El príncipe destronado (13 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El príncipe destronado
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–Calla —dijo Juan.

El Conejo y Porky entraban en el despacho del Jefe y el Jefe les decía:

–Hay una entrega para la calle de Quincalleros.

Quico pestañeó:

–¿Qué es entrega, Juan?

–Calla.

El Conejo y Porky salieron a la calle con el paquete.

–¡Jobar, cómo corre el Conejo, Juan!

Dijo Juan:

–Es que si lo lleva antes de diez minutos le dan cinco dólares.

–¿Qué es dólares, Juan?

–Pesetas.

–¡Ah!

El Conejo había cogido una patineta y se deslizaba por la calzada, el paquete atado al manillar. Porky le seguía pedaleando en un triciclo. De repente, el Conejo se estrelló contra una farola y el paquete se abrió y rodó por la calzada una bola con un cordel encendido.

–¡Una bomba, Porky! –gritó el Conejo.

Juan y Quico sonreían.

–Les va a matar —musitó Juan morbosamente.

Y la bola reventó —¡¡boooooom!!– y el Conejo y Porky volaron por los aires y aterrizaron en un alero y al mirarse el uno al otro vieron que Porky tenía la piel del Conejo y el Conejo la piel del cerdo y Quico y Juan se reían con toda su alma y antes de que se desahogaran, la Valen, que permanecía erguida en la puerta, tras ellos, como un gendarme, indiferente a los riesgos del Conejo y de Porky, les dijo:

–Ale, ahora os ponéis las calzas y a vuestra casa otra vez; ya es hora de acostaros.

Las 9

Pablo encendió la lámpara, abrió el libro, se acodó en la mesa y se sujetó la cabeza entre las manos. Leía apresuradamente, afanosamente, sin mover los labios y, al pasar las páginas, producía un ruido exagerado, como si arrebujase un periódico. Quico le miraba silenciosamente, bajo el marco de la puerta y, al entrar Mamá, corrió hacia ella y se empinó para ver a Pablo por encima de la mesa:

–Ya has venido del cole, ¿verdad, Pablo?

–¿No me ves? –respondió Pablo.

Quico sonrió, pero al observar el ceño de su hermano se calló. Mamá le revolvió el pelo a Pablo.

–¿Estás disgustado? –preguntó.

–Pché —dijo Pablo.

–Ya sabes que conmigo no necesitas disimular —añadió Mamá.

–¿A qué ton voy a estar disgustado? –preguntó Pablo—. Tú siempre quieres saber lo que pasa dentro de uno.

Mamá hacía como que no le oía. No respondía a Pablo sino a sí misma. Dijo:

–Ten valor y dile que no.

Pablo la miró de frente con firmeza, y Mamá humilló los ojos. Dijo Pablo:

–He dicho a papá que iré e iré, aunque sólo sea por él.

Los ojos de Quico despedían chiribitas.

–¿Vas a ir a la guerra de papá? –inquirió con entusiasmo.

Le miró Pablo, sorprendido.

–Eso —dijo con aplomada gravedad—, a la guerra de papá; exactamente es lo que voy a hacer, ¿cómo lo has adivinado?

Mamá examinaba el rostro de Pablo con minuciosa atención:

–No te agrada, ¿verdad?

Pablo se echó repentinamente hacia atrás.

–No lo comprendo, que es otra cosa —respondió, y pareció que iba a continuar, pero se reprimió y, por último, tras una prolongada pausa, añadió—: El padre Llanes dice que asociaciones de veteranos hay en todas partes, pero, en nuestro caso, sólo serán eficaces si vamos unidos los de un lado con los del otro. Juntos, ¿comprendes? Es la única manera de olvidar viejos rencores.

Mamá asintió con la cabeza.

–¿Eso dice un cura? –inquirió.

–Eso, pero Llanes es de los jóvenes.

Mamá hablaba ahora como entristecida, como si tuviera mil años. Aclaró:

–Si los viejos no les confunden, los jóvenes suelen ver claro; seguramente el padre Llanes tiene razón.

Pablo entornó los ojos para preguntarle a Mamá:

–Tú no estás segura de nada, ¿verdad, mamá?

