Sexto, el hermano, no había sido un padre tan sentimental, y felizmente, porque, con Popilia, había tenido tres hijos, carga intolerable para una familia senatorial. Por consiguiente, se armó del valor necesario para separarse de su hijo mayor, entregándolo en adopción a Quinto Lutacio Catulo, que no tenía descendencia, con el consiguiente ingreso monetario y la seguridad de que el muchacho adquirida una fortuna. El viejo Catulo era riquísimo y no tuvo reparos en pagar una gran suma por adoptar a un hijo de origen patricio, guapo y bastante inteligente. El dinero que el muchacho había procurado a Sexto, su verdadero padre, fue cuidadosamente invertido en tierras e inmuebles urbanos con la esperanza de que produjese rentas suficientes para que los dos hijos menores de Sexto pudieran optar a magistraturas mayores.
Aparte del decidido hermano Sexto, la gran contrariedad de los Julios César era su tendencia a alimentar más de un hijo y luego mostrarse sentimentales ante la apurada situación en que se veían al tener más de un vástago; eran incapaces de dominar sus sentimientos, cediendo en adopción algunos de sus profusos retoños y procurando que los hijos que conservaban matrimoniaran con buenos partidos. Por tal motivo, sus otrora grandes propiedades iban disminuyendo en el transcurso de los siglos, y cada vez sufrían mayores divisiones al heredarlas dos y tres hijos y tener que vender parte de ellas para dotar a las hijas.
El esposo de Marcia era un Julio César de éstos y un padre demasiado sentimental, muy orgulloso de sus hijos y demasiado apegado a sus hijas para ser un buen romano razonable. El hijo mayor habría debido ser cedido en adopción, y las dos hijas, prometidas hacía años en matrimonio a hombres ricos; del mismo modo que el hijo menor habría debido prometerse con una novia rica. Sólo con dinero es posible una buena carrera política. La sangre patricia hacia tiempo que resultaba un lastre.
No fue un día de Año Nuevo muy propicio. Hacia un viento frío que arrastraba una fina lluvia que mojaba peligrosamente los adoquines e incrementaba el rancio hedor de un antiguo incendio que flotaba en el aire. Había amanecido más tarde por las nubes que cubrían el cielo, y era un día festivo que el pueblo humilde romano había optado por celebrar en sus reducidas viviendas, tumbado en los jergones de paja, jugando a lo que llamaban esconder la salchicha; porque si hubiese hecho buen tiempo, las calles habrían estado atiborradas de gente de toda condición, camino de un buen punto de observación para contemplar el esplendor del Foro Romano y del Capitolio. Pero, como hacía mal día, Marcia y sus hijas pudieron avanzar cómodamente sin que la escolta de criados tuviera que recurrir a la fuerza bruta para abrirles paso.
El callejón en el que estaba situada la casa de Cayo Julio César desembocaba en el Clivus Victoriae, cercano a la Porta Romulana, la antigua puerta de las murallas viejas de la ciudad del Palatino, con sus enormes bloques pétreos dispuestos por el propio Rómulo, ya desbordadas y con edificaciones sobre ellas y llenas de grafiti e iniciales de los visitantes en aquellos seiscientos años. Doblando a la derecha para ascender por el Clivus Victoriae, hacia la esquina en que el Germalus del Palatino dominaba el Foro Romano, la comitiva alcanzaba su punto de destino cinco minutos después; era una zona sin edificios desde la cual la vista era magnífica.
Doce años atrás ocupaba aquel solar una de las mejores casas de Roma, pero ahora apenas quedaban restos de aquella morada, de no ser por unas pocas piedras medio cubiertas por la hierba. La panorámica era espléndida. Desde el sitio en que los criados situaron las sillas plegables, Marcia y sus hijas dominaban perfectamente el Foro Romano y el Capitolio y el apiñamiento en declive del Subura, que acentuaba las colinas situadas al norte sobre la línea del horizonte.
—¿Habéis oído? —dijo Cecilia, la esposa del mercader-banquero Tito Pomponio. En avanzado estado de gestación, se hallaba sentada junto a su tía Pilia, y ambas vivían dos calles más allá de la casa de los César.
—No. ¿El qué? —respondió Marcia, inclinándose hacia adelante.
—Los cónsules, los sacerdotes y los augures han iniciado el cortejo después de medianoche para estar seguros de concluir a tiempo los ritos y plegarias...
—¡Siempre hacen eso! —la interrumpió Marcia—. Si se equivocan, tienen que empezar de nuevo.
—Lo sé, lo sé, ¡no soy tan ignorante! —replicó asperamente Cecilia, molesta al saberse corregida por la hija de un pretor—. ¡Pero es que no han cometido ningún error! Los auspicios han sido malos. Cuatro relámpagos por la derecha y una lechuza en el lugar del augurio chillando como si la mataran. Y ahora el tiempo... no vamos a tener un buen año, ni un buen par de cónsules.
—Eso te lo habría dicho yo sin necesidad de lechuza ni de relámpagos —replicó Marcia, cuyo padre no había llegado a ser cónsul pero sí el praetor urbanus constructor del gran acueducto que abastecía de agua potable a Roma, y que figuraba en los anales como uno de los grandes gobernantes de todos los tiempos—. Para empezar, ha sido una deleznable selección de candidatos y, luego, los electores no han sabido elegir lo mejorcito dentro de lo malo. Yo diría que Marco Minucio Rufo, pase; ¡pero Espurio Postumio Albino! Siempre han sido unos inútiles.
—¿Quién? —inquirió Cecilia, que era algo obtusa.
—El clan de los Postumios Albinos —respondió Marcia, dirigiendo la mirada hacia sus hijas para comprobar si todo iba bien.
Se habían encontrado con cuatro muchachas, hijas de los dos Claudio Pulcro, una tribu que no sabía comportarse; pero desde pequeñas se citaban junto a la casa de Flaco para ir a la escuela, y no se podía interponer ninguna barrera social contra aquella casta casi tan aristocrática como los Julios César. Y tanto más, cuanto que los Claudio Pulcro también pugnaban perennemente con los adversarios de la antigua nobleza y tenían muchos hijos que mermaban su hacienda y su dinero. Ahora sus Julias habían trasladado sus escabeles hasta el sitio que ocupaban las otras muchachas solas. ¿Dónde se hallarían sus madres? Y, además, charlaban con Sila. Eso sí que no.
—¡Niñas! —chilló Marcia.
Dos cabezas envueltas en ropaje se volvieron hacia ella.
—Venid aquí inmediatamente.
Las muchachas regresaron.
—Por favor, mamá, ¿no podemos estar con nuestras amigas? —dijo Julilla con mirada suplicante.
—No —replicó Marcia con tono inapelable.
Abajo, en el Foro Romano, se iba formando el cortejo en doble fila que había discurrido desde la casa de Marco Minucio Rufo que confluía con otra larga doble fila llegada desde la de Espurio Postumio Albino. Lo encabezaban los caballeros, no tantos como habría habido de ser un buen día de Año Nuevo, pero en número suficiente para reunir a unos setecientos. Conforme se hacía más de día y la lluvia arreciaba, se dirigieron hacia la cuesta del Clivus Capitolinus en donde, en la primera curva de la breve pendiente, aguardaban los sacerdotes y matarifes con dos bueyes blancos sin defecto alguno, ataviados con dogales de brillantes lentejuelas, cuernos dorados y guirnaldas en la cerviz. Detrás de los caballeros iban los veinticuatro lictores de los nuevos cónsules, y tras los lictores venían los cónsules seguidos del Senado; los senadores con magistraturas mayores luciendo toga bordada en púrpura y los demás con togas blancas. En la cola formaban los que no tenían derecho a ir en el cortejo: curiosos y una muchedumbre de clientes de los cónsules.
Bonito, pensó Marcia. Serían unos mil hombres ascendiendo despacio hacia el templo de Júpiter Optimus Maximus, el gran dios de Roma, cuya impresionante estatua se erguía en el lugar más elevado de la ciudad, hacia el sur de las dos colinas que formaban el Capitolio. Los griegos construían sus templos a ras del suelo, pero los romanos los alzaban sobre elevadas plataformas con grandes escalinatas, y los peldaños que conducían al templo de Júpiter Optimus Maximus no eran pocos. Bonito, pensó Marcia de nuevo al ver que los animales para el sacrificio y la comitiva sacerdotal se unían al cortejo y éste continuaba hasta que todos quedaban apiñados lo mejor posible en la restringida plaza al pie del templo. En aquella multitud estaban su esposo y sus hijos, miembros de la clase dirigente de la ciudad más poderosa del mundo.
* * *
En ella se encontraba también Cayo Mario, un ex pretor que lucía la toga praetexta bordada en púrpura, y en sus zapatos senatoriales carmesíes, la hebilla en forma de creciente propia de su cargo. Pero no le bastaba. Había sido pretor cinco años atrás y habría debido ser cónsul hacía ya tres años. Pero sabía que no le consentirían ser candidato al consulado. Nunca. ¿Por qué? Porque no reunía los requisitos. Esa era la única razón. ¿Quién había oído hablar de la familia de los Marios? Nadie.
Cayo Mario procedía del ámbito rural y era un soldado, una persona de la que se decía que no sabía griego y que cuando se excitaba incurría en un latín con dejos provincianos. No importaba que pudiese comprar y vender a medio Senado; no importaba que en el campo de batalla fuese mejor general que la mitad de los senadores. Lo que contaba era la sangre. Y su linaje era deficiente.
Cayo Mario era natural de Arpinum, un lugar a pocos kilómetros de Roma, cierto, pero peligrosamente próximo a la frontera entre el Lacio y el Samnio, y por consiguiente un tanto sospechoso en cuanto a lealtades y tendencias. Los samnitas seguían siendo los más recalcitrantes adversarios de Roma de todos los pueblos itálicos. Arpinum había recibido plena ciudadanía romana tan sólo setenta y ocho años atrás, y el distrito no gozaba aún de auténtica categoría de municipio.
¡Ah, pero era muy bonito! Agazapado al pie de las cumbres apeninas, era un feraz valle entre los ríos Melfa y Liris en el que se criaba una buena uva para vino de mesa y de solera, de la que se obtenían cosechas con rendimientos del ciento cincuenta por ciento; también había ovejas gordas que daban una lana extraordinariamente fina. Un lugar apacible, verde, aletargado; más fresco de lo previsto en verano y más cálido de lo normal en invierno. Las aguas de los dos ríos eran abundantes en pesca; los espesos bosques de las montañas que circundaban Arpinum continuaban proveyendo de excelente madera para naves y casas. Y había pinos de tea y pinos de antorchas, encinas que en otoño sembraban el suelo de bellotas para los cerdos; gruesos jamones y tocino dignos de las mejores mesas de Roma, donde generalmente iban a parar.
La familia de Cayo Mario vivía en Arpinum hacía siglos y se sentía orgullosa de su latinidad. ¿Era Mario un apellido volsco o samnita? ¿Conservaba un acento osco, dado que había samnitas y volscos llamados Mario? ¡No! Mario era latino. Él, Cayo Mario, era como el que más de aquellos altivos y engreídos nobles que tanto se complacían en desdeñarle. De hecho —¡y eso era lo que más le hería!—, era superior a todos ellos. Algo en su interior se lo decía.
¿Cómo puede un hombre explicar lo que siente? Era un sentimiento que anidaba dentro de él y que no podía expulsar por mucho que lo intentara. Hacía muchísimo tiempo que aquel sentimiento se había apoderado de su ser, tiempo más que suficiente para que los acontecimientos de años sucesivos le mostrasen su futilidad, impulsándole a la desesperación. Pero no se había rendido; aquel sentimiento seguía alojado en su cerebro, tan vívido e indomable como antaño.
¡Qué extraño era el mundo!, pensaba Cayo Mario, mirando los rostros inexpresivos de aquellos hombres con togas bordadas de púrpura que le rodeaban en aquella hora triste y lluviosa del amanecer. No, no había entre ellos un Tiberio ni un Cayo Sempronio Graco. Con excepción de Marco Emilio Escauro y Publio Rutilio Rufo, el resto eran unos hombrecillos. Y, pese a todo, le miraban por encima del hombro, a él, Cayo Mario, como a un presuntuoso desconocido con más agallas que gracia. Simplemente porque por sus venas corría mejor sangre. Pero todos sabían que, si se daban las circunstancias, él llegaría a ser el primer hombre de Roma. Igual que Escipión el Africano, Emilio Paulo, Escipión Emiliano y tal vez una docena más, que de ese modo los habían llamado a lo largo de los siglos de existencia de la república.
El primer hombre de Roma no era el mejor hombre, sino el primero entre otros iguales a él en grado y oportunidades. Y el primer hombre de Roma era algo muchísimo mejor que la realeza, la autocracia, el despotismo o lo que fuera. El primer hombre de Roma se aferra a ese título por simple preeminencia, siempre consciente de que el mundo está lleno de Otros que pueden suplantarle, legal y pacíficamente, al presentar una mejor clase de preeminencia. Ser el primer hombre de Roma era más que ser cónsul. Los cónsules llegan y van al ritmo de dos por año, mientras que en el transcurso de los siglos de existencia de la república romana, sólo un puñado de hombres han recibido el saludo de primer hombre de Roma.
En aquel momento no había ningún primer hombre en Roma; en realidad, no lo había habido desde la muerte de Escipión Emiliano, diecinueve años atrás. Marco Emilio Escauro estaba muy cerca de ello, sí, pero no contaba con poder suficiente —auctoritas, como se decía, una mezcla de poder, autoridad y fama peculiar en Roma— para merecer el título, y nadie se lo aplicaba, ¡salvo él mismo!
De pronto, entre murmullos, se produjo un revuelo en la multitud de senadores. El primer cónsul Marco Minucio Rufo estaba a punto de ofrecer su buey blanco al gran dios, pero el animal se resistía, porque no había debido de tener la prudencia de echarle en el pesebre forraje drogado. Ya estaban todos comentando que no iba a ser un buen año. Los presagios adversos durante la vigilia nocturna de los cónsules, el mal tiempo... y ahora la primera de las dos víctimas bufaba y cabeceaba y la media docena de ayudantes sacerdotales se las veían y deseaban para sujetarle por los cuernos y las orejas. Estúpidos; habrían debido adoptar la precaución de anillarle el hocico. Desnudo hasta la cintura, como el resto de los oficiantes, el acólito portador del martillo para aturdirle no aguardaba a que alzase la testuz hacia el cielo y la bajase hacia el suelo —posteriormente podría alegarse, sin duda, que el animal la había alzado y humillado varias veces durante aquellos debates por la supervivencia—. El oficiante avanzó un paso y abatió varias veces su arma de hierro al no acertar a la primera. El ruido sordo del golpe fue seguido inmediatamente de otro: el de las rodillas del buey al desplomar sus ochocientos kilos sobre las losas. Luego, el matarife medio desnudo hizo caer sobre el cuello el hacha de doble filo y todo se llenó de sangre; una pequeña parte de ella la recogieron en las copas sacrificiales, pero el resto formó un río pegajoso y vaporoso que se dispersó, fundiéndose y desapareciendo en el suelo mojado por la lluvia.