Read El príncipe destronado Online
Authors: Miguel Delibes
–La gasolinera —se dijo Quico con una sonrisa radiante.
Dio otras tres vueltas al grifo hasta el tope, pero al irradiar el abanico con fuerza creciente, le hacía guiñar los ojos y reía al sentir las cosquillas del agua. De pronto, sin saber cómo ni por qué, apareció en el marco de la puerta la maligna cara de la Domi.
–Pero ¿puede saberse qué estás haciendo aquí tan callado?
Quico se apresuró, desmanotadamente, a cerrar el grifo y dijo:
–Sólo estoy echando gasolina al camión, Domi.
La Domi se llevó las manos a la cabeza:
–¡Huy, madre! Verás de que lo vea tu mamá. Ya verás si te da ella gasolina a ti —ladeó la cabeza para gritar—: ¡Señora!
Quico, con el flequillo adherido a la frente, palmeando una mano con otra, como para limpiarse, los ojos infinitamente tristes, esperaba impacientemente, en medio del charco, la aparición de Mamá. Oyó la puerta de la cocina, luego sus pasos apresurados y la voz de la Domi cada vez más encendida:
–Venga, señora. No hay quien pueda con él. ¡Mire cómo se ha puesto! Y cómo lo ha puesto todo...
A Quico le iba entrando una extraña debilidad en las piernas, pero continuaba frotándose las manos, los ojos implorantes, inmóvil en medio del charco, mas, al ver los ojos de Mamá, comprendió que había pecado y se agachó y Mamá voceó:
¡Estoy aburrida de niños! ¡No puedo más!
Y mientras con el brazo izquierdo le sujetaba, con la mano derecha le palmeó el trasero hasta hacerse daño. Bajo su brazo, Quico miraba a Juan, que acababa de aparecer en la puerta y le hacía muecas, como si le apuntara con algo y, finalmente, dijo:
ta-ta-ta-tá
. Al fin, Mamá le soltó y Quico corrió a refugiarse en el hueco que formaba la cama de Marcos con el armario y cuando llegó Merche del colegio y le vio allí, se acercó, le revolvió el pelo y le dijo:
–¿Qué dice este mico?
Él la miraba esquinadamente. Voceó de pronto:
–¡Mierda, cagao, culo!
–Vaya, el niño está enfadado —dijo su hermana displicentemente. Y le volvió la espalda.
–Mamá me ha pegado —dijo Quico, al fin.
Merche colocó la cartera de los libros sobre uno de los estantes. Luego se desprendió del abrigo y de la boina del uniforme y los arrojó sobre la cama de Marcos. Tenía unos ademanes de incipiente coquetería, vagamente estudiados. Juan se llegó hasta ella y le dijo, exagerando el gesto:
–¡Jobar, cómo le han calentado!
–¿Por repasarse? –preguntó ella.
–¡Qué va! –dijo Juan.
Quico abandonó el rincón. Dijo:
–No me he hecho pis en la cama, andaaa.
Merche sonreía, incrédula:
–Sí, es verdad —aclaró Juan—. No se ha hecho pis en la cama.
Del pasillo llegaba un leve, estimulante olor a cocina. Entró Marcos lanzando la cartera al alto y blocándola, al caer, como un guardameta.
–¡Marcos! –chilló Quico—. ¡Se ha muerto el gato de doña Paulina!
–¿Ah, sí?
–Sí, y la Loren le tiró a la basura y el demonio le llevó al infierno y lo vio Juan y luego vino una bruja...
–¿No ha venido Pablo? –preguntó Merche.
–No —respondió Marcos.
Merche salió al pasillo y se topó con Pablo que regresaba del colegio en ese instante y Merche le dijo abriendo un libro:
–Pablo, por favor, ¿puedes explicarme esto? No entiendo una palabra.
Pablo tenía ya la voz grave de un hombre:
–¡Caray, hija! No le dejáis a uno ni entrar en casa.
Quico se desplazaba de uno a otro y cuando creyó encontrar un eco en Marcos, éste cogió el álbum de
La Conquista del Oeste
y le dijo a Juan:
–¡Tres! –dijo Juan—. Mira, éstos.
Quico avanzó por el pasillo y entró en la cocina donde el transistor se desgañitaba. El retorno de sus hermanos siempre provocaba un relajamiento de la disciplina doméstica. Divisó a Cristina frente a la puerta de la despensa, levemente inquieta, levemente despatarrada y, al acercarse a ella, percibió el olor y la miró y lo vio y voceó, hasta hinchársele la vena de la frente:
–¡Mamá, Domi, Vito, venir! ¡Cris se ha hecho caca en las bragas!
La niña le observaba atónita, sus redondos ojos posados en el rostro de su hermano y cuando concluyó de gritar, murmuró:
–A-ta-tá.
–Sí, caca, caca, marrana —dijo Quico.
Acudió la Domi y Quico señaló a Cristina.
–¡Se ha hecho caca! –dijo.
–¡Bueno! –dijo la Domi hoscamente—. Y tú te haces pis, y eres un zángano y en cambio nadie te dice nada.
Quico levantaba el dedo índice y reconvenía a su hermana:
–Por qué no lo pides, ¿di?
–Vamos, calla tú la boca, que tienes por qué callar —dijo la Domi.
El niño salió corriendo hasta el cuarto de plancha, donde la Vítora se vestía y abrió poniéndose de puntillas y le dijo:
–Vito, Cris se ha hecho caca en las bragas.
La Vítora sujetaba el puño blanco con un automático.
–Ya ves qué marrana —dijo.
Pero el niño ya corría por el pasillo y, al llegar al extremo, intentó abrir el cuarto de baño rosa.
–¿Quién es? –dijo Mamá desde dentro.
Quico se dobló por la cintura para imprimir mayor énfasis a su voz:
–¡Mamá, Cris se ha hecho caca en las bragas!
La pregunta de Mamá le desconcertó:
–¿Suelta? –dijo dulcemente.
–¡No sé! –voceó.
–Bueno, díselo a Domi.
Quico permaneció unos instantes, inmóvil, a la puerta del aseo y, al cabo, se encaminó al despacho y Merche y Pablo hablaban de ángulos y de bisectrices y él dijo desde la puerta, disminuido por una vaga conciencia de que estorbaba:
–Cris se ha hecho caca en las bragas.
Dijo Merche:
–Bueno, anda, vete, acusica.
Dio media vuelta.
–¡Y cierra! –chilló Pablo.
Se puso de puntillas, agarró el picaporte y dio un portazo. Entonces oyó, por encima de la voz de Lola Beltrán que entonaba
Ay, Jalisco, no te rajes
, un agudo silbido, un silbido creciente que lo llenaba todo.
Se detuvo y voceó:
–¡La olla!
Y al entrar en la cocina vio a la Vítora que la apartaba asiéndola con un trapo de cuadros y la olla, poco a poco, se amansaba e iba dejando de silbar. En un rincón, la Domi embutía a Cristina en unas bragas limpias. Sonó el timbre dos veces, una timbrada corta y otra larga. Dijo la Vítora:
–Tu papá; abre por la otra puerta. Y dile:
Buenos días, papá
.
Pero Papá no le dio tiempo, le levantó por las axilas y le dijo:
–¿Qué dice el hombre?
Le besó. Traía la cara fría y la barba pinchaba. Al quitarse el abrigo, Quico le dijo:
–Cris se ha hecho caca en las bragas.
Papá fingió interesarse en el asunto:
–Ah, sí, ¿eh?
–Sí, y yo no me he hecho pis en la cama, ni me he repasado, y el Moro se ha muerto y está en la basura y los demonios le han llevado al infierno y tenían cuernos y...
–Bueno, bueno —dijo Papá al entrar en el salón—. Son tantas noticias juntas que no me das tiempo de digerirlas.
