Al aparecer Genna en su aspecto normal, la luna alcanzó su cénit. Su luz brillante se derramó entre los dos pilares e iluminó a la Gran Druida para que la viesen todos los demás.
Genna Moonsinger parecía vieja y cansada, pero conservaba aquella sonrisa comprensiva y aquel aire de benévola paciencia que le habían valido su honroso rango contra competidores druidas más vigorosos pero menos prudentes. Se volvió despacio, favoreciendo a todos los presentes con aquella sonrisa, y con esto pareció aflojarse la tensión que se había apoderado del círculo, si bien no desapareció del todo.
Los rayos de la luna llena acentuaron las arrugas de la cara de la Gran Druida, pero no lograron empalidecer el animado destello de sus ojos. Tenía el cuerpo rechoncho y robusto, pero mucha dignidad en su porte. Parecía que los largos años de su vida no la habían gastado y debilitado, sino curtido y fortalecido. El cayado de roble pulido que sostenía ante ella resplandecía suavemente. Décadas de uso habían desgastado su superficie dándole un tono dorado.
Todos los ojos de los reunidos se fijaron en ella, mientras Genna hacía una larga pausa antes de hablar. Cesó el viento y se hizo un extraño silencio en el gran bosque.
—Hermanos y hermanas —empezó diciendo la Gran Druida.
Su voz era suave y musical, pero tenía el peso de la majestad, si bien su poder quedaba bien disimulado por su tono melancólico.
—La Madre me ha hablado —siguió diciendo Genna, y los druidas comprendieron que esto significaba que había tenido un sueño profético—. Su próximo sueño puede ser el último. Su poder disminuye de unmodo penoso y los instrumentos de su destrucción se acoplan antes de que la nieve se funda en el país.
Se volvió lentamente, mirando a cada uno de los druidas reunidos delante de ella. Se detuvo un momento, preguntándose si veía un destello de luz anormal cerca del fondo del grupo, y enseguida sus ojos siguieron su recorrido.
Trahern de Oakvale suspiró, temblando a causa de la tensión, y ocultó más su rostro debajo de la capucha.
Los druidas miraron con aire sombrío a Genna, esperando que prosiguiese.
—Los hijos de la diosa han sido despertados.
Esta declaración provocó graves murmullos de asombro entre los reunidos, pues ninguno de ellos, salvo los más viejos, recordaba una vez en que la diosa se hubiese visto obligada a llamar a sus hijos. La noticia era esperanzadora, pues los hijos de la diosa, el Leviatán, el unicornio Kamerynn y la Manada, eran sin duda poderosos aliados.
—Sin embargo, ¡incluso este paso puede ser insuficiente para restablecer el Equilibrio! —La voz de Genna adquirió un tono de firmeza—. Los firbolg han hecho acto de presencia, y sus actividades amenazan directamente al Equilibrio.
»El resto de mi sueño no se me aparece claro. Sólo puedo comunicar estas imágenes: de alguna manera, la oscuridad ha surgido de la luz, y ahora esta oscuridad anda libre por el mundo. Y es esta oscuridad, sea cual fuere su naturaleza, lo que más teme la Madre.
»Se reunirán ejércitos, y se verterá sangre. Es posible que el propio valle de Myrloch sea violado. Si ocurriese esto, aquellos de vosotros que cuidáis de la protección del valle tendríais que entorpecer y retrasar el paso de la fuerza profanadora, procurando que ni vosotros ni los árboles corran riesgo alguno. Y no empleéis los animales, si podéis evitarlo.
Genna hizo una nueva pausa, para mirar a cada uno de sus druidas. Satisfecha, siguió hablando.
—Recordad que los ejércitos, aunque potentes, no son el enemigo más peligroso de la Madre Tierra. Enteraos de todo lo que podáis sobre la naturaleza de cualquier suceso extraño que ocurra en las tierras que tenéis a vuestro cuidado. Sea cual fuere la naturaleza de la «oscuridad nacida de la luz», debemos saber más acerca de ella. Temo que es ésta la más grave amenaza contra el Equilibrio.
»Y ahora —prosiguió Genna, dulcificando ligeramente el tono—, ¿qué noticias hay de las zonas más remotas de Gwynneth?
Quinn Moonwanc, señor del bosque de Llyrath, se adelantó y se dirigió a los reunidos:
—La advertencia concuerda con las últimas noticias de Llyrath. Aquel gran bosque ha oído ya el ruido de pisadas invasoras. Aunque no he descubierto la naturaleza de la invasión, ahora sospecho de los firbolg.
—¡Y yo he visto cómo se reunían los ejércitos! —anunció Isolda de Wintergien, poniéndose al lado de Quinn.
Su dominio abarcaba la vasta región forestal al norte de Gwynneth. Este bosque lindaba con las fortalezas de los clanes de los hombres del norte, que hacía tiempo habían conquistado los sectores septentrionales de Gwynneth.
—Los hombres del norte marchan juntos, fuertemente armados, cantando canciones de guerra. —La voz de Isolda no disimuló el desprecio que sentía por los hombres del norte—. Se reunieron en sus puertos, en gran número y con aire belicoso. Después, hace unos días, subieron a sus barcos y zarparon. Ignoro su destino, pero nunca había visto número tan grande de barcos.
—Gracias —dijo la Gran Druida.
El tono suave de su voz calmó la ola de miedo que las palabras de Isolda habían provocado.
—Hermanos y hermanas —siguió diciendo Genna, en el mismo tono tranquilizador—, nuestra vigilancia debe ser constante. Nuestros enemigos son fuertes, pero también lo son nuestros amigos. Ah, sí —añadió, como si hubiese olvidado algo—. Como en tiempos pasados, cuando el Equilibrio se vio gravemente amenazado, surgirá un héroe de entre los ffolk, un héroe que es ya príncipe.
—El príncipe actual —gruñó Quinn— es joven e impetuoso; podría cometer errores desastrosos.
—Claro que podría —convino Genna con vivacidad—. En realidad, como conozco al muchacho, diré que estoy segura de que cometerá errores quizá desastrosos. Pero cuenta con el importante apoyo de la joven. Y, además, ¿tenemos otra alternativa?
—Sí, la muchacha —respondió Quinn—. Muy notable, por cierto. Tiene una gran fuerza, como has adivinado.
Genna esbozó una leve sonrisa, pero no hizo comentarios. Sintió un nudo en la garganta y sus ojos se humedecieron al pensar en la doncella de cabellos negros. Carraspeando roncamente, miró con sus ojos chispeantes a cada uno de los druidas reunidos. Su mirada pareció derramar paz sobre el grupo.
—¡Que la diosa os proteja!
Genna se volvió y se desvaneció, aunque no por completo. Los que la observaban de cerca vieron una forma pequeña y con plumas volar sobre la superficie del Pozo de la Luna. La golondrina aleteó en la noche y desapareció.
Los druidas se volvieron y se alejaron del círculo del consejo tan silenciosos como habían llegado. Pronto todos ellos, salvo uno, se desvanecieron en la oscuridad circundante. Éste permaneció inmóvil, contemplando el Pozo de la Luna, sumido en profundos pensamientos.
Trahern de Oakvale tenía casi el mismo aspecto que días anteriores. Sólo sus ojos eran diferentes. Ya no resplandecían de vitalidad, sino que parecían centellear con una luz furiosa y ardiente. Los pliegues de su capucha parda mantenían su cara en la sombra, pero cualquiera que hubiese mirado dentro de aquella sombra habría imaginado que contemplaba las ascuas de un fuego, pues tales eran los ojos de Kozgoroth.
Ahora, después de escuchar a Genna —y, a través de ella, a la diosa—, Trahern comprendió el plan que se desplegaba delante de él. Con la ayuda que él prestaría, el Equilibrio sería destruido y Gwynnett quedaría sumida en el caos y la desesperación.
Trahern, el druida, nuevo engendro de Kazgoroth, comprendió el papel que representaría en el plan.
Los rayos de la luna llena iluminaban el pueblo de Corwell, que se extendía alrededor de su castillo protector, en las orillas del estuario de Corwell. Unos pocos guardias recorrían las murallas de Caer Corwell con aire indiferente o dormían en sus puestos. El pueblo estaba tranquilo, pues las tabernas habían cerrado por la noche, y todos los ffolk honrados dormían profundamente.
Erian, el guardia, paseaba inquieto arriba y abajo en su pequeña choza próxima al castillo. Desde la noche del Festival de Primavera había estado agitado e irritable con frecuencia, y se sentía físicamente enfermo. Un caballo pasó trotando por la calle, y él se volvió hacia la puerta, torciendo el labio en un gruñido audible. Había estado triste y temeroso todo el mes, pero nunca tan intranquilo como ahora. Blancos rayos de luna penetraron a través de la ventana, y él levantó la cabeza, dejando que la envolviese la fría luz de la luna llena.
Por fin se tumbó en un jergón de paja, pero no pudo dormir. Le dolía todo el cuerpo y tenía confusa la mente. De pronto se incorporó, y este movimiento le arrancó un gemido de dolor. Gritó y rodó del jergón al suelo.
Al tratar de levantarse, descubrió que había quedado inválido. Descargó inútiles patadas contra el suelo, mientras intentaba agarrarse a algo para levantarse. Los dedos no le obedecían. Chillando de angustia, se arrastró por el suelo hasta detenerse en el charco de lechosa luz de luna proyectado a través de la única ventana.
Aquella luz pareció calmarlo y llamarlo al mismo tiempo. La luna llena, un perfecto círculo brillante, lo miró desde el otro lado de la ventaría, y él empezó a comprender la causa de su impotencia. Las lágrimas de la luna —la resplandeciente cadena de brillantes estrellas que la seguían en el cielo— titilaron alegremente, pareciendo burlarse de su desdicha.
La piel se rajó y se desprendió de sus brazos y su cara, pero la roja carne viva desapareció enseguida bajo una tosca capa de pelos de color castaño. Fuertes y afilados colmillos brotaron de sus encías, mientras la cara se contraía por el terrible dolor. Trató de frotarse los ojos con las manos, pero estos apéndices habían desaparecido, sustituidos por unas patas rematadas en unas uñas curvas y malignamente afiladas.
