El príncipe destronado (6 page)

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Authors: Miguel Delibes

BOOK: El príncipe destronado
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–Es la tele, ¿verdad, mamá?

–Sí, es la tele; anda, come.

–No quieres que se me haga bola, ¿verdad, mamá?

–No, no quiero. Come.

–Si como, me hago grande y voy al cole como Juan, ¿verdad, mamá?

Mamá suspiró, pacientemente:

–No veo el día —dijo.

–Y cuando vaya al cole no se me hace la bola, ¿verdad, mamá?

–¿Verdad, mamá?; ¿verdad, mamá? –dijo Mamá irritada, sacudiéndole por un brazo—: ¡Come de una vez!

Quico le enfocó sus ojos implorantes con una vaga sombra de tristeza en su limpia mirada azul:

–¿Verdad, mamá que no te gusta que diga
verdad, mamá
; verdad, mamá? —dijo.

Mamá tenía los ojos brillantes, como si fuera a llorar. Musitó:
Yo no sé qué va a ser de esta criatura
. Depositó el pequeño tenedor en el plato de Quico y le dijo:

–Anda, come tú solo.

Quico cogió el tenedor con la mano izquierda.

–Con la otra mano —dijo Mamá, vigilante.

Papá sonrió:

–Le asfixias la personalidad —dijo.

Mamá estaba nerviosa:

–Sí, ¿verdad? ¿Por qué no vienes a dárselo tú?

Dijo Papá:

–¿Sabes lo que decía mi pobre padre sobre los zurdos?

–Ni lo sé, ni me importa —dijo mamá.

Papá parecía no oír a Mamá y prosiguió:

–Mi pobre padre decía que el zurdo lo es porque tiene más corazón que el diestro, pero los diestros les corrigen porque no toleran que otros tengan más corazón que ellos, ya lo sabes.

–Muy interesante —dijo Mamá.

–El fraile dice —dijo Juan— que escribir con la izquierda es pecado.

Quico abrió mucho los ojos:

–¿Y me llevan los demonios al infierno con la bruja y el gato de doña Paulina?

Papá mondaba delicadamente una naranja auxiliándose del tenedor y del cuchillo, sin tocarla con un dedo. Dijo Marcos:

–¿Está en los infiernos el Moro o en la basura?

Quico se quedó pensativo. Dijo, tras una pausa:

–La Loren le tiró a la basura, pero Juan vio salir un demonio de los infiernos a por él, ¿verdad, Juan?

Entró la Domi en el comedor con la niña en brazos. La sostuvo un rato en alto:

–Di adiós a papá y a mamá, hija. Diles adiós.

Cris movió torpemente los deditos de la mano derecha. Dijo Quico:

–Hace con la mano como la Vito, ¿verdad, mamá?

Mamá le aplastó la cabeza contra el plato:

–Vamos, come y calla. ¡Dios mío, qué niño!

La Vito rió limpiamente. Dijo a media voz:

–¡Qué crío éste, con todo da!

La gafedad de sus manos se acentuaba ahora, con el azoramiento, al mudar los platos y cuando la Domi salió con la niña en brazos, Mamá dijo levantando levemente la voz:

–Domi, no le quite la fajita al acostarla. Está un poco suelta la niña.

Papá miró, de repente, con insistencia, como escrutándole, a Pablo:

–El domingo te imponen las insignias —dijo—. A las once en el estadio, no lo olvides. Va a ser un acto magnífico.

Pablo se sofocó todo y se encogió de hombros.

Añadió Papá:

–¿Parece como que te contrariara?

Pablo tornó a levantar los hombros, resignado. Intervino Mamá:

–¿No se te ha ocurrido preguntarle si quiere hacerlo? ¿Si sus ideas coinciden con las tuyas? Pablo ha cumplido ya dieciséis años.

Pablo tenía el rostro arrebatado. Los ojos de Papá revelaban un creciente desconcierto.

–¿Ideas? –dijo—; sus ideas serán las mías, creo yo. Además, esto no es tanto cuestión de ideas como de intereses.

