—Sí, soy el príncipe de Corwell.
—¿Y cómo está nuestro rey?
—Estaba... bien, cuando yo lo dejé. Ha ordenado que se constituyan compañías en los pueblos; tenemos noticias de una gran movilización en los hombres del norte.
—¿De veras? —Gavin se incorporó de pronto. Por primera vez se pintó una expresión preocupada en su semblante—. Tal vez no hubiese debido marchar de mi casa.
El gigantesco herrero miró con nerviosismo hacia el este.
—Myrrdale..., ¿está en la costa? —preguntó el príncipe, que no recordaba aquel pueblo.
—No; a media jornada tierra adentro. Debería estar bastante seguro, aunque la guerra alcance a las comunidades orientales. Dudo de que los hombres del norte se adentren mucho en tierra. Y, de todos modos, estaremos allí mañana temprano... No, no, no tengo por qué preocuparme.
Sin embargo, el corpulento herrero miraba continuamente hacia el este; los otros comprendieron que deseaba estar en casa.
—Sobre todo echo en falta a mis hijitas —dijo Gavin, mirando las llamas con expresión melancólica—. Son las chiquillas más lindas a este lado de Myrloch, si puedo expresarme así. La viva imagen de su madre, mi querida Sharreen.
—Me gustaría conocerlas —dijo Robyn, sonriendo con dulzura al ver el amor de aquel hombre por su familia.
Se preguntó si su padre la había amado de la misma manera.
El segundo frasco de whisky de centeno produjo al fin efecto en los compañeros, que se quedaron dormidos alrededor del fuego. Por primera vez en muchos días, no se preocuparon de montar guardia, y nada turbó la tranquilidad del campamento durante la noche.
Se despertaron temprano, compartiendo el contagioso entusiasmo del herrero por un nuevo día. El hombrón sujetó a sus asnos y los compañeros le ayudaron a cargar las pesadas cestas que esperaban entre los boles.
—Hierro y carbón —explicó—. El alimento de forja. Dos veces al año viajo a Cantrev Thomdyke en busca de suministros. |
—Es una de las comunidades montañesas, ¿no? —recordó Tristán.
—Así es. Allí extraen el mejor hierro de las Moonshaes, exceptuando, desde luego, el de los enanos. Pero ¿hay algún humano que podría comprarle hierro a los enanos?
El herrero rió entre dientes al pensar en los reservados enanos vendiendo algo a los humanos.
—No es que no pueda alquilar a un carretero para que hiciese el viaje —explicó el herrero a grandes voces, como si tuviese varios cientos de oyentes—. Sólo que... —y su voz adoptó un tono confidencial— me gustan tanto las montañas que me permito la excursión como una pequeña recompensa.
—Estas montañas son muy hermosas —convino el príncipe, lamentando no haber prestado más atención al paisaje durante su huida.
—Pero —siguió diciendo el herrero, mirando ansiosamente hacia la baja sierra que sería su primer hito el viaje de la mañana—, no hay nada como volver nuevo a casa, y con un poco de suerte ¡estaremos allí a tiempo para el almuerzo!
Una agradable y templada brisa llegó desde las tierras bajas, y el sol sonrió desde un cielo sin nubes. Con corazón alegre, los cinco emprendieron el camino. El herrero conducía su recua de asnos a pie, pero no le costaba marchar al paso de los otros, que iban montados. Mientras cabalgaban, Keren trabajó un poco más en su tonada, hasta convertirla al fin en una deliciosa melodía.
—¿Qué es eso? —preguntó Robyn.
—Sólo una especie de balada que estoy componiendo. Tal vez la tocaré para ti cuando la haya terminado.
—Me encantaría —respondió ella, tarareando un trozo de la tonada mientras él volvía a su trabajo.
Los perros saltaban en los campos y en los bosques con una energía que Tristán no había visto en ellos desde su huida del cubil de los firbolg.
El camino serpenteaba al ascender a la baja sierra, sin que apenas se advirtiese la pendiente, y pronto se encontraron en un herboso y ancho campo en la cresta. Ante ellos, el terreno descendía suavemente a través de una serie de anchos valles. Estrechos riachuelos centelleaban entre huertos y pastizales. El horizonte se confundía con la neblina donde, según sabía Tristán, el mar se hallaba a media jornada hacia el este.
Pero todos estos detalles resultaron insignificantes cuando percibieron un hecho amenazador y doloroso: columnas de humo se elevaban en el cielo desde varios lugares; gruesos pilares oscuros, cada uno de los cuales correspondía a un pueblo de los ffolk, un pueblo que estaba ardiendo.
Gavin gimió; un sonido ahogado, inhumano, brotó del gigantesco pecho del herrero. Tristán comprendió, sin preguntarlo, que la columna de humo más próxima correspondía a Cantrev Myrrdale.
—¡Maldición! ¡Sois todos unos idiotas!
Grunnarch el Rojo ordenó a sus hombres que se reuniesen fuera del devastado pueblo. La comida, la bebida y las mozas parecían haber llevado a la mayoría de aquella chusma al borde de la inconsciencia. Los que tardaban en moverse sentían la punta de la sólida bota del Rey Rojo.
Pataleando entre los cuerpos y los hogares destrozados, maldijo con renovada furia al considerar la verdadera razón de su cólera.
¿Dónde estaban los malditos Jinetes Sanguinarios?
Durante una semana, no había tenido noticias directas de Laric, el capitán de los Jinetes. Le habían llegado rumores de pueblos arrasados hasta quedar reducidos a manchas negras sobre el suelo, de actos de indecible crueldad.
Grunnarch recordó, inquieto, su último encuentro con Laric. El hombre parecía resuelto a actuar por su cuenta. Apenas había escuchado las palabras de Grunnarch; sin embargo, algo amenazador en sus ojos chispeantes había hecho que el rey contuviese su reprimenda antes de llegar a los labios.
Ahora parecía que la negligencia de Laric estaba poniendo en peligro todo el plan.
Los Jinetes Sanguinarios tendrían que haberse reunido aquí con el resto del ejército, en Cantrev Macsheehan, hacía tres días. Macsheehan era un pueblo grande y rico, y el ejército había podido hacer acopio de provisiones para la marcha sobre Corwell.
Como había predicho Thelgaar, la ola de refugiados que se dirigían hacia el oeste se había convertido en un torrente. Si el ejército podía ponerse en marcha el día siguiente, cruzarían el Myrloch y cortarían el camino a los fugitivos, matándolos a todos.
Por fin, un sordo estruendo llamó la atención de Grunnarch, que miró hacia la carretera. Su cólera se convirtió en alivio al ver que los Jinetes Sanguinarios llegaban al espacioso campo a galope tendido. Los negros caballos estaban sudorosos y tenían los flancos y las patas cubiertos de polvo. Las capas de pieles de los Jinetes estaban también manchadas por el viaje.
Laric refrenó su montura delante de Grunnarch y bajó de la silla. El rey se dispuso a reprender a su hombre de confianza, pero las maldiciones se extinguió en sus labios al mirar, horrorizado, la cara del hombre que se acercaba.
La piel del Jinete había palidecido hasta adquirir un tono gris y los brillantes labios ofrecían un horrible contraste con aquel rostro antinatural. Los ojos del hombre estaban hundidos en el cráneo, pero parecían mirar desde las profundas cuencas con fiera intensidad. Grunnarch imaginó por un instante que era una calavera a la que alguien había pintado unos chillones labios rojos.
Laric pasó por delante del rey sin decir una palabra y Grunnarch el Rojo, que no tenía fama de comedido fue incapaz de mandarle que se detuviese. Furioso, el Rey Rojo volvió a la tarea de organizar su ejército, propinando patadas y latigazos a todos los que se mostraban remisos.
Al recorrer el campamento, vio ei rey que todos sus soldados reaccionaban ante la aparición de los Jinetes Sanguinarios. El resto del ejército se agrupaba con inquietud, mirando con nerviosismo a los cadavéricos Jinetes. Estos hicieron caso omiso de los otros hombres del norte y prepararon un sencillo campamento en una zona que reclamaron como propia.
Grunnarch, lamentando no poder prescindir del capitán, envió un mensajero a convocar a Laric a la junta de oficiales. El caudillo de los Jinetes Sanguinarios llegó en silencio y se incorporó a los jefes reunidos alrededor de Grunnarch. El grupo rebulló inquieto durante un momento. Cuando cesó el movimiento, no había nadie a menos de dos pasos de Laric.
—Emprenderemos la marcha al amanecer —declaró Grunnarch—. Raag Hammerstaad tomará la mitad del ejército y el tren de suministros y avanzará por la carretera principal hacia Corwell. Se asegurará de que los grupos de fugitivos no eludan el cerco y vuelvan hacia acá.
—Desplegaremos nuestras fuerzas por todo el valle —dijo Hammerstaad—. ¡Ni un conejo será capaz de pasar a través de nuestras líneas!
—Bien. Los demás marcharemos hacia el oeste, pasando por un puerto de aquella sierra.
Grunnarch señaló un horizonte de rocas a una jornada hacia el oeste. Desde donde se hallaban, parecía escarpado e inaccesible, y hubo murmullos de sorpresa entre los hombres.
—Un guía saldrá a nuestro encuentro —les aseguró el Rey Rojo, esperando que Thelgaar le hubiese dicho la verdad en lo tocante al druida traidor—. Él nos mostrará el puerto.
»Los Jinetes Sanguinarios precederán a esta columna —prosiguió, mirando a Laric, quien no se preocupaba por ocultar su desinterés—. Para el resto de nosotros, la rapidez es el factor más importante. Llevaremos sólo las provisiones necesarias para cinco días. Marcharemos sin parar desde la aurora hasta el crepúsculo vespertino.
»Y saldremos directamente de las montañas al camino de los fugitivos. Toda esa chusma quedará atrapados entre los dos ejércitos.
La idea de la posterior matanza hizo que la sangre latiese en su cerebro. Y podía ver la misma excitación brillando en los ojos de los guerreros reunidos.
En los de Laric, aquella excitación parecía refulgir como carbones de una forja encendida,.
Gavin abandonó la recua de asnos y bajó por el camino en dirección al pueblo incendiado, que todavia estaba lejos, detrás de otra sierra baja.
Tristán partió al galope para alcanzar al herrero.
—¡Espera! —le gritó—. Toma uno de los caballos nosotros te acompañaremos.
Gavin siguió corriendo, como si no lo hubiese oído y Tristán repitió su ofrecimiento. Por último, jadeanado a causa del esfuerzo, el hombrón se detuvo. El dolor que se pintaba en los ojos del herrero impresionó profundamente al príncipe, quien desmontó de un salto y le dio su caballo. El gran caballo castrado gris era el más grande de todos. El príncipe montó en uno de repuesto, mientras los otros empezaban a galopar por el camino. Los perros corrían por las cunetas, mientras los asnos, descargados, caminaban despacio, y pronto quedaron rezagados.
El grupo redujo la marcha a un medio galope y, al cabo de menos de media hora, contemplaron un paisaje de granjas destruidas, edificios incendiados y campos arrasados. En el centro de aquel erial, yacían las humeantes ruinas de Cantrev Myrrdalc.
Ni una sola casa permanecía en pie en la pequeña comunidad. La mayoría habían sido incendiadas, pero algunos edificios más pequeños habían sido visiblemente derruidos con implacable determinación.
Espoleando sus monturas, se acercaron a las ruinas. Ahora pasaron por delante de algunas granjas quemadas donde, cada tanto, vieron restos humanos o animales que yacían en los campos o a lo largo del camino. A juzgar por el aspecto de los cadáveres, la carnicería se había producido el dia anterior. Durante toda la carrera no vieron un ser viviente, salvo tes cuervos que se elevaban graznando de los cadáveres, al paso de los jinetes. Refrenando sus caballos en la entrada del pueblo, desmontaron todos. Gavin corrió hacia adelante, dando traspiés en la socarrada y devastada calle principal, y Tristán hizo ademán a los otros de que esperasen.
—¿Quién puede haber hecho esto? —preguntó Daryth, después de un largo silencio.
A su lado, Robyn jadeó y se volvió para no ver aquel escenario.
—No creo que sea obra de los firbolg —murmuró Tristán—. Ha sido un trabajo demasiado completo.
—¿Hombres del norte? —preguntó Pawldo con los labios apretados.
—Temo que algo mucho más siniestro —dijo con voz grave el bardo—. La propia tierra ha sido profanada.
Robyn, gimiendo en voz baja, se agarró a las riendas de su montura para no caer. Tristán se acercó a ella y la asió de un brazo. Ella se estremeció con violencia.
—Despleguémonos y observemos a nuestro alrededor —sugirió el príncipe—. Busquemos alguna pista de los autores de esto. No quiero pensar que los firbolg son lo bastante numerosos para hacerse fuertes en una plaza como ésta y tener gente sobrada para asolar los campos.
Robyn permaneció fuera del pueblo, mientas Tristán, Daryth, Pawldo y Keren se desplegaban y avanzaban entre las ruinas del pueblo. Aquí y allá, un bulto ennegrecido por el humo y que podría haber sido un cadáver yacía como una grotesca ruina más entre los escombros.
El príncipe, mareado, caminaba como un autómata. Sentía como si le hubiesen infligido una profunda herida en los órganos vitales. Con el estómago contraído por el dolor, siguió adelante.
Por fin encontró a Gavin, arrodillado entre las ruinas de una casa pequeña. El edificio no había ardido, sino que había sido aplastado por alguna fuerza poderosa. Observando con cuidado el suelo, Tristán vio muchas huellas de herraduras entre las destrozadas tablas.
Gavin tenía la mirada fija en el lastimoso, pequeño y arrugado cuerpo que sostenía con sus robustos brazos. El herrero gemía suavemente y Tristán sintió un núdo en la garganta. Al volverse, brotaron lágrimas de sus ojos.
Daryth se apresuró a reunirse con él, caminando sin ruido con sus suaves botas de cuero sobre la masa de escombros. Aflojó el paso al acercarse y Tristán lo llevó donde Gavin no pudiera oírlos.
—¡Hombres del norte! —anunció el calishita, señalando hacia el otro lado del pueblo—. Aún están lejos pero vienen en esta dirección.
—¿Cuántos son? —preguntó el príncipe, excitándose de pronto.
Tal vez el pueblo podría ser vengado.
—Una veintena —respondió Daryth.
Tristán miró a Gavin, quien depositó con ternura el cuerpo junto a otro bulto pequeño sobre un trozo limpió del suelo.
—Gavin, el enemigo se acerca a tu pueblo. ¡Unete a nosotros en la venganza!
El hombrón miró aturdido al suelo, sin dar señales de haberlo oído. En cambio, volvió a hurgar entre los escombros. Los otros observaron cómo limpiaba con cuidado el último cuerpo (éste completamente desarrollado), que yacía aplastado debajo de una pared.