—Estoy de acuerdo —dijo Mario—. Pero lo cierto es que tenemos a quince, dieciséis cuando se entregue Glaucia, para juzgarlos por traición y un grupo indignado que se me antoja una manada de lobos mirando a un rebaño de ovejas.
—Tendremos que encerrarlos en algún sitio durante unos días —dijo Escauro—. Pero ¿dónde? Por el buen nombre de Roma, no podemos consentir que los maten.
—¿Por qué no? —terció Sila.
—Habría complicaciones, Lucio Cornelio. Hemos evitado el derramamiento de sangre en el Foro, pero la multitud va a volver a congregarse para ver el juicio por traición. Hoy está entretenida con las ejecuciones de gente sin importancia, pero ¿podemos estar seguros de que no cambiará de ánimo cuando juzguemos a Lucio Equitio, por ejemplo? —dijo Mario, lacónico—. Es una situación difícil.
—¿Por qué no se habrán arrojado sobre su espada? —inquirió Escauro, inquieto—. ¡Imaginaos las complicaciones que nos habrían ahorrado! Un suicidio admitiendo la culpabilidad, sin necesidad de juicio ni de estrangulador en la cárcel del Tullianum, porque desde la roca Tarpeya no nos atrevemos a arrojarlos.
Sila escuchaba pero no quitaba ojo de Cepio hijo y Metelo el joven sin decir palabra.
—Bueno, ya nos preocuparemos del juicio en su momento —añadió Mario—. Mientras tanto tenemos que encontrar un sitio para encerrarlos sin riesgo.
—La Lautumiae queda descartada —se apresuró a decir Escauro—, pues si por casualidad, o por instigación de alguien, la muchedumbre decide liberarlos, las celdas no resistirán el asalto aunque tengamos a todos los lictores de guardia. No es Saturnino quien me preocupa, sino ese desastre de Equitio. Sólo faltaría que alguna estúpida comenzase a llorar y a lamentarse de que el hijo de Tiberio Graco va a morir para que tuviésemos complicaciones —añadió con un gruñido—. Y por si fuera poco, mirad a ese grupo de jóvenes casi relamiéndose; no les importaría lo más minimo acabar con Saturnino.
—Pues sugiero que los encerremos en la Curia Hostilia —dijo Mario.
—¡Eso no podemos hacerlo, Cayo Mario! —replicó Escauro mirándole estupefacto.
—¿Por qué no?
—¿Encarcelar a unos traidores en la sede del Senado? ¡Eso es... como... como ofrecer una cagarruta en sacrificio a los dioses!
—De todos modos ya han mancillado el templo de Júpiter Optimus Maximus y todo lo relacionado con la religión estatal habrá que purificarlo. La Curia no tiene ventanas y posee las mejores puertas de Roma. Otra solución es que algunos de nosotros los retengamos voluntariamente en nuestras casas... ¿Os gustaría haceros cargo de Saturnino? Saturnino para vos y Equitio para mí. Y creo que Quinto Lutacio podría hacerse cargo de Glaucia —dijo Mario sonriendo.
—La Curia Hostilia es una excelente idea —dijo Sila, sin dejar de mirar, pensativo, a Cepio hijo y a Metelo el joven.
—¡Brrr! —exclamó Escauro, príncipe del Senado, no por Mario o Sila, sino por las circunstancias. Luego asintió enérgicamente—. Tenéis razón, Cayo Mario. Me temo que habrá de ser en la Curia Hostilia.
—¡Estupendo! —dijo Mario, dando una palmada a Sila en el hombro para indicarle que se pusiera en marcha—. Mientras me ocupo de los detalles, Marco Emilio —añadió con una horrorosa sonrisa descolgada—, vos encargaos de explicar a vuestros colegas los boni por qué es preciso utilizar el venerable edificio como cárcel.
—¡Ah, muchas gracias! —exclamó Escauro.
—No hay de qué.
Cuando estuvieron lo bastante alejados para que nadie los oyera, Mario dirigió una curiosa mirada a Sila.
—¿Qué te traes entre manos? —le preguntó.
—No sé si voy a decírtelo —respondió éste.
—Haz el favor de andar con cuidado. No quiero que acabes ante un tribunal por traición.
—Andaré con cuidado, Cayo Mario.
Saturnino y sus conjurados se rindieron el octavo día de diciembre; al noveno, Cayo Mario volvía a convocar la Asamblea centuriada y presidía la declaración de los candidatos a las magistraturas curules.
Lucio Cornelio Sila no se molestó en acudir a la saepta; estaba ocupado en otras cosas, entre ellas, largas conversaciones con Cepio hijo y Metelo el joven y una breve visita a Aurelia, pese a que sabía por Publio Rutilio Rufo que se hallaba bien y que Lucio Decumio había mantenido alejados del Foro Romano a sus tabernarios colegas.
El décimo día del mes era cuando asumían el cargo los nuevos tribunos de la plebe; pero dos de ellos, Saturnino y Equitio, estaban encerrados en el Senado, y existía la preocupación de que volviese a congregarse la multitud, a quien parecía interesarle más la suerte de los tribunos de la plebe.
Aunque Mario no pensaba autorizar a su modesto ejército de tres días atrás a acudir al Foro con corazas y espadas, mandó cerrar el mercadillo contiguo a la basílica Porcia y estableció allí un depósito de corazas y armas; en la planta baja, en el extremo que daba al Senado, estaban las dependencias del Colegio de tribunos de la plebe en las que tenían que reunirse al amanecer los ocho no complicados con Saturnino, para después proceder a la sesión inaugural de la Asamblea de la plebe lo antes posible, sin hacer mención alguna de los dos que faltaban.
Pero aún no había amanecido y el Foro estaba totalmente vacío, cuando Cepio hijo y Metelo Pío bajaban por el Argiletum hacia la Curia Hostilia a la cabeza de un grupo. Habían dado aquella vuelta para mayor seguridad de que nadie los viese, pero cuando se desplegaron en torno a la Curia comprobaron que podían actuar con total impunidad.
Llevaban largas escalas que colocaron contra los laterales del edificio, hasta las viejas tejas en forma de abanico de los aleros, frágiles y cubiertas de musgo.
—No olvidéis —dijo Cepio a su tropa— que Lucio Cornelio ha dicho que no hay que desenvainar la espada. Hay que cumplir al pie de la letra las órdenes de Cayo Mario.
Uno tras otro fueron ascendiendo por las escalas hasta que los cincuenta que formaban el grupo estuvieron en cuclillas en el tejado, poco inclinado, y allí aguardaron a oscuras a que por el este surgiese la débil luz que se transformó de gris paloma en oro brillante antes de que los primeros rayos de sol surgieran por detrás del Esquilino bañando la techumbre del Senado. Ya comenzaban a llegar algunos al Foro, pero las escalas ya estaban retiradas y nadie advirtió su presencia porque a nadie se le ocurrió mirar hacia arriba.
—¡¡Ahora!! —gritó Cepio hijo.
A toda prisa —porque Lucio Cornelio les había dicho que no dispondrían de mucho tiempo— el grupo de asalto comenzó a quitar las tejas de las vigas de roble superpuestas a las gruesas jácenas de cedro. La luz bañó el interior del Senado, cayendo sobre quince pálidos rostr0s que miraban hacia arriba, más estupefactos que aterrados. Y cuando cada uno de los asaltantes tuvo a su lado un montón de tejas, comenzaron a arrojárselas por la abertura practicada. Saturnino cayó en seguida y Lucio Equitio también. Hubo algunos que trataron de refugiarse en los rincones más apartados, pero los jóvenes del tejado no tardaron en afinar la puntería, disparando acertadamente las tejas en todas direcciones. Como en el Senado no había ningún tipo de mueble, pues los senadores se traían sus propias sillas y los secretarios cogían un par de mesas en las dependencias contiguas del Argiletum, no existía nada tras lo que los detenidos pudieran parapetarse de aquella lluvia de proyectiles, más eficaces de lo que Sila había pensado. Al chocar, aquellas tejas de diez libras se rompían en trozos de afiladas aristas.
Cuando llegaron allí Mario y sus legados, Sila incluido, todo había terminado. Los asaltantes bajaban al suelo y allí permanecieron quietos sin tratar de escapar.
—¿Los detengo? —preguntó Sila a Mario.
Mario, enfrascado en sus pensamientos, dio un respingo al oir la pregunta.
—¡No! ¿No ves que no se mueven...? —replicó, dirigiéndole una inquisitiva mirada de reojo a la que Sila respondió con un rápido guiño.
—Abrid las puertas —dijo Mario a los lictores.
En el interior, el sol matutino se abría paso a través de un palio de polvo que iba depositándose lentamente e iluminaba por doquier montones de tejas con verdín, con las aristas rotas, y en su envés más protegido de los elementos atmosféricos, una tonalidad bermellón oscura, casi color sangre. Quince cadáveres yacían encogidos o despatarrados, medio sepultados por las tejas destrozadas.
—Vos y yo solos, príncipe del Senado —dijo Mario.
Entraron juntos y fueron de un cadáver a otro para ver si había alguno con vida. A Saturnino le habían alcanzado tan pronto y con tal fuerza, que ni siquiera había tenido tiempo de hacer ademán de protegerse; tenía el rostro enterrado bajo un caparazón de tejas que, al quitárselo, puso al descubierto unos ojos muertos mirando hacia el cielo con las negras pestañas cubiertas de polvo. Escauro se agachó a cerrárselos y torció el gesto: había tanto polvo acumulado en los globos oculares, que los párpados se resistían a cerrarse. Lucio Equitio había salido peor librado, pues apenas presentaba una parte de su cuerpo que no estuviera magullada o cortada, y tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para sacarle de entre aquel montón de tejas. Saufeio, que había echado a correr hacia un rincón, había sido alcanzado por un fragmento que debió de rebotar en el suelo, alojándosele como una punta de lanza en el cuello; estaba casi decapitado. A Tito Labieno le había alcanzado una teja entera de lado en la rabadilla y había perecido sin sentir nada por debajo de la brutal fractura en la columna vertebral.
Mario y Escauro conferenciaron.
—¿Y ahora qué hago con esos imbéciles de ahí fuera? —inquirió Mario.
—¿Y qué podéis hacer?
—¡Vamos, príncipe del Senado! —exclamó Mario elevando la mitad derecha del labio superior—. ¡Asumid parte de la carga sobre vuestro viejo esqueleto! ¡Os prometo que de ésta no vais a escapar! ¡O me respaldáis o disponeos a un enfrentamiento, comparado con el cual lo que aquí ha sucedido será como la fiesta femenina de la Bona Dea!
—¡De acuerdo, de acuerdo! —replicó Escauro, irascible—. ¡No pretendía decir que no fuera a apoyaros, rústico puntilloso! Sólo he dicho que qué podéis hacer...
—Según los poderes que me ha otorgado el Senatus Consultum, puedo hacer lo que quiera, desde arrestar a esos audaces, hasta enviarlos a casa con una simple reprimenda. ¿Qué consideráis más conveniente?
—Lo conveniente es enviarlos a casa. Lo adecuado sería arrestarlos y acusarlos del asesinato de conciudadanos romanos, pues, como los presos no habían sido sometidos a juicio, eran ciudadanos romanos cuando encontraron la muerte.
Mario enarcó su única ceja móvil.
—Entonces, ¿qué decisión adopto, príncipe del Senado? ¿La conveniente o la adecuada?
—La conveniente, Cayo Mario —respondió Escauro encogiéndose de hombros—. Y lo sabéis tan bien como yo. Si adoptáis la adecuada, causaréis tal herida en el árbol de Roma que arrastraría al mundo entero en su caída.
Salieron del Senado y permanecieron juntos en lo alto de la escalinata, mirando a los que se hallaban reunidos en la explanada. Aparte de aquellos centenares, el Foro Romano estaba vacío, limpio y paradisíaco bajo el sol matutino.
—¡Concedo una amnistía general! —gritó Cayo Mario con todas sus fuerzas—. ¡Id a casa, jóvenes! —añadió dirigiéndose a los asaltantes—. ¡Quedáis amnistiados también vosotros! ¿Dónde están los tribunos de la plebe? —prosiguió, dirigiéndose a los demás—. ¿Aqui? ¡Bien! Convocad la asamblea ahora que no está el populacho. El primer punto de la orden del día será la elección de dos tribunos más, ya que Lucio Apuleyo Saturnino y Lucio Equitio han muerto. Comandante de los lictores, enviad la guardia con esclavos públicos y adecentad la Curia Hostilia. Entregad los cadáveres a sus respectivas familias para que tengan un funeral honorable, pues no habían sido juzgados por sus crímenes y siguen siendo ciudadanos romanos acomodados.
Descendió por la escalinata y se dirigió hacia la tribuna de los Espolónes, pues era el primer cónsul y presidente de la ceremonia de toma de posesión de los nuevos tribunos; de haber sido patricio, este cometido habría recaído en el segundo cónsul, y ésa era la razón por la que se nombraba un cónsul plebeyo: para poder presidir el concilium plebís.
Y sucedió en aquel preciso momento, quizá porque el rumor estaba en plena efervescencia y se había propagado rápidamente por toda la ciudad. El Foro comenzó a llenarse de gente a millares; gentes que acudían desde el Esquilino, el Caelia, el Viminal, el Quirinal, el Subura, el Palatino, el Aventino, el Oppiae. Cayo Mario vio inmediatamente que era la misma multitud que se había congregado allí mismo durante las elecciones de los tribunos de la plebe.
Ahora que ya había pasado lo peor, y con aquel sentimiento de paz en su corazón, miró aquel mar de rostros y vio lo que a Lucio Apuleyo Saturnino le había resultado evidente: una fuente de poder sin explotar, sin la astucia que procuran la experiencia y la formación, dispuesta a rendirse al kharisma egoísta de cualquier demagogo de apasionada elocuencia para seguir a otro amo. Esto no es lo mío, pensó Cayo Mario. Ser el primer hombre de Roma amparándose en la credulidad de la masa no es ninguna victoria. He conquistado la categoría de primer hombre de Roma al estilo tradicional, con esfuerzo, batallando contra los prejuicios y monstruosidades del cursus honorum.
Sin embargo, concluyó eufórico Cayo Mario, haré un último gesto para demostrar a Escauro, príncipe del Senado, a Catulo César, al pontífice máximo Ahenobarbo y a todos los boni que si hubiese optado por el método de Saturnino, serían ellos quienes estarían muertos en la Curia Hostilia aplastados bajo las tejas y sólo yo mandaría en Roma. Porque, comparado con Saturnino, soy lo que Júpiter a Cupido.
Avanzó hacia el borde de la tribuna de los Espolones que miraba hacia el bajo Foro en vez de a la zona de comicios y abrió los brazos en un ademán que parecía abarcar a la multitud, acogerla como un padre a sus hijos.
—¡Pueblo de Roma, volved a vuestras casas! —clamó con voz estentórea—. Todo ha terminado y Roma está a salvo. Y yo, Cayo Mario, me complazco en anunciaros que ayer llegó al puerto de Ostia una flota con trigo. Hoy, durante toda la jornada, no cesarán las gabarras de remontar la corriente y mañana habrá trigo a la venta en los silos estatales del Aventino a un sestercio el modius, precio estipulado en la ley frumentaria de Lucio Apuleyo Saturnino. Pero como Lucio Apuleyo ha muerto, la ley no es válida. ¡Soy yo, Cayo Mario, cónsul de Roma, quien os da el trigo! El precio especial estará vigente hasta que yo abandone el cargo dentro de diecinueve días. Después, los nuevos magistrados decidirán el precio que deberéis pagar. ¡Ese sestercio que os cobro es mi regalo de despedida, quirites! Porque os aprecio he luchado por vosotros y he vencido por vosotros. ¡No lo olvidéis nunca! ¡¡Viva Roma!!