La cámara estalló en una risotada; y Escauro como el que más. Cuando cesó la hilaridad, todos votaron por unanimidad nombrar fiscal del proceso contra Tito Anio Albucio al joven Cayo Julio César Estrabo, hermano menor de Catulo César y Lucio César, vengándose así de Pompeyo Estrabo. Cuando éste recibió la severa carta del Senado (más una copia del discurso de Escauro, que adjuntó Cayo Memio para echar sal en la herida), comprendió perfectamente. Y juró que algún día tendría a todos aquellos aristócratas altaneros del Senado a su merced, igual que ellos le tenían a él en aquel momento.
Pese a los ingentes esfuerzos que desplegaron, ni Escauro ni el Numídico pudieron conseguir suficientes votos en la Asamblea de la plebe para impedir la nominación de Cayo Mario como candidato al consulado in absentia. Y tampoco pudieron modificar la actitud de la Asamblea de las centurias, porque a los electores de la segunda clase aún les dolía la afirmación de Escauro en su memorable discurso de que eran hombres medio, tan despreciables como los de la tercera y cuarta. La Asamblea centuriada prorrogó el mandato de Mario para contener a los germanos y no quiso saber de nadie más para el cargo. Elegido primer cónsul por segunda vez consecutiva, Cayo Mario era el hombre del momento, y podía sin ambages decirse el primer hombre de Roma.
—Pero no primus ínter pares —dijo Metelo el Numídico al joven Marco Livio Druso, que había regresado al Foro tras su breve carrera militar del año anterior. Se habían encontrado ante el tribunal del pretor urbano y Druso iba acompañado de su amigo y cuñado Cepio hijo.
—Mucho me temo, Quinto Cecilio —dijo Druso sin el menor deje de apología—, que por una vez no coincido con la opinión de mis iguales. Yo voté por Cayo Mario... Sí, eso os deja perplejo, ¿verdad? Pero es que no sólo voté por Cayo Mario, sino que se lo aconsejé a casi todos mis amigos y clientes.
—¡Sois un traidor a vuestra clase! —espetó el Numídico.
—En absoluto, Quinto Cecilio. Mirad, yo estuve en Arausio —replicó apaciblemente Druso—, y vi con mis propios ojos lo que sucede cuando el elitismo senatorial se antepone al buen sentido romano. Y os digo sinceramente que si Cayo Mario fuese bizco como César Estrabo, tan descarado como Pompeyo Estrabo, tan bajo de cuna como un trabajador del puerto de Roma, tan vulgar como el caballero Sexto Perquetieno... aun así le votaría. No creo que exista un militar de su talla, y yo no toleraría que nombraran por encima de él a un cónsul que le tratase como Quinto Servilio Cepio trató a Cneo Malio Máximo.
Y Druso le dio la espalda con gran dignidad y se alejó, dejándole con la boca abierta.
—Ha cambiado —comentó Cepio hijo, que aún seguía a Druso, aunque con menos entusiasmo desde su regreso de la Galia Transalpina—. Mi padre dice que si Marco Livio no se anda con cuidado, se volverá un demagogo de cuidado.
—¡No puede! —exclamó Metelo el Numídico—. Su padre el censor fue uno de los enemigos más pertinaces de Cayo Graco, y el joven Marco Livio ha recibido una educación eminentemente conservadora.
—Arausio le ha hecho cambiar —insistió Cepio hijo—. Quizá fuese el golpe que recibió en la cabeza... eso es lo que cree mi padre, desde luego, pues desde su regreso es uña y carne con ese marso llamado Silo, del que se hizo amigo después de la batalla —añadió con desdén—. Ese Silo es de Alba Fucentia y se pasea por casa de Marco Livio como si fuera suya; se pasan horas sentados hablando y nunca me invitan a estar con ellos.
—Un asunto lamentable, Arausio —dijo Metelo el Numídico, llegando a un forzado eufemismo, pues se lo comentaba al hijo del principal responsable.
Cepio hijo se escabulló en cuanto pudo y se fue a casa embargado por una insatisfacción que venía de lejos, no sabía exactamente de cuándo, pero más o menos desde que se había casado con la hermana de Druso y éste se había casado con la hermana de él. No había fundamento para sentirse así, pero sentía algo. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde Arausio! Tampoco su padre era el mismo; tan pronto se echaba a reír por algún chiste que él no entendía, como caía en la más profunda desesperación por la ola de resentimiento público que se había desencadenado o, al poco, comenzaba a despotricar a voces diciendo que era una injusticia, pero Cepio hijo no acababa de entenderle.
Y él mismo tampoco lograba sentirse totalmente inocente por lo de Arausio; mientras que Druso, Sertorio y Sexto César, incluso aquel Silo, quedaron en el campo de batalla dados por muertos, él había cruzado apresuradamente el río como un miserable, con las mismas ansias de sobrevivir que los reclutas bisoños del censo por cabezas de su legión. Naturalmente, esto nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su padre. Era el tremendo secreto del joven Cepio. No obstante, siempre que veía a Druso se preguntaba lo que éste sospecharía.
Su esposa, Livia Drusa, se hallaba en la sala de estar con la niña sobre las rodillas, porque acababa de darle el pecho. Como de costumbre, fue acogido con una sonrisa que habría debido reconfortarle; pero no sucedía eso. Los ojos de Livia desmentían el resto de su rostro, pues no se iluminaban con ninguna sonrisa ni los animaba ningún fulgor de interés. Siempre que le hablaba o le escuchaba, Cepio hijo se daba cuenta de que nunca le miraba. Sin embargo, era el más afortunado de los mortales con una esposa tan amable y complaciente: nunca rehuía sus requerimientos sexuales ni alegaba estar cansada. Claro que en tales ocasiones él no podía ver sus ojos y no podía saber con certeza si los animaba un destello de placer.
Un hombre más inteligente y perspicaz habría amablemente exigido a Livia Drusa esas cosas, pero Cepio hijo lo dejaba todo a la imaginación y no podía darse cuenta de que tenía muy poca. Lo que si tenía era suficiente agudeza mental para darse cuenta de que había algo que no funcionaba en absoluto, pero carecía de la suficiente agudeza mental para deducir el qué. No se le ocurrió, por supuesto, pensar que ella no le amaba, pese a que antes de casarse estaba convencido de que no le gustaba. Pero eso había sido cosa de su imaginación, porque no podía dejar de gustarle si era tan buena esposa romana. Así que tenía que amarle.
Para Cepio hijo, su hija Servilia era más un objeto que un ser humano, por la decepción que se había llevado al no nacer un niño. Se sentó, mientras Livia Drusa daba unas friegas en la espalda a la pequeña y luego se la entregaba a la niñera macedonia.
—¿Sabías que tu hermano ha votado por Cayo Mario en las elecciones consulares? —inquirió.
—No —respondió Livia Drusa, con un fulgor en la mirada—. ¿Estás seguro?
—Se lo ha dicho hoy a Quinto Cecilio Metelo el Numídico. Yo estaba delante. Y volvió a repetir lo de Arausio. ¡Oh, desearía que los enemigos de mi padre le dejasen morir de muerte natural!
—Deja que pase el tiempo, Quinto Servilio.
—Es que cada vez es peor —replicó él, abatido.
—¿Vas a quedarte a cenar?
—No, en realidad voy a volver a salir. Cenaré en casa de Lucio Lucinio Orator. Vendrá también Marco Livio.
—Ah —respondió ella lacónica.
—Lo siento; iba a decírtelo esta mañana pero se me olvidó —añadió él, levantándose—. ¿No te importa, verdad?
—No, claro que no —contestó Livia Drusa con voz neutra.
Claro que le importaba; no porque le gustase la compañía de su marido, sino porque si él se lo hubiese advertido, se habría ahorrado dinero y tiempo en la cocina. Vivían con su suegro Cepio, que siempre se estaba quejando de las facturas y constantemente le reprochaba a ella no ser un ama de casa cuidadosa, sin ocurrírsele pensar que tanto a él como a su hijo les tenía sin cuidado avisarla de lo que pensaban hacer, y así cada día se veía obligada a tener preparada una comida que muchas veces no se consumía y de la que daban cuenta los esclavos.
—Domina, ¿llevo a la niña a su cuarto? —inquirió la niñera macedonia.
—Sí —respondió Livia Drusa, saliendo de su ensimismamiento, sin siquiera dirigir a la niña una mirada mientras se la llevaba la criada. La estaba amamantando no porque fuese mejor para la pequeña, sino porque sabía que mientras le diera el pecho no volvería a quedarse encinta.
No quería mucho a aquella niña; cada vez que la miraba era como si viese un Cepio en miniatura: piernas cortas, una piel tan oscura que resultaba inquietante, vello negro en espalda, brazos y piernas y un pelo negro y tieso que le cubría la frente y la nuca cual pelaje de animal. Para Livia Drusa, aquella niña era deplorable; ni siquiera se le ocurría encontrarle alguna gracia, y eso que las tenía; por ejemplo, aquellos ojazos negros, promesa de una gran belleza, o la boquita de rosa, apacible y callada.
Los dieciocho meses de matrimonio no habían servido para que Livia Drusa aceptase su suerte, pese a que en ningún momento desobedecía lo que le mandaba Cepio; su cortesía y afán eran intachables. Incluso en sus frecuentes relaciones sexuales con él, actuaba irreprochablemente. Gracias que su alta cuna y clase social le impedían una reacción ardiente, porque Cepio se habría quedado atónito de haberla oído jadear de placer o viéndola revolcarse en la cama, lasciva como una concubina. Todo lo que estaba obligada a hacer lo cumplía como una buena esposa; se tumbaba de espaldas, sin juego de caderas y con una leve efusión dentro de un pudor impenetrable. ¡Ah, pero qué difícil era! Más difícil que ninguna otra cosa, porque cuando su marido la tocaba, deseaba gritar que no la violase y vomitarle en la cara.
Le resultaba imposible sentir compasión por aquel hombre, que, a decir verdad, no había hecho nada para merecer su repulsa. El y su hermano Druso se habían convertido en un binomio terrorífico capaz de convertirla en un guiñapo. Atenazada por el temor, pasaba los días pensando en morir sin saber lo que era vida.
Lo peor de todo era la reclusión en que vivía. La casa de Servilio Cepio estaba en la parte del Palatino que daba al Circo Máximo, enfrente del Aventino, y no había casas debajo, sino un vertiginoso acantilado; y ya no tenía ocasión de asomarse al balcón para ver al pelirrojo Odiseo, como hacía en casa de su hermano.
Su suegro Cepio era un hombre particularmente desagradable que resultaba más insoportable cada día que pasaba; ni siquiera tenía una esposa que fuese para ella un consuelo, y era tan escaso el trato que mantenía con padre e hijo, que nunca se había atrevido a preguntarles si existía tal mujer. Y, claro, el malhumor del suegro aumentaba cada vez más como consecuencia del desastre de Arausio. Primero le habían despojado del imperium, después, el tribuno de la plebe Lucio Casio Longino había conseguido que aprobasen una ley privándole del asiento en el Senado y, ahora, no había mes en que algún demagogo emprendedor no tratara de procesarle acusándole de traición. Virtualmente confinado en aquella casa por el virulento odio de la multitud y su propio sentido de conservación, Cepio padre se pasaba la mayor parte del tiempo observándola y criticándola acerbamente.
Cierto que ella, con algunas tonterías, agravaba la situación. Un día, aquella manía de su suegro de estar siempre mirándola la puso tan furiosa, que salió al jardín peristilo donde nadie podía oír lo que decía y se puso a hablar sola en voz alta, y cuando los esclavos comenzaron a agruparse bajo la columnata, preguntándose en voz baja qué es lo que pasaría, su suegro había salido del despacho como una fiera, llegándose hasta ella con cara de pocos amigos.
—¿Pero qué es lo que haces? —le había dicho.
—Estoy recitando la trova de Odiseo —había contestado ella, abriendo mucho los ojos en gesto de inocencia.
—¡Pues no lo hagas! ¡Estás dando un espectáculo! ¡Los criados comentan que te has vuelto loca! ¡Si quieres recitar a Homero, hazlo donde la gente sepa que es Homero! No sé por qué haces una cosa así...
—Por pasar el tiempo —respondió ella.
—Hay mejores maneras de pasar el tiempo, muchacha. Siéntate al telar, acuna a tu niña o haz cosas de mujer. ¡Vamos, vamos, fuera de aquí!
—Yo no sé lo que hacen las mujeres, padre —replicó ella, poniéndose en pie—. ¿Qué hacen las mujeres?
—¡Volver locos a los hombres! —había replicado él, regresando al despacho, que cerró de un portazo.
Después hizo aún más, porque siguió el consejo de su suegro y se sentó ante el telar. Sí, pero a tejer una serie de vestidos de luto y hablando en voz alta mientras trabajaba con un imaginario rey Odiseo, diciéndole que había estado muchos años lejos y que tejía vestidos de luto para retrasar el momento de la elección de otro esposo; de vez en cuando cesaba en su monólogo y se inclinaba como escuchando a alguien.
En esta ocasión, Cepio padre envió a su hijo a que viese qué le pasaba.
—Estoy tejiendo mi vestido funerario —dijo ella, muy tranquila—, a ver si averiguo cuándo vendrá el rey Odiseo a rescatarme. Un día vendrá a rescatarme.
—¿Rescatarte? —inquirió Cepio hijo, atónito—. ¿De qué estás hablando, Livia Drusa?
—Nunca salgo de esta casa —respondió ella.
—¡Por Juno! —exclamó Cepio, alzando las manos exasperado—, ¿qué te impide hacerlo?
Livia Drusa no sabía qué alegar.
—No tengo dinero —dijo.
—¿Quieres dinero? ¡Yo te daré dinero, Livia Drusa! ¡Pero deja de preocupar a mi padre! —gritó Cepio, irritadísimo—. ¡Ve a donde quieras! ¡Compra lo que quieras!
Con cara muy sonriente, ella cruzó la habitación y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias —le dijo con tanta sinceridad que hasta le abrazó.
¡Así de fácil! Se habían acabado aquellos años de reclusión forzada. Porque a Livia Drusa no se le había ocurrido que al pasar de la potestad de su hermano a la de su marido y su suegro las cosas habían cambiado un poco.
* * *
Cuando Lucio Apuleyo Saturnino fue elegido tribuno de la plebe, su agradecimiento para con Cayo Mario fue inconmensurable. ¡Ahora podía vengarse! Y pronto descubriría que no le faltaban aliados; otro de los tribunos de la plebe, un tal Cayo Norbano, era un cliente de Mario, de Etruria, y tenía una inmensa fortuna, aunque no influencia senatorial porque carecía de linaje. Y estaba Marco Bebio, uno del clan de tribunos de los Bebios, famosos por lo sobornables, a quien se podía recurrir fáciimente en caso de necesidad.
Desgraciadamente, el otro extremo del banco de los tribunos lo ocupaban tres adversarios de talla. En la punta se sentaba Lucio Aurelio Cota, hijo del finado cónsul Cota, sobrino del ex pretor Marco Cota y hermanastro de Aurelia, esposa del joven Cayo Julio César; a su lado tenía a Lucio Antistio Regino, de antepasados respetables pero no aristocráticos, de quien se decía que era cliente del cónsul Quinto Servilio Cepio y, por consiguiente, poco predispuesto en su contra. El tercero era Tito Didio, de una familia de Campania, un hombre muy tranquilo y eficiente que había adquirido buena fama de militar.