—¿Qué sucede?
Antes de que pudiese responder a la pregunta de Robyn, Tristán se dio cuenta de que muchos de los firbolg se habían detenido. Algunos cayeron al suelo agitando los miembros, mientras otros descargaban con furria sus armas contra algo invisible en el aire.
El firbolg de la cicatriz en la cara se volvió y gritó unas órdenes a sus subordinados. Entonces, también pareció perder el juicio, golpeando el aire y gruñendo de miedo. Por un breve instante, el príncipe se sintió confuso. Pero enseguida comprendió lo que ocurría.
—¡Vamos! —gritó, saltando hacia la media docena de firbolg que no habían sido afectados por aquella extraña locura. Tristán sabía que sus compañeros y él tenían ahora una oportunidad fantástica, pero necesitaban aprovecharla con rapidez.
El unicornio blanco pasó como un relámpago por lado, apuntando con su cuerno de marfil al pecho un firbolg. Finellen, lanzando un grito y sedienta de sangre, corrió al lado del príncipe. Éste advirtió sus ojos un brillo de alegría salvaje.
Dos flechas volaron silbando sobre su cabeza, comprendió que los dos arqueros habían puesto manos a la obra. Keren pareció haber recobrado su puntería pues su flecha se hundió profundamente en el cuello uno de los firbolg, que cayó al suelo, jadeante y moribundo. El proyectil de Pawldo se clavó en el ojo de otor firbolg que, enloquecido por el dolor, se retiró al interior del bosque.
Dos firbolg se hallaban ante Tristán, pero la calga del unicornio derribó a uno de ellos. El duro cuerno convirtió el pecho de la criatura en una masa de sangre y huesos astillados. Tristán esquivó el golpe del otro firbolg y levantó la poderosa espada. Con un grito capaz de helar la sangre en las venas, el firbolg cayó de espaldas y murió.
Por un breve instante, el principe se quedó pasmado. ¡Había matado a un firbolg de una sola estocada! Entonces, otro de los monstruos se lanzó sobre él, y Tristán se puso en guardia.
Una mancha parda cruzó la periferia de su visión; era Canthus que conducía a los perros a la lucha. Al mismo tiempo, una sombra negra descendió chillando del cielo, para clavar las garras en los ojos de otro firbolg. Sable, chillando de nuevo de forma estridente, se elevó deprisa para lanzar otro ataque.
—¡Eh, muchachos!
Tristán comprendió que aquella voz aguda sólo podía ser la de Newt. Y, en efecto, el pequeño dragón apareció en medio del campo de batalla.
—¡Les he hecho una buena jugarreta! ¿Habéis visto cómo iban de un lado a otro azotando el aire como unos idiotas? Me dieron tanta risa que apenas si pude permanecer invisible.
Newt juntó las patas de delante, casi como si se estuviese aplaudiendo él mismo, cosa que probablemente hacía.
—¡Gracias, amiguito! —dijo Tristán—. Me pareció percibir tu... ¡tu gracia única!
—¡Mirad! —gritó Robyn, señalando al resto de los firbolg.
Vieron que el hechizo de Newt estaba perdiendo fuerza. Aunque aturdidos, los firbolg miraban estupefactos a los compañeros, plantados entre los cadáveres de sus camaradas.
—¡Corramos! —gritó el príncipe—. ¡A los caballos!
En grupo se metieron en el bosque. Daryth, que marchaba el primero, se abrió paso entre la maleza hasta el pequeño claro donde habían dejado sus monturas. Los caballos, ilesos, relincharon como dándoles la bienvenida al verlos acercarse.
Tristán siguió al grupo en la retaguardia, sin perder de vista a los firbolg. Éstos parecían no haberse recobrado del todo, y él presumió, o al menos esperó, que no podrían organizar la persecución durante unos preciosos momentos.
Los compañeros montaron con presteza, alegrándose de haber traído caballos de refresco. Se volvían para alejarse de la zona cuando, a sus espaldas, la fortaleza se estremeció y retumbó. Un humo espeso salía por la puerta. El suelo tembló con la fuerza de un terrible golpe y, de pronto, el humo brotó de la cima del templo.
—¡El techo se está derrumbando! —gritó Keren—. ¡Mirad!
Las nubes de humo que salían por la puerta invirtieron en un instante su dirección para elevarse copiosamente en el aire. El fuego adquirió furiosa intensidad y produjo un fuerte ruido, como de absorción, al entrar el aire en el edificio y alimentar las llamas.
La fuerza de la corriente absorbente arrancó de raíz pequeños arbustos y levantó un viento poderoso. Llamas anaranjadas se elevaron hacia el cielo.
El incendio duraría mucho tiempo.
Kazgoroth advirtió la presencia del enorme cuerpo cuando éste pasó muy por debajo de la superficie del mar. La Bestia podía sentir el cuerpo macizo que ascendía; podía sentir la fuerza espantosa de su ataque, al subir hacia la flota. Kazgoroth incluso presumió, sin equivocarse, qué barco sería la primera víctima de la criatura.