Mamá no respondió al pronto; tomó a Quico de la mano y anduvo dos pasos y, entonces, se volvió y le dijo a Pablo:

–De pocas cosas, hijo. Cada día de menos cosas. –Y antes de cerrar la puerta agregó—: Haz lo que creas más conveniente.

Mamá condujo a Quico a la cocina. El transistor de la Vítora facilitaba el parte meteorológico y hablaba de un anticiclón en las Azores y Quico dijo:

–¿Es un bicho muy grande, muy grande?, di, Vito.

–¿Cuál, hijo?

–Lo que ha dicho la radio.

Mamá intervino:

–El anticiclón es el sol; es... cuando hace bueno.

–Entonces —dijo Quico—, nos vamos ya a San Sebas con Mariloli...

–Todavía, no —añadió Mamá y, después, a la Vito—: déle de cenar, pero no le fuerce. El calcio, sí, lo olvidé a mediodía.

Salió Mamá y entró Juan, y Quico dijo:

–Juan, Pablo se va a ir a la guerra de papá.

–¿Sí?

–Sí, lo ha dicho.

–¡Dios! –Se abrió su profunda mirada entoldada—: Yo, cuando sea mayor también quiero ir a la guerra de papá y matar más de cien malos. ¿Tú, Quico?

Los ojos de Quico se iban empequeñeciendo a medida que se ensanchaba la noche. Replicó:

–Yo... yo cuando sea mayor quiero ser guardia.

–Sí —dijo Juan—, ¿y si te pilla un coche?

–Pues mato al señor del coche.

Juan sonrió con suficiencia de adulto:

–Pero si estás muerto...

–Pues le mato yo antes.

La Vítora pasó la tortilla de la sartén al plato y colocó éste sobre el mármol blanco. Arrimó una silla:

–Ven acá —acomodó a Quico en sus piernas.

Quico engullía la tortilla con relativa rapidez.

–Esto te gusta, ¿eh, granuja? –dijo la Vítora.

–Como no me se hace bola...

El transistor cantaba ahora
Doña Francisquita.

–¡Madre, qué perra han cogido!

Quico cesó de masticar.

–¿Quién ha cogido una perra, Vito?

–Anda, come y calla.

Entró la Domi y, a poco, Mamá:

–¿Qué tal come?

–Bien, ya ve, el huevo.

Quico la miró:

–¿Verdad, mamá, que Pablo se va a la guerra de papá, verdad, mamá?

–Mañana —dijo Mamá.

Quico miró a Juan.

–¿Ves? –dijo triunfalmente.

La Domi iba y venía del cuarto de plancha. Una de las veces se encaró con Mamá y dijo con resolución:

–Digo, señora, que la cuenta.

–¿La cuenta? ¿Qué cuenta, Domi?

–Ande, señora, ¿cuál va a ser?, la mía.

Abría y cerraba los párpados como el muñeco de Cris, como si fuera a llorar. Y como quiera que Mamá la mirase desconcertada agregó:

–Me marcho.

–¿Se marcha?

–Ande, a ver, ¿no me ha despedido?

Se aclaró la mirada de Mamá.

Dijo:

–Domi, no trabuque las cosas a su gusto, yo no la he despedido, la he regañado, que es distinto, porque creí que debía regañarla, pero los niños la quieren y yo estoy contenta con usted, de modo que piénselo.

La Domi se reducía, se arrugaba como una ciruelita pasa. Sacó del pecho la vocecita de Rosita Encarnada para decir:

–Ande, por mí.

–Pues no hablemos más —añadió Mamá contundente—. ¿Acostó a la niña?

–Como un angelito, si usted la viera. Estaba muerta de sueño.

Mamá entornó la puerta para salir. Miró a la Domi:

–En cuanto a lo de su hijo, recuérdemelo. Se lo diré al señor; a ver si él puede hacer algo.

Salió. La Domi hizo un gesto con el pulgar.

–Ya la has oído —dijo—, ahora se vuelve atrás.

