall, rey mío —exclamó Miles—. Éste es un gran día. Mi padre, mi hermano y lady Edita sentirán tanta alegría que no tendrán ojos ni palabras más que para mí en los primeros transportes de este encuentro, y así tal vez te parezca que te acogen con frialdad; pero no te preocupes, que pronto te parecerá lo contrario, pues cuando yo diga que tú eres mi pupilo y les cuente lo que me cuesta el cariño que te profeso, ya verás cómo te estrechan contra su pecho y te hacen el don de su casa y sus corazones para siempre.
En el momento siguiente se apeó Hendon delante de la gran puerta, ayudó a bajar al rey, lo tomó de la mano y corrió al interior. A los pocos pasos dieron en un espacioso aposento; entró el soldado e hizo entrar al rey con más prisa de la que convenía, y corrió hacia un hombre que se hallaba sentado a un escritorio frente a un abundante fuego.
—¡Abrázame, Hugo, y di que te alegras de volver a verme! Llama a nuestro padre, porque esta casa no es mi casa hasta que yo estreche su mano y vea su rostro y oiga su voz una vez más.
Pero Hugo retrocedió, después de revelar una sorpresa momentánea, y clavó la mirada en el intruso; una mirada que revelaba al principio algo de dignidad ofendida, pero que se mudó al instante, como respondiendo a un pensamiento o intención internos, en una exclamación de maravillada curiosidad mezclada con una compasión real o fingida. De pronto dijo con suave acento: