El primer hombre de Roma (42 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Por los dioses que merece añadir el Félix a su nombre! —exclamó Mario con cierta sequedad—. ¿Sois un ingenuo, Cayo Julio, o es que habéis comprobado satisfactoriamente que Lucio Cornelio Sila no empujó a ninguno de los finados a la barca de Caronte en la Estigia?

—No, Cayo Mario —replicó César sonriente, alzando la mano como parando la flecha—, os aseguro que no soy ingenuo, pero no puedo implicar a Lucio Cornelio en ninguna de las tres muertes. El sobrino murió tras un prolongado trastorno intestinal y estomacal, la liberta griega murió de un fallo renal generalizado en... cuestión de un par de días; a los dos les practicaron la autopsia sin hallar nada sospechoso. En cuanto a Clitumna, se encontraba sumida en una profunda depresión previa al suicidio, que llevó a cabo en Circei cuando Lucio Cornelio se hallaba en Roma. He sometido a todos los esclavos domésticos de Clitumna, aquí y en Circei, a exhaustivos interrogatorios, y mi modesta opinión es que no sabremos nada respecto a Lucio Cornelio Sila. —Hizo una mueca—. Siempre he sido contrario a torturar a los esclavos para hallar pruebas de un crimen, porque considero que las pruebas obtenidas bajo tormento no valen una cucharada de vinagre, pero no creo, francamente, que los esclavos de Clitumna tengan nada que decir aunque se les torturase. Así que opté por no preocuparme.

—Estoy de acuerdo con vos, Cayo Julio. El testimonio de los esclavos sólo es válido cuando lo dan libremente y resulta lógico y verídico.

—En fin, que como resultado de todo eso, Lucio Cornelio ha pasado de la pobreza más abyecta a la más agradable opulencia en un par de meses —prosiguió César—. De Nicopolis heredó lo bastante para inscribirse en el censo de caballeros, y de Clitumna, de sobra para ingresar en el Senado. Gracias a la alharaca que organizó Escauro ante la falta de censores, en mayo eligieron otros dos; si no, Lucio Cornelio habría tenido que esperar varios años el ingreso en el Senado.

—¡Ah, sí! —exclamó Mario riendo—. ¿Qué es lo que sucedió exactamente? ¿No quería nadie el cargo de censor? Vamos, que hasta cierto punto es lógico que hayan nombrado a Fabio Máximo Eburno, pero ¿a Licinio Geta? Hace ocho años le expulsaron del Senado los censores por conducta inmoral y sólo consiguió ingresar de nuevo haciéndose elegir tribuno de la plebe.

—Cierto —asintió César—. No, yo creo que lo que sucedió fue que todos se negaban a actuar de censores por temor a ofender a Escauro. Aspirar al censorado les parecía algo así como mostrar falta de respeto y lealtad a Escauro, y los que quedaban no tenían esa rara sensibilidad. Os advierto que Geta es hombre fácil; sólo está en el cargo por los honores y unos buenos puñados de plata de las empresas que concursan a las contratas del estado. Mientras que Eburno... bueno, lo único que sabemos es que no está bien de la cabeza, ¿no es cierto, Cayo Mario?

¡Ya lo creo!, pensó Mario. Era un hombre muy anciano, de origen aristocrático sólo superado por el clan Julio, pero como el linaje de los Fabios Máximo se había extinguido y sólo se mantenía por una serie de adopciones, el Quinto Fabio Máximo que había sido elegido censor era un Fabio Maximo adoptivo; había tenido un único hijo, a quien cinco años antes había ejecutado por licencioso. Aunque no había ninguna ley que impidiese a Eburno, en su condición de paterfamilias, ejecutar a su hijo, dar la muerte a una esposa o a un hijo que vivieran bajo el techo del hogar era costumbre caída en desuso hacia mucho tiempo, por lo que la resolución de Eburno había causado horror en Roma.

—Os advierto que a Roma le viene muy bien que Geta tenga por colega a Eburno —dijo Mario, pensativo—. No creo que pueda rapiñar mucho estando Eburno.

—Si, no digo que no tengáis razón, pero ¡qué lástima de su pobre hijo! Eburno es realmente un Servilio Cepio, creedme, y los Servilios Cepio son muy raros en lo que atañe a moral sexual. Más castos que Diana la Cazadora, y además les gusta vocearlo. Es algo muy raro.

—Entonces, ¿qué censor le persuadió para que dejase ingresar a Lucio Cornelio Sila en el Senado? —inquirió Mario—. Porque tengo entendido, ahora que he asociado el rostro con el nombre, que no ha sido precisamente un ejemplo de moralidad sexual.

—Oh, yo creo que ese relajamiento moral era más bien aburrimiento y decepción —replicó César como quien no quiere la cosa—. No obstante, Eburno miró por encima de su naricilla de Servilio Cepio y refunfuñó algo, es cierto. Pero Geta habría sido capaz de admitir a un mono africano si se lo pagan bien. Así que, al final, acordaron aceptar a Lucio Cornelio con ciertas condiciones.

—¡Ajá!

—Si. Lucio Cornelio es senador condicional; tiene que presentarse a las elecciones de cuestor y ser elegido a la primera. Si no sale elegido, deja de ser senador.

—¿Y lo conseguirá?

—¿Vos qué creéis, Cayo Mario?

—¿Con un nombre como ése? ¡Oh, saldrá elegido!

—Eso espero —dijo César, no muy convencido y más bien turbado. Lanzó un suspiro y dirigió una apacible mirada con sus ojos azules a su yerno, sonriendo tristemente—. Me había prometido, Cayo Mario, que después de vuestra generosidad casándoos con Julia no os pediría ningún otro favor. Pero, claro, es necia promesa, porque ¿cómo puede uno saber lo que hemos de necesitar el día de mañana? Necesitar, necesitar... Necesito otro favor de vos.

—Lo que digáis, Cayo Julio —respondió Mario con afecto.

—¿Habéis tenido suficiente tiempo para hablar con vuestra esposa y saber por qué Julilla casi se deja morir de hambre? —inquirió César.

—No —respondió Mario, mientras un fulgor de pura diversión cruzaba su fuerte rostro de águila—. ¡El poco tiempo que hemos pasado juntos desde mi regreso no lo hemos perdido charlando, Cayo Julio!

César se echó a reír.

—¡Ojalá mi hija menor fuese tan casta como la mayor! Pero no lo es. Quizá sea culpa mía o de Marcia. La hemos mimado y consentido en muchas cosas que a otros niños no se les consiente. Por otra parte, en mi modesta opinión, hay un mal innato en Julilla. Antes de morir Clitumna, nos enteramos de que la muy necia se había enamorado de Lucio Cornelio y quería obligarle, u obligarnos a nosotros, o a las dos partes; es muy difícil saber qué pretendía, si es que ella misma lo sabía. En cualquier caso, quería a Lucio Cornelio y sabía que yo jamás daría consentimiento a tal unión.

—¿Y sabiendo que había entre ellos una relación secreta —inquirió Mario, sorprendído—, habéis consentido en que se casen?

—¡No, no, Cayo Mario, Lucio Cornelio no estaba implicado en absoluto! —protestó César—. Os aseguro que él nada tenía que ver con el comportamiento de Julilla.

—Pero me decís que le obsequió con una corona de hierba en Año Nuevo...

—Fue un encuentro inocente, creedme, al menos por parte de él. Lucio Cornelio no la animó... antes bien, trató de desalentarla. Y ella se ha deshonrado a sí misma y a nosotros, porque, en realidad, trató de propiciar en él la declaración de unos sentimientos que el joven sabía perfectamente que yo nunca aprobaría. Que Julia os lo cuente y sabréis lo que quiero decir —concluyó César.

—En ese caso, ¿cómo es que van a casarse?

—Bien, al heredar esa fortuna y acceder al lugar social que le corresponde, me pidió la mano de Julilla. A pesar de su comportamiento para con él.

—La corona de hierba —dijo Mario, pensativo—. Sí, entiendo que se sintiera vinculado a ella, dado que ese obsequio hizo que su vida cambiase.

—Yo también lo comprendí, y por eso di mi consentimiento —añadió César con un suspiro aún más profundo—. El inconveniente, Cayo Mario, es que no me gusta nada Lucio Cornelio, al contrario de lo que me sucede con vos. Es un hombre muy raro; hay algo en él que me da grima, y sin embargo no tengo la menor idea de lo que pueda ser. Y uno debe siempre esforzarse en ser justo, imparcial en sus juicios.

—Animaos, Cayo Julio; al final todo saldrá bien —dijo Mario—. ¿Qué deseáis que haga?

—Que ayudéis a Lucio Cornelio a ser elegido cuestor —respondió César, un poco nervioso por tratarse de un hombre para quien reclamaba el favor—. El problema es que nadie le conoce. ¡Si, claro, todos conocen el apellido! Pero el sobrenombre Sila ya casi no se oye y él no ha tenido ocasión de hacerse ver en los tribunales del Foro cuando era más joven ni ha estado en la milicia. En puridad, si un noble quisquilloso quisiera darle trascendencia, el no haber servido como militar podría impedirle el acceso al cargo y cerrarle el camino al Senado. Esperamos que nadie sea tan exigente, y a ese respecto estos dos censores vienen al pelo, pues a ninguno de los dos se les ocurrió pensar que Lucio Cornelio no hubiera tenido ocasión de entrenarse en el Campo de Marte o haber formado parte de una legión como joven tribuno militar. Por suerte, fueron Escauro y Druso quienes le inscribieron como caballero, así que los nuevos censores asumirán sencillamente que los anteriores hicieron todos los escrutinios con mayor detenimiento. Escauro y Druso eran comprensivos y pensaron que había que dar a Lucio Cornelio una oportunidad. Además, por aquel entonces no se planteaban objeciones al Senado.

—¿Queréis que obtenga el cargo de Lucio Cornelio con sobornos? —inquirió Mario.

César era lo bastante anticuado para mostrarse perplejo.

—¡Ni mucho menos! No digo que no fuese excusable el soborno si se tratase de obtener el consulado, pero el de cuestor... ¡jamás! Además, sería demasiado arriesgado porque Eburno ha echado el ojo a Lucio Cornelio y estará al tanto de la más mínima para descalificarle y... procesarle. No, el favor que os pido es distinto, y menos cómodo para vos si sale mal. Quiero que pidáis que Lucio Cornelio sea vuestro cuestor personal, dándole esa alternativa de un nombramiento personal. Como bien sabéis, cuando el electorado advierte que un candidato a cuestor ha sido nombrado por el cónsul electo, le votan sin reticencias.

Mario no contestó inmediatamente; estaba pensando en todas las implicaciones. No importaba realmente que Sila fuese o no inocente de complicidad en la muerte de su querida y su madrastra, sus benefactoras, porque era muy probable que se dijera más adelante que las había matado si causaba suficiente impacto político para ser candidato al consulado; alguien desenterraría la historia y organizaría una campaña diciendo que las había asesinado para hacerse con suficiente dinero para acceder a la carrera pública que le estaba vedada por la pobreza de su padre: sería un regalo en manos de sus rivales políticos. Tener por esposa a una hija de Julio César le serviría, pero nada borraría completamente el estigma y, al final, habría muchos que lo creerían, del mismo modo que había tantos que creían que Mario no hablaba griego. Esa era la primera objeción. La segunda estribaba en el hecho de que a Cayo Julio César no acababa de gustarle Sila, aunque no pudiera dar razones explicitas. ¿Era más una cuestión de olfato que de raciocinio? ¿Instinto animal? Y la tercera objeción era el carácter de Julilla. Su Julia —ahora lo sabía— jamás se habría casado con un hombre al que no considerara digno, por muchos apuros financieros en que se encontraran los Julios César, mientras que Julilla había demostrado ser caprichosa, irreflexiva y egoísta, la clase de muchacha incapaz de elegir un compañero que valiese la pena aunque en ello le fuera la vida. Pero había elegido a Lucio Cornelio Sila.

Luego pensó en los César y revivió el momento de aquella mañana lluviosa en el Capitolio, cuando había reparado en Sila mirando desangrarse al toro, y supo qué era lo que había que hacer y qué respuesta dar. Lucio Cornelio Sila era importante. Bajo ningún concepto había que dejarle caer en el anonimato. Debía hacer frente al legado de su linaje.

—Muy bien, Cayo Julio —dijo sin la menor vacilación—. Mañana solicitaré al Senado que me conceda el nombramiento de cuestor de Lucio Cornelio.

—¡Gracias, Cayo Mario! ¡Gracias! —dijo César, radiante.

—¿Podéis hacer que se casen antes de que se reúna la Asamblea del pueblo para votar los cuestores? —inquirió.

—Se hará —contestó César.

 

Y así, una semana después, Lucio Cornelio Sila y Julia Minor, la hija pequeña de Cayo Julio César, contraían matrimonio Según la antigua ceremonia de confarreatio por la que dos patricios quedaban unidos de por vida. La carrera de Sila daba una buena zancada al ser solicitado personalmente como cuestor por el cónsul electo Cayo Mario y unirse por su matrimonio a una familia cuya dignítas e integridad estaban por encima de todo reproche. Nada parecía obstaculizar su triunfo.

¡Con qué júbilo se preparaba para su noche de bodas, él, a quien nunca le había gustado verse atado a una esposa y a las responsabilidades de una familia! Había dejado a Metrobio antes de solicitar a los censores su ingreso en el Senado, y aunque la separación había estado más cargada de emoción de lo que él estaba acostumbrado, pues el muchacho le amaba mucho y estaba destrozado, Sila estaba firmemente decidido a prescindir para siempre de aquella clase de relaciones. Nada debía obstaculizar su carrera hacia la fama.

Aparte de eso, conocía de sobra su estado emocional y comprendía que Julilla le era vital, y no sólo porque encarnara la suerte para él, bien que en sus reflexiones él siempre atribuyera sus sentimientos respecto a ella centrados en esa suerte; sucedía que él era incapaz de considerar amor sus sentimientos hacia otra persona. El amor para Sila era un sentimiento de gente inferior, y definido por esa gente inferior resultaba una cosa curiosa llena de ilusiones y decepciones, a veces noble hasta la idiotez y otras bajo hasta la amoralidad. Que Sila fuese incapaz de reconocerlo en si mismo se debía al hecho de que el amor contradecía el sentido común, el sentido de conservación y la claridad mental. En años venideros ni siquiera comprendió que su paciencia y esa tolerancia para con aquella esposa caprichosa era la prueba de que realmente necesitaba amor. Pero él atribuyó esa paciencia y esa tolerancia a un don intrínseco de su propio carácter, incapaz de entenderse y autoestimarse, incapaz de madurar.

Fue una clásica boda al estilo Julio César, mucho más digna que vulgar, pese a que las bodas a que había asistido Sila siempre habían sido mucho más vulgares que dignas; por lo que para él resultó asunto más molesto que placentero. Sin embargo, llegó el momento en que ya no quedaron invitados ebrios afuera del dormitorio y no tuvo que perder el tiempo echándolos de casa a la fuerza. Cuando cubrió la corta distancia de una puerta a otra y cogió a Julilla en brazos para cruzar el umbral, ya no quedaba ningún invitado.

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