La Vítora se sofocó:

–¡Y usted! –dijo furiosa—, sólo le faltó ponerse de rodillas. Claro que a su edad, ¿dónde va a ir que más valga?

–Vamos, calla la boca, tú —respondió la Domi, enfadada.

La Vítora llenó una cuchara sopera del gran frasco blanco y se la dio a Quico. Quico cerró los ojos y tragó. Después se pasó con fuerza, reiteradamente, el antebrazo por los labios.

–¡Qué asco! –dijo.

La Domi abrió el portillo de bajo el fogón y sacó un cantero de jabón. Miró al Quico.

–No vi nunca criatura más asquerosa para comer —dijo y se dirigió al cuarto de la plancha.

La Vítora dejó la cuchara en la fregadera y se puso en jarras:

–Ya está usted con el jabón; mire que le ha cogido modorra.

Los ojos de Quico se tornaban pequeñitos y apagados. Metió la mano en el bolsillo y extrajo el tubo vacío de dentífrico. Lo destapó y sonrió, con una sonrisa lejana y corta:

–Mira, Vito, una pistola.

–Sí, majo.

Regresó la Domi:

–Anda que el Femio, ni un perro se marcha así.

–No me lo miente —dijo la Vítora. Levantó la voz—: ¡No me lo vuelva a mentar!

Juan salió de la cocina y Quico tras él. Quico avanzaba por el pasillo cansinamente. En el cuarto no había nadie. Estaba recién ventilado y olía al frío húmedo, neblinoso, de la calle. Quico miró con aprensión al Ángel de la Guarda, luego sus ojos toparon con las tijeras de uñas, sobre la mesa. Guardó el tubo de dentífrico y las cogió.

–Yo era Blas —dijo.

Juan le miraba desganadamente, pero su interés fue creciendo a medida que Quico se acercaba al enchufe del zócalo y abría las puntas de las tijeras:

–¿Qué vas a hacer?

–Arreglar la luz —respondió Quico—; yo era Blas.

Fue aproximando lentamente las puntas de las tijeras a los agujeros del enchufe y cuando se produjo el contacto saltó una llamarada azul y Quico dijo:
¡ay!
, y se oyó el tintineo de las tijeras contra los baldosines y, simultáneamente, se hicieron las tinieblas.

–Me he quemado, Juan —dijo Quico en la oscuridad y se le oía frotar la mano contra la ropa—; me hace como cosquillas.

Sonó lejana la voz de Mamá:

–¿Qué pasa?

Y, al cabo, la voz de la Vítora:

–Nada, señora, el chivato.

Pero Juan voceó:

–¡Ha sido Quico que ha metido las tijeras en el enchufe!

Al tiempo que se hizo la luz, Mamá apareció por el extremo del pasillo, taconeando firmemente y, detrás, Pablo, Marcos, Merche, la Domi y la Vítora. Quico permanecía sentado, mirando el enchufe chamuscado y las tijeras diabólicas en el suelo, restregando la manita contra el jersey rojo. La voz de Mamá era tonante e implacable como la de un general:

–¿Cómo está este niño levantado? –Le tomó por un brazo y Quico cerró los ojos y encogió el trasero, esperando el azote, pero el azote no se produjo y Mamá sólo le zarandeó mientras chillaba—: ¡Un día te vas a morir! ¿A quién se le ocurre meter las tijeras en el enchufe? Te ha dado la corriente, ¿verdad?

Quico no respondió. Observaba los rostros expectantes de sus hermanos y su consuelo fue grande al ver que Merche le guiñaba un ojo y le sonreía. Luego, uno a uno, fueron desfilando todos hacia el salón, decepcionados. La Vítora le agarró de la mano:

–Vamos, hijo —dijo—; vámonos a la cama.

Entró con él en el cuarto de baño amarillo, levantó la tapa y le puso de pie sobre la taza.

–Haz un pis bien grande —añadió sosteniéndole por la cintura.

Quico, la barbilla incrustada en el pecho, observaba el arco delgado y transparente que, misteriosamente, proyectaba su cuerpo. Al concluir, escurrieron cuatro gotitas y el breve apéndice se desmayó. Se despabiló de repente.