No quitaba la mirada de su primogénito, pero Pablo no despegaba los labios. Encareció Marcos extemporáneamente:

–Cuéntanos cosas de la guerra, papá.

–¿Ves? –dijo Papá—, éstos son otra cosa. ¿Y qué quieres que te diga de la guerra? Fue una causa santa. –Miró profunda, inquisitivamente a Mamá y agregó—: ¿O no?

–Tú sabrás —respondió Mamá—. Esas cosas suelen ser lo que nosotros queramos que sean.

–La guerra —dijo Quico, y destapó el tubo de dentífrico—: Éste era un cañón. ¡Boooom!

Los ojos de Juan se habían hecho redondos:

–¿Tú ibas con los buenos? –apuntó.

–Naturalmente. ¿Es que yo soy malo acaso?

Juan sonrió, como relamiéndose. Dijo:

–Yo quiero ir a la guerra.

–Tú no sabes —dijo Quico.

Papá sonrió:

–Eso es bien fácil —añadió—. En la guerra sólo existen dos preocupaciones: matar y que no te maten.

–Muy aleccionador —dijo Mamá, y se volvió a la Vítora—: Haga un zumo de dos naranjas para el niño.

Papá prosiguió, adoptando un gesto de hastío:

–Lo malo es la paz: el teléfono, la Bolsa, los líos laborales, las visitas, la responsabilidad del mando... —Su mirada, flotante, se concretó súbitamente, implacablemente, sobre Pablo—: ¿Tú, qué piensas de todo esto?

Pablo volvió a sofocarse y a levantar los hombros. Se inclinó aún más sobre el plato de postre.

Papá se sulfuró:

–¿Es que no tienes lengua? ¿Es que no sabes decir sí o no, esto me gusta o esto no me gusta?

Juan no colegía las desviaciones de Papá. Su cerebro seguía en línea recta. Demandó:

–¿Tú mataste muchos malos, papá?

Papá dijo a Mamá, señalando a Pablo con un movimiento de cabeza:

–Ya le has malmetido tú, ¿verdad?

Dijo Juan:

–Di.

–Muchos —dijo Papá, sin mirarle.

Agregó Mamá:

–De sobra sabes que yo no intervengo en esto. Pero se me ocurre que a lo mejor Pablo piensa que es más hermoso no prolongar por más tiempo el estado de guerra.

–¿Más de ciento? –inquirió Juan.

–Más —dijo Papá, pero miraba a Mamá y agregó—: ¿No será eso lo que tú piensas?

–Quizá —dijo Mamá.

Quico rió y dijo
quizá
y miró a Juan y repitió:
quizá
y volvió a reír, pero el plato que arrojó Papá por encima de su cabeza planeaba ya hacia el salón y se quebró de pronto, estrepitosamente, en mil pedazos al chocar contra el suelo. El vozarrón de Papá prolongó el estruendo durante un rato:

–¡Coño, con la pava ésta! –voceó—. Esto no ocurriría si a tu padre le hubiéramos cerrado la boca a tiempo, en lugar de andar con tantas contemplaciones.

Las 3

Mamá se sentó en la butaca, frente a Papá, separados por la mesita enana con los
Paris-Macth
y el cenicero verde, de Murano, a través del cual se veía el invierno. La Vítora barría con el escobón los fragmentos del plato roto y el siseo de las cerdas sobre la cera de la tarima producía un murmullo sedante. Uno a uno fueron entrando en el salón, con el abrigo puesto y la cartera en la mano, Merche, Pablo y Marcos. Los tres besaron primero a Mamá —
adiós, hijo
— y luego a Papá —
que os vaya bien
— y Pablo, antes de salir de la habitación, se puso como firme y azorado:
Iré el domingo
y Papá respondió:
Conforme
, pero sin mirarle y Pablo se marchó y en la habitación se hizo, nuevamente, el silencio. La Vítora ya había recogido los pedazos de loza y entraba ahora con la bandeja de plata y dos tacitas humeantes y, en medio el azucarero, de plata también, con dos serpientes enroscadas como asas.
La Selva
, se dijo Quico casi sin voz. Observaba a la Vítora cómo se agachaba y depositaba la bandeja en la mesita enana y a Papá, luego, con los ojos perdidos, mirando algo que él no veía por encima de la cabeza de Mamá. Al concluir, la Vítora se acercó al sillón de Mamá, las manos, de dedos engarfiados, caídas sobre las caderas:

–Señora —dijo tímidamente—, ¿le traigo un poco de leche?

–No gracias, Vítora —dijo Mamá.

Quico arrugó el ceño, miró a la Vítora, después a Mamá y, por último a Papá, que revolvía indiferente el azúcar con la minúscula cucharita de plata.

Denegó a algo con la cabeza y se aproximó a su madre:

–Mamá —dijo.

—¿Qué quieres?

–La Vito ha dicho leche —añadió con una vocecita apenas perceptible.

–En esta casa —respondió Mamá— son muchos los que dicen cosas inconvenientes. Luego nos extrañamos de que los niños hablen lo que no deben.

Quico se mordió el labio inferior y miró a Papá, sus ojos un poco extraviados por encima de la taza que se llevaba a los labios. Se llegó hasta él.

–Papá —dijo—. ¿Me pones un disco?

Papá dejó la tacita sobre el plato. Se pasó la lengua, muy vivaz, por los labios en un movimiento mecánico. Cerró los puños:

–¿Más discos? –dijo—. ¿Te parecen pocos discos todavía? Mira, Quico, en este mundo cada cual tiene su disco y si no lo toca revienta, ¿comprendes? Pero eso no es lo malo, hijo. Lo malo es cuando uno no tiene disco que tocar y se conforma con repetir como un papagayo el disco que estuvo oyendo toda su vida. Eso es lo malo, ¿comprendes? No tener personalidad. Tú eres Quico y yo soy yo, y si Quico quiere ser yo, Quico no es nada; un don nadie, un pobre diablo sin nombre y sin apellidos.

Quico abría mucho los ojos. Papá sacó una pitillera de oro, golpeó el pitillo tres veces contra la superficie de la mesita enana, lo encendió y recostó la nuca sobre el respaldo del sillón succionando golosamente. Al cabo, Quico miró a su madre. Mamá le dijo con rara suavidad:

–Quico, hijo mío, si en esta vida ves antes la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio, serás un desgraciado. Lo primero que has de aprender en este mundo es a ser imparcial. Y lo segundo, a ser comprensivo. Hay hombres que creen representar la virtud y todo lo que se aparta de su juego de ideas supone un atentado contra unos principios sagrados. Lo de los demás es circunstancial y tornadizo; lo de ellos, intocable y permanente. Si te enrolas en un juego de ideas, tendrás personalidad, de otro modo serás un botarate, ¿me comprendes?

Mamá bebió de su tacita lentamente y se le movía mucho la nuez al tragar. Cuando depositó la taza en la mesa enana le brillaban los ojos. Del cuarto de plancha llegó un alarido de Juan y, seguidamente, el
ta-ta-tá
de su metralleta. Mamá pulsó el timbre con el pie y a los pocos segundos entró la Domi y Mamá dijo mientras prendía un cigarrillo con el encendedor de mesa:
Dígale a Juan que no chille así, va a despertar a la niña
. Y cuando la Domi salió, Quico se acercó a Papá:

–¿Estás enfadado? –preguntó.

Papá trató de reír, pero le salió de la boca un ruido raro, como una gárgara. No obstante, accionaba mucho con las manos y dilataba las aletillas de la nariz, simulando naturalidad:

–¿Enfadado? –dijo—. ¿A santo de qué? Lo que a mí me duele... —se interrumpió—: ¿Qué edad tienes tú, Quico?

Quico abatió los dedos anular y meñique de su mano derecha y dejó los otros tres enhiestos:

–Tres —respondió—. Pero voy a hacer cuatro.

Su rostro se hizo todo sonrisa. Añadió:

–¿Me regalarás un tanque el día de mi santo?

–Sí, claro, naturalmente, pero ahora escucha, Quico, esto es importante, aunque a tu edad no acabes de entenderlo. Lo que a mí me molesta es que siendo uno un hombre positivamente honrado, alguien venga a poner en duda la honradez de sus ideas. Si yo soy honrado, mis ideas serán honradas, ¿no es así, Quico? Por el contrario, si yo soy un tipo torcido, mis ideas serán torcidas, ¿de acuerdo? –Quico asentía maquinalmente y le miraba sin pestañear con sus ojos azules, infinitamente tristes. Papá prosiguió—: Bueno, esto es así y no hay quien lo mueva, ¿verdad? Entonces tú estás en la verdad, pero llega un pazguato o una pazguata, que para el caso es lo mismo, y trata de desmontar tu verdad con cuatro vulgaridades que le han grabado a fuego cuando niño. Y ahí está lo grave; a ese pazguato o a esa pazguata difícilmente podrás convencerles de que no tienen ideas, de que lo único que tienen es aserrín dentro de la cabeza, ¿me has comprendido?

Quico sonrió:

–Sí —dijo—. ¿Me comprarás un tanque el día de mi santo?

–Claro que sí. Lo malo es si alguien piensa que al regalarte un tanque te estoy inculcando sentimientos belicosos. Hay personas que prefieren hacer de sus hijos unos entes afeminados antes que verles agarrados a una metralleta como hombres.

Mamá carraspeó:

–Quico —dijo—. A palabras necias, oídos sordos.

Papá se inclinó hacia delante. Las aletillas de su nariz temblaban como un pájaro sin plumas; sin embargo, no miraba a Mamá, sino al niño:

–El día que te cases, Quico, lo único que has de mirar es que tu mujer no tenga la pretensión de que piensa.

–En el mundo —le dijo Mamá, y el cigarrillo se movía a compás de sus labios como si fuera un apéndice propio— hay personas absorbentes, que creen que sólo lo suyo merece respeto. Huye de ellas, Quico, como de la peste.

Quico asentía, mirando ora al uno ora a la otra. Papá estalló:

–La mujer en la cocina, Quico.

Dijo Mamá, aureolada de humo, levantando levemente la cabeza:

–Nunca creas que tú eres la verdad, hijo.

Dijo Papá cada vez más exasperado:

–La mejor de todas las mujeres que creen que piensan, debería estar ahorcada, ¿oyes, Quico?

Las manos de Mamá temblaban ahora como las aletillas de la nariz de Papá. Dijo Mamá:

–Quico, hijo, las bestias no deberían vivir en el asfalto.

Quico levantó los ojos, cada vez más redondos, para mirar a Papá que se incorporaba. Le vio tomar el abrigo y el sombrero del armario ropero y corrió hacia él. Se detuvo al verle abrir la puerta. Papá se agachó. Su rostro parecía demudado:

–Oye, Quico —dijo—, ve y di a tu madre que se vaya a freír puñetas. Hazme este favor, hijito.

Sonó el portazo como el estampido de un cañón. Al volverse, Quico divisó a Mamá que lloraba; se doblaba por la cintura y se estremecía en vivas convulsiones. Se acercó a ella y Mamá le cogió en brazos y le estrechó y Quico sintió la húmeda tibieza de sus lágrimas en la mejilla, la misma tibieza que sentía en las posaderas cada vez que se repasaba. Decía:
Hijos, hijos
y le apretaba firme contra su pecho. Quico le acariciaba mecánicamente y cuando vio a su madre más serena le dijo:
Mamá, ¿vas a freír puñetas?
Y Mamá se sonó ruidosamente, con un liviano pañuelito color de rosa y le dijo:

–No digas eso, hijo. Es un pecado.

Se levantó del sillón y en el espejo del vestíbulo se empolvó las mejillas y se arregló los ojos y los labios. Quico la miraba hacer, fascinado; luego, Mamá entró en la cocina y la Vítora, que fregaba los cacharros en la pila, le dijo con repentina decisión:

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