Cuando los rayos plateados alcanzaron el cuerpo dolorido y retorcido del guardia, Erian completó su transformación.
La Manada se despertó bajo el frío y blanco resplandor de la luna llena. Formas grises y peludas emergieron de cien cubiles, sacudiendo el cansancio de los rígidos músculos e intentando despejar el embotado cerebro después de la larga hibernación.
Un macho grande alzó la voz a la luna, en un largo y vibrante aullido. Otros lo imitaron, primero pocos y después cientos. Como una sola criatura, la Manada levantó la voz a los cielos, cantando las loas a la diosa.
Y entonces la suave brisa llevó hasta el gran macho el olor de un venado que estaba en alguna parte, no muy lejos, en la nebulosa noche. Jirones de niebla flotaban entre los altos pinos, pero la brillante luz de la luna iluminaba los claros y los lugares altos mientras el lobo buscaba el origen de aquel olor.
Otros captaron el rastro, oliendo sangre y carne y miedo. Los aullidos de la Manada bajaron de tono, pero este se hizo más grave y amenazador. Poco a poco, como fantasmas grises, los lobos empezaron a trotar por el bosque, adquiriendo velocidad a medida que recobraban su conciencia. El venado miró con ojos enloquecidos a sus furiosos perseguidores, y entonces huyó..., una huida que sólo podía tener un final, al desplegarse la Manada y abalanzarse sobre su presa.
Una vez mas, después de un siglo de sueño, los poderosos lobos de la Manada cantaron a su presa. La antigua canción era conmovedora y bella. Era un himno a la gloria de la diosa y al poder de sus hijos.
Pero, sobre todo, era un canto de muerte.
El jabalí inclinó hacia adelante la robusta cabeza, de manera que los mortíferos colmillos apuntaron directamente a Robyn, que estaba arrodillada junto al hongo. Con rapidez inverosímil, las gruesas patas de la bestia repicaron sobre el suelo al acelerar su carrera.
Tristán, con el miedo atenazando sus entrañas, espoleó su caballo y lo hizo girar en dirección al jabalí. Pawldo, Arlen y Daryth se volvieron también para repeler el ataque, pero estaban más lejos que el príncipe.
También los perros estaban lejos. Canthus había conducido a la jauría alrededor de la orilla del lago y, aunque los canes habían dado media vuelta al oír el ataque del jabalí, estaban todavía muy alejados.
Todos, salvo Angus.
El viejo podenco, que marchaba como siempre al lado de Tristán, corrió en dirección al jabalí, mostrando los dientes. Graves gruñidos brotaron de su pecho mientras saltaba entre Robyn y el furioso animal. Sus dientes se clavaron en la oreja de éste. Pero, al mismo tiempo, los crueles colmillos de la fiera se hundieron profundamente en el flanco del perro.
Brotó sangre roja de las graves heridas, y el viejo podenco lanzó un sordo gruñido. Con los pulmones perforados por los colmillos, el moribundo Angus empleó la fuerza que le quedaba para arrancar la oreja de la cabeza del jabalí.
Robyn se había puesto en pie con rapidez y trataba desesperadamente de escapar. Al ver una rama de un gran pino que pendía por encima de su cabeza, Robyn dio un salto, se agarró a la rama y levantó las piernas. Al mismo tiempo, el jabalí arrojó el cuerpo de Angus a un lado y arremetió contra su primitiva víctima. Un colmillo ensangrentado rozó la pantorrilla de Robyn y le arrancó un grito de dolor.
Tristán había dejado su lanza en el campamento, por lo que se vio obligado a atacar al jabalí con la espada. Descargándola hacia abajo, abrió un profundo tajo en el lomo del animal, pero la herida pareció servir sólo para aumentar la terrible sed de sangre del jabalí.
El caballo de Tristán, relinchando de miedo, se alejó saltando del furioso animal. Al apartarse de la bestia, el príncipe se volvió y vio dos flechas sólidamente clavadas en el peludo flanco. Arlen y Pawldo estaban ya cargando por segunda vez sus arcos.
El jabalí torció la cabeza hacia estas nuevas heridas y la bajó como para embestir a un enemigo imaginario. Confuso, volvió de Tristán a los arqueros sus ojos inyectados en sangre, y de nuevo desvió la mirada hacia aquél. Bajando de nuevo la cabeza, arremetió contra el príncipe. Corría sangre sobre uno de sus flancos, que brotaba de la herida infligida por la espada de Tristán. En el otro costado, las dos flechas seguían profundamente clavadas. El animal gruñó con fuerza, pero no dio señales de debilitamiento.
De pronto, una forma parda cruzó el campo y se lanzó al combate. Canthus, que se había adelantado a los otros perros para intervenir en la lucha, chocó contra el flanco de la fiera. La fuerza de la embestida hizo rodar a la criatura por el suelo. Las flechas se rompieron bajo el peso del jabalí, y la herida producida por la espada apareció cubierta de barro y de agujas de los pinos cuando el animal se levantó tambaleante y volvió con furia los comillos contra Canthus.