–¡Huy! –dijo—, me se dobla el pito.

La Vítora le tomó por las axilas.

–A ver —respondió. Apagó la luz del aseo al salir.

—¿Por qué me se dobla el pito, Vito?

–Como es de carne. Si fuera de madera o de hierro...

La Vítora se puso de pie sobre la cuna. Dijo Quico:

–De carne cocida, ¿verdad, Vito?; el pito es de carne cocida.

–A ver; de carne cocida.

Las manos agarrotadas de la Vito iban desembarazándole del jersey rojo, los pantalones, la blusa azul y los calzoncillos y ella depositaba las prendas, cuidadosamente dobladas sobre la butaca forrada de plástico. Quico bostezó aparatosamente.

–Estás que te caes de sueño, ¿eh?

El niño asintió. Miraba al Ángel de la Guarda, y al sillón rameado y a las escalerillas metálicas, y a las camas vacías de sus hermanos flanqueando su cuna, y al Arco Iris. La Vito se sentó en la cama de Marcos, sentó a Quico sobre sí y le quitó las zapatillas y los calcetines. Tomó el pijama amarillo:

–Anda, mete...; no, la otra mano, así.

Le abotonó la chaqueta hasta el cuello y dijo:

–A ver si no te meas la cama como ayer, que ya eres un mozo.

Abrió la cuna y depositó al niño entre las sábanas blancas. Dijo Quico:

–Y si no me hago pis voy al cole con Juan.

–A ver.

–¿Mañana?

–No hay día más cerca. A ver:
Jesusitooo...

Quico bostezó de nuevo y, al concluir, paladeó el bostezo y prosiguió:

–De mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón.

Dijo la Vito:

–Tuyo es.

–Mío no —respondió el niño.

La Vítora le arropó maternalmente. Dijo de súbito:

–No hemos rezado por el Femio. ¿Quieres que rezemos un poco por el Femio, Quico?

–Sí, Vito —respondió Quico, medio dormido—. ¿Se va el Femio a la guerra de papá?

La Vítora suspiró hondo:

–Para el caso. A ver, junta las manos, así.
Jesusitooo...

–... de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón.

–Tuyo es...

–Mío no.

–Que el Femio haga buen viaje, amén —concluyó la Vítora.

Le arropó de nuevo de forma que únicamente asomaran por el embozo los ojos y el gran flequillo rubio y, finalmente, le besó en la frente ruidosamente:

–Hasta mañana, y a ver si no te meas en la cama.

Apagó la luz y cerró la puerta. Quico permaneció unos segundos inmóvil, traspuesto, pero al oír el chasquido abrió unos ojos terriblemente dilatados y, girándolos en las órbitas, sin moverse, divisó el resplandor que se adentraba por el montante y, en la penumbra, la inmovilidad amenazadora del Ángel de la Guarda y sus ojos y sus alas y, de improviso, los cuernos y el rabo y, entonces, gritó con todos sus pulmones:

–¡Vito!

Pero nadie acudió y el Demonio empezaba a rebullir y, a su lado, al pie de la cuna divisó al Moro muerto y tornó a vocear:

–¡¡Vito!!

Fue Domi la que entró:

–¿A santo de qué armas este escándalo? ¿Qué es lo que quieres, di?

–Agua —dijo Quico, repentinamente apaciguado y, bajo la luz, al amparo de la Domi, el Demonio volvía a ser el Ángel de la Guarda, sin cuernos ni rabo, y el Moro, el orinal verde de plástico, y cuando retornó la Domi y le dijo:
Toma, agua
, él bebió un buche y dijo:
Sí, Domi
, y la Domi gruñó:
Y no me pidas agua ni vino porque no vuelvo a venir, ya lo sabes
, y él respondió:
Sí, Domi
y se tumbó y apretó los párpados para no advertir el advenimiento de las tinieblas, mas al sentir el ruido de la puerta, abrió un ojo, y, en la penumbra, divisó a Longinos levantando la mano con una enorme jeringa y, detrás, al Soldado, acurrucado, con un puñal, en actitud de clavarle, y sin acertar a dominarse voceó otra vez:

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