Se arrellanó en un sillón y montó una pierna sobre la otra y bailó reiteradamente la que colgaba. Entonces apareció Mamá con los párpados azules y los labios rojos y los dientes blanquísimos, y Papá miró a Mamá y Mamá a Papá y Papá dijo:
–¿Habrá un cacho wisqui para un sediento?
Mamá abrió el bar y lo preparó todo en un periquete y se lo dejó a Papá en la mesita enana, y Papá le dijo suavemente:
–Un glace, esposa; ya, haz el favor completo.
Papá entró en el cuarto de baño amarillo y entornó la puerta con el pie. Apenas había comenzado cuando sintió a Quico detrás que pugnaba por asomarse:
–¡Quita! –le dijo.
Pero el niño insistía en meter la cabeza y Papá culeaba de un lado a otro para impedirlo. Quico se agarraba a la trasera de sus pantalones y decía:
–¿Tienes pito, papá?
–Vamos, ¿quieres marchar de ahí? –voceó Papá.
Pero Quico porfiaba en su inspección y los movimientos de cintura de Papá eran cada vez más rápidos y dislocados a fin de impedir el acceso del pequeño y su voz, en un principio reservadamente autoritaria, era ahora dura y contundente como la de un general:
–¡Vamos, aparta! ¿No me oyes? ¡Lárgate!
Quico, ante el fracaso de sus propósitos, intentó asomarse por entre las piernas de Papá y entonces Papá las cerró de las rodillas a los muslos y quedó en una actitud ridícula como de querer bailar el charlestón sin bailarlo, mientras chillaba:
¡Marcha!, ¿no me has oído?
y, al cabo, volvió a culear sin separar las piernas, cada vez más frenéticamente, porque Quico, ante el nuevo obstáculo, trataba ahora de quebrantar su resistencia atacando por los flancos. Finalmente pudo abotonarse y se volvió y le dijo a Quico:
–Eso no se mira, ¿sabes?
Quico levantó sus ojos azules, empañados por la decepción.
–¿No tienes pito? –inquirió.
–Eso no les importa a los niños —dijo Papá.
–Mamá dice que tú no tienes pito —añadió Quico.
–¿Eh? ¿Qué es lo que dices?
Mamá atravesaba el pasillo llamando a comer. Papá levantó la voz:
–¿Qué tonterías le dices al niño de si yo tengo pito o no tengo pito?
Mamá se detuvo un momento. Dijo:
–Si cerraras la puerta del baño no te ocurrirían estas cosas.
Papá caminaba tras ella a lo largo del pasillo rezongando:
–Mira qué cosas se le va a ocurrir decirle al niño. Habráse visto disparate semejante.
Y Quico, que penetró en el comedor tras él, divisó la mesa puesta con el mantel azul bordado y los siete platos, y los siete vasos y las siete cucharas, y los siete tenedores, y los siete cuchillos, y los siete pedazos de pan y palmoteó jubilosamente y dijo:
–La mesa de los enanitos.
–Anda, trae el cojín —le dijo Mamá.
Y Papá, al sentarse y desdoblar la servilleta sobre los muslos, aún murmuró, haciendo un gesto de asombro con los labios:
–No me cabe en la cabeza; no lo comprendo, la verdad.
Marcos, con el flequillo sobre el ojo izquierdo, se sentó a la mesa levantando la pierna, sin separar la silla, y entonces dijo lo del avión derribado, y Juan hizo
ta-ta-tá
y preguntó si iba a tirar una bomba atómica y Pablo afirmó que el fraile decía que las víctimas de la bomba atómica quedaban como si fueran de corcho y Marcos adujo que no, que como de esponja, y buscó la corroboración de Papá y Papá dijo que tenía entendido que más bien como de piedra pómez y, en éstas, Mamá, que servía a Quico canelones de la fuente que sostenía la Vítora, les dijo muy seriamente que si no podían cambiar de conversación y para cooperar a ello le comunicó a Papá que Dora Diosdado se casaba y Papá dijo:
¿Con ese pelagatos?
y Mamá que
por qué pelagatos
y Papá
no tiene ni oficio ni beneficio
y Mamá
se quieren y ya es bastante
. Papá permaneció unos segundos como expectante y al cabo dijo:
–Ya sabes lo que decía mi pobre padre.
