El primer hombre de Roma (47 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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La multitud rompió a gritar, aclamando y pateando con denuedo, dando rienda suelta a una tradición de diez siglos. Los nueve tribunos de la plebe se miraban unos a otros y convinieron sin decir palabra en no interponer un veto. Porque amaban la vida.

 

—¡Cayo Mario es un lobo rapaz enloquecido! —exclamó Marco Emilio Escauro en el Senado una vez aprobada la lex Manlia, facultando a los cónsules a reclutar voluntarios entre los capite censi—. ¡Cayo Mario es una úlcera perniciosa en el cuerpo de esta cámara! ¡Cayo Mario es la única razón evidente por la que, padres conscriptos, cerremos filas contra esos hombres nuevos y jamás consintamos que se sienten en la parte de atrás de esta venerable institución! Yo os pregunto, ¿qué sabe un Cayo Mario de la naturaleza de Roma, de los imperecederos ideales de su tradicional gobierno?

"¡Soy princeps Senatus, portavoz de la cámara, y en todos los años que llevo con esta institución de hombres a quienes venero como manifestación que son del espíritu de Roma, nunca había visto un individuo tan peligroso y bandolero como Cayo Mario! ¡Dos veces en tres meses se ha apoderado de las sagradas prerrogativas del Senado pisoteándolas en el grosero altar del pueblo! ¡Primero anuló el edicto senatorial otorgando a Quinto Cecilio Metelo la prórroga del mando en Africa, y ahora, para complacer sus ambiciones, se aprovecha de la ignorancia del pueblo para atribuirse poderes de reclutamiento militar antinaturales, desmedidos, irrazonables e inaceptables!

La asistencia a la sesión era muy nutrida. De los trescientos senadores vivos, más de doscientos ochenta estaban presentes. Escauro y los otros jefes de fila los habían sacado de sus casas y hasta del lecho de dolor, y allí se hallaban en sus sillas plegables en las tres gradas superpuestas a ambos lados de la curia hostilia, como una apretada bandada de gallinas blancas dormitando en el palo, en la que sólo rompía la cegadora visión del blanco el bordado rojo de las togas de los magistrados mayores. Los diez tribunos de la plebe se encontraban sentados en su largo banco de madera a nivel del suelo, a un lado de los únicos magistrados con derecho a estar separados del cuerpo principal: dos ediles curules, seis pretores y dos cónsules, acomodados en sus hermosas sillas de marfil labrado, realzadas sobre un estrado al fondo de la nave, al lado opuesto de las enormes puertas de bronce de la cámara.

En ese estrado se hallaba sentado Cayo Mario, junto y ligeramente detrás del primer cónsul Casio; distanciamiento puramente espiritual. Mario parecía tranquilo, contento y casi gatuno; escuchaba a Escauro sin inmutarse y sin rencor. Lo había conseguido. Tenía el mandato y podía permitirse el ser magnánimo.

—Esta cámara debe hacer cuanto esté en su mano para limitar el poder que Cayo Mario acaba de conceder a los plebeyos. Porque los plebeyos deben seguir siendo lo que siempre han sido, un conjunto de bocas hambrientas al que nosotros, que somos más privilegiados, debemos cuidar, alimentar y tolerar, sin pedirles a cambio ningún servicio. Puesto que no trabaja para nosOtros y es inútil, y no es más que un simple dependiente, la esposa de Roma que no trabaja, sin poder y sin voto, nada puede pedirnos que no queramos darle, porque nada hace: simplemente existe.

"Pero, gracias a Cayo Mario, ahora nos encontramos con todos los problémas y extravagancias de lo que debo calificar de ejército de soldados profesionales, hombres que no tienen otra fuente de ingresos ni otra forma de ganarse la vida, hombres que querrán estar en el ejército de una campaña a otra, hombres que costarán al Senado grandes sumas. Hombres que, además, padres conscriptos, pretenderán tener voz en los asuntos de Roma, pues hacen un servicio por Roma, trabajan para Roma. Habéis oído al pueblo. Nosotros, el Senado, que administramos el tesoro y distribuimos los fondos públicos de Roma, tenemos que rascar las arcas de Roma y acopiar el dinero para equipar al ejército de Cayo Mario con armas, armaduras y todos los pertrechos militares. Igualmente el pueblo nos encomienda pagar a esos soldados periódicamente en lugar de al final de la campaña, cuando se dispone del botín para sufragar el desembolso. El coste de los ejércitos de hombres insolventes quebrará las espaldas del Estado, qué duda cabe.

—¡Tonterías, Marco Emilio! —le interpeló Mario—. ¡Hay tanto dinero en el tesoro de Roma que el Estado no sabe qué hacer con él, porque, padres conscriptos, nunca lo gastáis! ¡No hacéis más que atesorarlo!

Se oyeron murmullos y los rostros comenzaron a demudarse, pero Escauro alzó el brazo imponiendo silencio.

—Sí, el tesoro de Roma es cuantioso —dijo—, que es como debe ser un tesoro. Pese al coste de las obras públicas que realicé mientras fui censor, el tesoro sigue siendo cuantioso. Pero ha habido tiempos en que ha sido muy exiguo. Las tres guerras que sostuvimos contra Cartago nos dejaron al borde del desastre económico. Entonces yo os pregunto: ¿qué hay de malo en procurar que eso no vuelva a suceder? Mientras el tesoro sea cuantioso, Roma tendrá prosperidad.

—Roma será más próspera si los proletarios tienen dinero en la bolsa para gastarlo —replicó Mario.

—¡Eso no es cierto, Cayo Mario! —exclamó Escauro—. Los proletarios malgastarán su dinero, desaparecerá de la circulación y no producirá.

Tras su réplica, Escauro se apartó de su escaño en la primera fila de la grada y se acercó a las grandes puertas de bronce, donde toda la cámara podía verle y oírle.

—Yo os digo, padres conscriptos, que debemos oponernos por todos los medios a que en el futuro un cónsul se sirva de la lex Manlia para reclutar tropas entre los proletarios. ¡El pueblo nos ha encomendado específicamente que paguemos el ejército de Cayo Mario, pero nada en la ley que ha sido registrada dice que tengamos que pagar el equipamiento de ningún futuro ejército de pobres! Y eso es lo que debemos hacer: que en el futuro un cónsul electo coja todos los pobres que quiera para formar sus legiones, pero cuando se dirija a nosotros, custodios del dinero de Roma, para recabar fondos para el pago y los equipos, nosotros se los neguemos.

"El Estado no puede permitirse enviar en campaña un ejército de pobres. Así de simple. Los proletarios son irreflexivos, irresponsables y no tienen respeto por la propiedad y los pertrechos. ¿Acaso un hombre al que se le entrega gratuitamente la cota de malla, a costa del Estado, va a cuidarla? ¡No! ¡Claro que no! ¡La dejará tirada, expuesta a la salinidad o a la lluvia, y se oxidará; la colgará de una estaca en un campamento y se olvidará de recogerla; la dejará a los pies de la cama de una prostituta extranjera y luego se lamentará de que ésta se la haya robado para dársela a su amigo! ¡Nuestros soldados de siempre son propietarios, tienen casas a las que regresar, dinero invertido, algo sólido y tangible cuyo valor conocen! Mientras que los veteranos pobres constituirán un peligro, porque ¿cuántos de ellos ahorrarán parte del dinero que les abone el Estado? ¿Cuántos depositarán su parte del botín? No, llegarán al final de sus años de servicio sin casa a donde ir, sin recursos para vivir. Ah, si, os oigo decir, ¿y qué hay de extraño en eso en su caso, si ellos siempre han vivido al día? Pero, padres conscriptos, esos militares pobres se acostumbrarán a que el Estado los alimente, los vista, les dé cobijo. Y cuando al retirarse les falte todo, refunfuñarán igual que esas esposas acostumbradas a gruñir cuando no hay dinero. ¿Es que se nos va a pedir que demos una pensión a esos veteranos pobres?

"¡No debemos consentir que eso suceda! ¡Lo repito, colegas miembros de este Senado del que soy portavoz, nuestra táctica en el futuro debe ir encaminada a arrancar los dientes a esos insensatos que reclutan tropas entre los proletarios, negándonos tesoneramente a contribuir con un solo sestercio al coste de nuestros ejércitos!

Cayo Mario se puso en pie para replicar.

—¡Actitud más ridícula y de cortas miras sería difícil de ver hasta en el harén de un sátrapa parto, Marco Emilio! ¿Por qué no queréis entenderlo? Si Roma quiere seguir siendo lo que es en este momento, ¡Roma debe invertir en todo su pueblo, incluidas las gentes que no tienen derecho a voto en los comicios centuriados! Nos estamos quedando sin pequeños propietarios y comerciantes enviándolos a la guerra, sobre todo cuando los ponemos bajo el mando de incompetentes como Carbo y Silano... Ah, ¿estáis ahí, Marco Junio Silano? ¡Perdonad!

"¿Qué hay de malo en procurarnos los servicios de un amplio contingente de nuestra sociedad que hasta el momento le ha sido tan inútil a Roma como las ubres a un toro? ¡Si la única objeción real que se aduce es que habremos de ser algo más dadivosos con las apolilladas reservas del tesoro, es que somos tan necios como cortos de vista! Vos, Marco Emilio, estáis convencido de que los proletarios resultarán ser unos soldados desastrosos. ¡Pues bien, yo creo que serán estupendos soldados! ¿Y vamos a seguir quejándonos de tener que pagarlos? ¿Vamos a negarles una recompensa como retiro al final de su servicio activo? ¿Es eso lo que queréis, Marco Emilio?

"Pues a mí me gustaría ver que el Estado entrega parte de sus tierras públicas para que un soldado proletario, cuando se retire, tenga derecho a una pequeña parcela para cultivarla o venderla. Una especie de pensión. Y una aportación de sangre nueva más que necesaria en las filas más que diezmadas de los pequeños propietaríos rurales. ¿Cómo no va ser eso bueno para Roma? Caballeros, caballeros, ¿cómo es posible que no veáis que Roma sólo obtendrá mayor riqueza si está dispuesta a compartir su prosperidad con la morralla de su mar además de con las ballenas?

Pero la cámara se puso en pie en medio de un tumulto y el primer cónsul, Casio Longino, decidió que lo mejor era la prudencia; declaró cerrada la sesión y despidió a los padres conscriptos.

 

Mario y Sila se dispusieron a encontrar 20480 soldados de infantería, 5120 hombres libres no combatientes, 4000 esclavos no combatientes, 8000 soldados de caballería y 8000 hombres para tropas auxiliares.

—Yo me encargo de Roma y tú del Lacio —dijo Mario en un susurro—. Dudo mucho de que tengamos que recorrer toda Italia. ¡Vamos a conseguirlo, Lucio Cornelio! Por mucho que qúieran impedírnoslo, vamos a conseguirlo. He encargado a nuestro suegro Cayo Julio que se ocupe de los fabricantes y mayoristas de armaduras, y he enviado gente a Africa a que traigan a sus hijos para que nos ayuden. No veo que Sexto y Cayo hijo tengan madera de jefes, pero son excelentes subordinados, trabajadores, inteligentes y leales.

Se dirigieron al despacho en el que les esperaban dos hombres. Uno de ellos era un senador de unos treinta y tantos años y el otro un joven que a lo sumo tendría dieciocho.

Mario se los presentó a su cuestor.

—Lucio Cornelio, te presento a Aulo Manlio, a quien le he pedido que sea uno de mis legados mayores —dijo señalando al senador. Uno de los Manlios patricios, pensó Sila. Mario tenía amigos y clientes de toda clase—. Y este joven es Quinto Sertorio, hijo de una prima mía, Maria de Nersia, a quien siempre he llamado Ría. Voy a asignarlo a mi guardia personal.

Un sabino, pensó Sila. Había oído decir que eran inestimables en el ejército, un poco heterodoxos, pero de valentía sin par y de espíritu indomable.

—Bien, vamos a ponernos a trabajar —dijo el hombre de acción, el hombre que había estado esperando más de veinte años para poner en práctica sus ideas renovadoras de lo que debía ser el ejército romano—. Nos repartiremos las tareas. Aulo Manlio, tú te encargas de los caballos, los carros, los pertrechos, las tropas auxiliares y la intendencia, desde el aprovisionamiento hasta la artillería. Mis cuñados, los dos hijos de Julio César, no tardarán en llegar y te ayudarán. Quiero que lo tengas todo listo para zarpar hacia Africa a finales de marzo. Puedes recurrir a la ayuda que consideres necesaria, pero yo te sugeriría que empezases juntando las tropas auxiliares y que conforme progresa el reclutamiento vayan ayudando los mejores. Así ahorrarás dinero y ellos van adquiriendo experiencia.

El tal Sertorio miraba a Sila, al parecer fascinado, mientras que éste le miraba a él más fascinado que a Mario, al que ya se había acostumbrado. No es que Sertorio fuese sensualmente atractivo, pero irradiaba una potencia poco común en alguien tan joven. Fisicamente prometía ser inmensamente fuerte cuando alcanzase la madurez, y quizá fuese eso lo que contribuía a impresionar tanto a Sila, ya que, aunque era de buena estatura, su desarrollo muscular era tal, que daba la impresión de ser más bajo; tenía una cabeza cuadrada de cuello grueso y unos ojos llamativos, marrón claro, hundidos y de mirar decidido.

—Mi idea es zarpar a finales de abril con el primer contingente de tropas —prosiguió Mario, mirando a Sila—. Tú te encargarás de seguir organizando las legiones que falten, Lucio Cornelio, y de encontrarme una buena caballería. Me gustaría que lo pudieras tener todo organizado a finales de julio. Y a ti, Sertorio —añadió, volviéndose hacia el joven—, te mantendré en danza, no te preocupes. No puedo consentir que se diga que tengo a mis parientes sin hacer nada.

—Me gusta la danza, Cayo Mario —respondió el joven sonríendo y hablando pausadamente, como pensándoselo.

 

El proletariado se apresuró a alistarse masivamente. Nunca se había visto una cosa así en Roma, ni nadie del Senado esperaba tal respuesta por parte de un sector social en el que nunca se había molestado en pensar, salvo en épocas de escasez de trigo en las que era prudente abastecerle con grano barato para evitar peligrosos desórdenes.

En pocos días el número de voluntarios alistados con categoría de ciudadano romano alcanzó los 20480 previstos, pero Mario no interrumpió el enganche.

—Si hay más, los alistaremos —dijo a Sila—. Metelo tiene seis legiones; no sé por qué no iba yo a tener igual número. ¡Sobre todo cuando el Senado paga los gastos! Es algo que no volverá a repetirse, si damos crédito a Escauro, y mi instinto me dice que Roma necesitará esas dos legiones más. En cualquier caso, este año no conseguiremos organizar una campaña como es debido, así que lo mejor es centrarse en la instrucción y en los pertrechos. Lo positivo es que esas seis legiones estarán formadas por ciudadanos romanos y no auxiliares itálicos, lo cual significa que en años sucesivos seguiremos disponiendo de proletarii itálicos para enganchar y numerosos proletarios del censo de Roma.

Todo salió según lo previsto; cosa que no era de extrañar estando Mario al mando, como pudo comprobar Sila. A finales de marzo, Aulo Manlio navegaba de Neápolis a Utica, con caballos, ballestas, catapultas, provisiones y las mil cosas necesarias en un ejército. Nada más desembarcar en Utica, los barcos de transporte regresaron a Neápolis y recogieron a Cayo Mario, que zarpó con sólo dos de las seis legiones. Sila permaneció en Italia para terminar de pertrechar y organizar las otras cuatro y reunir la caballería. Finalmente fue a las regiones de la Galia itálica, al norte del Po, en donde reclutó magníficos jinetes de origen celta.

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