Bajo el disfraz de Thelgaar, la Bestia había conducido la flota de largos barcos desde la Bahía de Hierro hacia el sur, a lo largo de la costa de Gwynneth. Los pésados espolones habían resultado ciertamente peligrosos, pues tres barcos habían naufragado en aguas bastante tranquilas durante el viaje. Sin embargo, Kazgoroth comprendió ahora que los encantamientos de que habían sido objeto aquellos espolones les darían la única posibilidad de enfrentarse al Leviatán.
La maciza criatura emergió del agua como lava de un volcán. Todo un barco y cincuenta hombres perecieron en un instante entre las aplastantes mandíbulas. Al caer de nuevo en el agua aquella forma enorme, la más grande de todo el mundo viviente, otro barco naufragó a causa de las monstruosas olas.
—¡A los remos! —vociferó Thelgaar desde la proa de su barco.
De alguna manera, su voz se elevó sobre el mar agitado y llegó con nitidez a los oídos de todos los hombres del none de la flota.
Y aquella voz amortiguó el miedo y la reflexión.
Los hombres del norte oyeron las palabras, pero, sobre todo, sintieron el poder de la esencia sobrenatural de Kazgoroth. Y aquel poder los encantó, de manera que sólo fueron capaces de seguir las órdenes de su rey. Por cierto que sin este encantamiento la visión del Leviatán los habría enloquecido de terror.
Pero ahora los barcos siguieron adelante, al ser los remos empuñados por las callosas manos. Sugestionados por la imponente visión de su caudillo, los hombres del norte olvidaron la muerte de sus camaradas, tratando sólo de oír y obedecer a aquella voz de mando.
—¡Virad a estribor!
La segunda orden fue oída con la misma claridad que la primera.
Como bailarines al ritmo de una melodía, varios cientos de barcos viraron con agilidad hacia la derecha. La espumosa superficie en la que había desaparecido el Leviatán se confundió de nuevo con el gris oscuro del resto del mar. Los barcos adquirieron más velocidad al desplegarse las velas y aumentar el impulso de los remeros.
Kazgoroth volvió a sentir que el Leviatán subía, y observó con calma cómo destruía otro barco tal como había hecho con el primero. La maciza cola hizo añicos otra embarcación al caer de nuevo la criatura sobre la superficie.
La Bestia esperó, satisfecha del efecto de su encantamiento. Los hombres del norte remaban como autómatas, sin dar señales de pánico. Kazgoroth sabía que el Leviatán cambiaría pronto de táctica, pues sus ataques a base de saltos y profundas inmersiones gastarían rápidamente sus fuerzas.
Y entonces, cuando atacase desde la superficie, los espolones envenenados ejercerían su propia magia. Los tripulantes del barco de Thelgaar vieron que éste se agachaba y abría un largo cesto que había guardado en la proa. Extrajo de él un arpón, como no lo habían visto jamás aquellos marineros. Más grueso que la muñeca de un gigante, parecía casi tan largo como los remos. La punta del arma era una terrible lengüeta de acero negro y herrumbroso. El aire alrededor de la lengüeta relucía por efecto de su pútrida esencia.
El Leviatán atacó de nuevo y, una vez más, se hundio para aplastar un barco entre sus espantosas mandíbulas. Como antes, las enormes olas creadas por su cuerpo hicieron naufragar otro bajel.
Kazgoroth observó cómo una veintena de sus naves terminaban así, hasta que el Leviatán mostró al fin signos de cansancio. Entonces, en vez de sumergirse, comenzó a nadar justo por debajo de la superficie, entre los largos barcos. Su enorme dorso ondulaba sobre agua como los anillos de una serpiente. De pronto, volvió y se lanzó contra el casco de una embarcación mientras hacía volcar otra con un golpe de la cola.
—¡Al ataque! —tronó la voz de Thelgaar, impulsada por el poder de Kazgoroth—. ¡Embestid al animal!
Los barcos viraron ahora hacia el monstruo, chocando docenas de veces entre ellos, pues los marineros, turbada la mente por el encantamiento, no podían realizar la maniobra con el debido cuidado. Sin embargo, un centenar de naves se arrojaron contra la criatura.
Varias sucumbieron bajo los poderosos golpes de cola o la fuerza aplastante de las enormes mandíbulas. Pero en una oportunidad, mientras mordía, un espolón se clavó en su boca. Rugiendo de dolor, la criatura se echó atrás, hundiendo varios barcos en su frenesí.
Kazgoroth se sintió un poco desalentado, pues la flota estaba sufriendo pérdidas mayores de las previstas por la Bestia. La muerte de los marineros le importaba menos que la pérdida de valiosos instrumentos para su plan.
Sin embargo, la insistencia de los hombres del norte te empezó a dar fruto. Mientras el Leviatán se sacudía, otro cruel espolón se clavó en su flanco, abriendo una larga y sangrante herida antes de romperse. Ahora, los movimientos de la criatura se hicieron más frenéticos y doce barcos resultaron destruidos o averiados. Otros varios espolones rasgaron los flancos resbaladizos de la criatura, cuya fuerza empezó a debilitarse.
—¡Adelante! —gritó Thelgaar, esta vez a su propia tripulación.
El barco avanzó, con la soberbia figura del rey de barba blanca plantada en la proa. Su brazo levantado sostenía el enorme arpón.
La nave se acercó a la maciza cabeza del Leviatán, que ahora nadaba decaído en la superficie. Thelgaar distendió los poderosos hombros y el arpón salió despedido y se hundió profundamente en la brillante y negra forma, justo debajo de uno de los grandes ojos.
El Leviatán se estremeció convulsivamente y una larga columna de burbujas salió de su boca. La enorme criatura se esforzó en mantener los ojos abiertos mientras se hundía en las oscuras y gélidas profundidades.
—Ha sido una lucha magnífica, ¿verdad? ¡No había disfrutado tanto en no sé cuántos años!
El dragoncito charlaba sin parar, mientras se alejaban despacio de la fortaleza de los firbolg.
—¡Eh, tengo una gran idea! Volvamos allí y repitamos nuestra operación. ¡Todavía deben de quedar algunos firbolg para torturarlos!
Newt rió excitado al pensar en adicionales travesuras.
—Hum, tal vez otro día —dijo Tristán, tratando amablemente de disuadir a su entusiasta camarada.
—¿Y de dónde has venido, amigo? —preguntó Keren, cuando el dragoncito permaneció visible durante un rato seguido.
—Bueno, soy Newt, por supuesto, y vivo por aquí. Tus amigos se habían metido en un terrible lío, pero, por fortuna para ellos, pasé por allí en el momento oportuno. Si me hubiese retrasado un poco, bueno, ¡quién sabe lo que habría pasado! Pero, por cierto, es inútil que volvamos a hablar de esto.
—¡Bien hecho, Newt! —dijo riendo el bardo—. ¡Parece que te debemos la vida!
—Bueno, claro que me la debéis. Quiero decir que, en verdad, ¿qué esperabais? A propósito, ¿no eres tú el bardo a quien apresaron ellos hace algún tiempo? Creía que estabas muerto, pero ¡caray!, parece que no lo estas. Oh, esto es realmente mala cosa...
—¿Qué? ¿Es mala cosa que nuestro amigo esté vivo? —preguntó Robyn.
—Bueno, me fastidia equivocarme, y yo había dicho que era probable que estuvieras muerto; pero tenías que aparecer vivito y coleando, y ahora..., oh, no me interpretes mal. Creo que es maravilloso que estés vivo..., de veras.
—¿De veras? —dijo Keren—. Bueno, me complace mucho oír esto, Newt.
—¡También a mí! —gruñó Finellen—. ¡Siempre había deseado deber la vida a un gusano azul!
Newt sólo dijo «¡Hum!» y se volvió invisible.
Los compañeros cabalgaron de firme, prestando poca atención a la dirección que seguían, tratando solo de poner la mayor distancia posible entre ellos y los firbolg. Los caballos volaban sobre el abrupto terreno abriéndose paso en espesuras de plantas espinosas y enredaderas.
Llevaban cabalgando un buen rato cuando el unicorio hizo una señal y todos refrenaron sus caballos. Roby desmontó y se acercó al magnífico animal, que los miraba con sus grandes ojos. Ella le acarició el cuello, y Tristán habría jurado que hablaban entre ellos, aunque no pudo oír nada.
Entonces, sacudiendo con orgullo la cabeza, el unicornio se volvió y se alejó al galope. El reluciente pelo blanco fue visible durante un tiempo entre los enmarañados helechos y todos lo observaron hasta que se perdió de vista.
Robyn no dijo nada, por lo que continuaron su huida, cabalgando ahora sin miedo y cubriendo rápidamente grandes distancias. Aunque no estaba segúro, Tristán creía que se dirigían más o menos hacia el este, en dirección contraria a aquella por la que habían llegado.
Detrás de ellos, elevándose más y más a cada momento, una columna de humo negro y espeso se hinchaba en el aire.
Grunnarch el Rojo eligió con cuidado su primer objetivo. El desembarco pilló al gran pueblo de pescadores casi por sorpresa. Muchos de los ffolk huyeron hacia el interior, pero se vieron obligados a abandonar todos sus bienes. Los que no escaparon con bastante rapidez de los invasores cayeron muertos bajo las hachas de güerra o fueron hechos esclavos y sintieron el dolor de las frías cadenas.
Los hombres del norte incendiaron el pueblo después de apoderarse de todo lo que tenía algún valor. Hundieron o quemaron las barcas de pesca ancladas en la cala y mataron gran parte del ganado. Incluso antes de que las llamas surgiesen del tejado de la última casa, los Jinetes Sanguinarios habían desembarcado sus caballos.
—Adelante —ordenó el Rey Rojo—. Apresuraos y no mostréis clemencia.
Laric sonrió, y esto hizo que la pálida piel de sus mejillas se estirase en una máscara grotesca. Los ojos del capitán centelleaban sedientos de sangre y Grunnarch creyó ver que se volvían más brillantes ante la idea de la próxima matanza.
—No temas —dijo Laric, montando sobre la silla de su lustroso caballo negro—. ¡No me distinguiré por la clemencia!