–¿Qué? –dijo Mamá.
–Mi pobre padre decía que las mujeres son como las gallinas, que les echas maíz y se van a picar a la mierda.
Los niños rieron y Mamá frunció la frente y se le vio muy bien lo azul de los párpados entre los limones y las hojas verdes, rizadas, de escarola, y las escamas plateadas, primorosamente pintadas una por una y Mamá se volvió a él y le dijo:
–¡Come!
–No me gusta —dijo Quico.
Mamá le arrebató violentamente el tenedor de la mano, cortó un pedacito de canelón y se lo metió en la boca. Quico mordisqueó sin ningún entusiasmo. Dijo Mamá:
–Este chico me tiene aburrida.
–¿Qué pasa? –preguntó Papá.
Y Marcos le dijo a Pablo:
–Tengo que hacer una composición sobre el Congo y la O.N.U.
Mamá dijo:
–¿No lo ves? No hay manera de hacerle comer.
Dijo Merche:
–¡Vaya fácil!
–Sí, fácil —dijo Marcos.
Papá le dijo a Mamá:
–Déjale, qué manía de forzarle, cuando sienta hambre ya lo pedirá.
Pablo aclaró:
–Lo del Congo es como papá y mamá; si nos peleamos nosotros, nos separan, pero si se pelean ellos, hay que dejarles.
Mamá se irritó con Papá:
–Y si no la siente, que se muera, ¿verdad? Es muy cómodo eso. Los hombres todo lo veis fácil. –Se volvió a Quico—: ¡Vamos, traga de una vez!
Quico tragó estirando el cuello, como los pavos.
Dijo mirando a Pablo:
–¿Se pegan papá y mamá?
Merche y Marcos rieron. De pronto se abrió un silencio. Quico recorrió una por una las caras inclinadas sobre los platos, indiferentes. Sonrió y exclamó súbitamente:
–¡Mierda!
Mamá cortó las risas de sus hermanos.
–Eso no se dice, ¿oyes? –dijo enfadada.
Quico consideró las risas retenidas de Merche y Marcos, sonriendo a su vez, mordiéndose el labio inferior y repitió con más fuerza, desafiante, implacable:
–!¡Mierda!!
Mamá levantó la mano, pero no llegó a descargarla; se contuvo ante la nuca encogida de Quico y dijo:
–¿No me has oído? ¡Calla o te doy un coscorrón!
La Vítora, conforme pasaba de uno en uno la fuente con los filetes, le dirigía cálidas miradas de complicidad. Después, mientras Mamá le cortaba el filete en fragmentos minúsculos, Quico sacó del bolsillo del pantalón el tubo de dentífrico y comenzó a girar el tapón rojo con rapidez. Sonrió prolongadamente:
–Es la tele —dijo.
–Déjate de teles y come —replicó Mamá.
Entonces Pablo mentó a Guillermito Botín y dijo que las chicas se volvían locas por él y Merche dejó el tenedor en el plato de golpe, se llevó las dos manos al rostro y dijo:
–Qué horror, tan colocadito, me ataca.
–¡Atacan los indios! –dijo Juan. Puso una mano tras otra y enfiló la mirada con el canto de su ojo derecho. Hizo:
ta-ta-tá
.
Quico le imitó, llevándose el tubo hasta el borde del ojo e hizo también
ta-ta-tá
, y Mamá le dijo
come
y él masticó, cambiando de sitio el pedacito de carne, cada vez más estrujado, cada vez más reseco, bajo la atenta y desesperada fiscalización de Mamá que, al cabo de unos segundos, le dijo:
–Anda, échalo, ya se le hizo la bola; las tragaderas de este niño son una calamidad.
Quico lo escupió. Era una bolita estoposa, de carne sin jugo, triturada, apisonada entre sus mandíbulas. Mamá le metió en la boca un nuevo pedazo de carne. Quico la miró. Desenroscó el tapón rojo: