El pozo de la muerte (7 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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A Hatch se le puso la carne de gallina.

—¿Qué demonios es ese ruido? —preguntó Neidelman.

—Está cambiando la marea —-respondió Hatch, y se estremeció; el aire estaba frío y húmedo—. Al parecer, el Pozo de Agua se comunica con el mar por medio de un túnel. Cuando cambia la marea, también cambia la corriente de agua en el túnel, y se oye ese ruido. Al menos, ésa es la explicación teórica.

El gemido continuó un rato y fue convirtiéndose luego en un gorgoteo apagado hasta cesar por completo.

—Los pescadores locales tienen otra teoría —continuó Hatch—. Usted quizá ha observado que alrededor de la isla no se ve ninguna langostera, y no es por falta de langostas.

—Es la maldición de la isla Ragged —asintió Neidelman con una sonrisa irónica—. Sí, ya me lo han contado.

Hubo un largo silencio; Neidelman, pensativo, tenía la cabeza gacha.

—Yo no puedo devolverle la vida a su hermano —dijo al cabo de un rato, levantando la cabeza—. Pero le prometo que averiguaremos qué sucedió.

Hatch, embargado por la emoción, no pudo articular palabra. Volvió la cabeza hacia la ventanilla de la cabina, que estaba abierta, y de repente se dio cuenta de que no soportaba ni un minuto más en aquella isla. Puso el barco rumbo al oeste sin ninguna explicación y aceleró cuando volvieron a penetrar en el banco de niebla.

Quería volver a su habitación del motel, pedir la cena, y dar cuenta de ella con una jarra llena de bloody mary.

Salieron de la niebla y se encontraron de nuevo a la luz del día. Se levantó el viento y Hatch sintió que comenzaban a secarse las gotitas de agua que mojaban su cara y sus manos. No miró hacia atrás, pero saber que a sus espaldas la isla comenzaba a hundirse en el horizonte, alivió la opresión que sentía en el pecho.

—Quiero que sepa que trabajaremos en equipo con una conocida arqueóloga y con un historiador —dijo Neidelman—. Todo el conocimiento que se pueda obtener sobre el siglo XVII, la ingeniería y la tecnología naval de la época y la piratería, y hasta sobre la misteriosa muerte de Red Ned Ockham, será de un valor incalculable. Nuestra expedición, doctor Hatch, se ocupa de la búsqueda de un tesoro, pero también realiza una excavación arqueológica.

Hubo un breve silencio.

—Quisiera reservarme el derecho a detener todo el asunto si me parece que el peligro comienza a ser excesivo.

—Lo comprendo. Nuestro contrato tiene dieciocho cláusulas. Añadiremos la decimonovena.

—Y si acepto participar —añadió Hatch, hablando con más lentitud—, no quiero ser un accionista sin voz ni voto, un mero espectador.

Neidelman revolvió las apagadas cenizas de la pipa.

—Los trabajos de recuperación de este tipo son muy peligrosos, especialmente para los novatos. ¿Qué función quiere desempeñar?

—Usted comentó que habían contratado un médico para la expedición.

Neidelman dejó de revolver en su pipa y miró a Hatch.

—Sí, así lo exigen las leyes de Maine. ¿Me está sugiriendo un cambio de personal?

—Sí.

—¿Y no le importa dejar el hospital Mount Auburn casi sin preaviso?

—Mi investigación puede esperar. Además, esto no nos llevará mucho tiempo. Ya estamos a finales de julio. Si piensa buscar el tesoro, tendrá que hacerlo en las próximas cuatro semanas. Después viene la estación de las tormentas, y no podrá seguir con las excavaciones.

Neidelman se inclinó sobre la borda y sacudió la pipa. Después se enderezó; detrás de él, en el horizonte, se veía la larga línea oscura de Burnt Head.

—En cuatro semanas todo habrá terminado —dijo—. Su búsqueda, y también la mía.

5

Hatch aparcó el coche en el descampado junto al supermercado de Bud. Esta vez era su propio coche, y era muy perturbador contemplar su pasado a través del parabrisas de un vehículo que era parte de su presente. Contempló los asientos de piel gastada, la madera con manchas de café de la caja de herramientas. Tan familiar, y tan seguro; hacía falta un gran esfuerzo para abrir la puerta y salir de allí. Cogió las gafas de sol pero volvió a dejarlas. Ya no era tiempo de disimulos.

Miró alrededor de la pequeña plaza. El pavimento gastado dejaba asomar los adoquines. El antiguo quiosco de periódicos de la esquina, con sus estantes de tebeos y revistas, había sido reemplazado por una heladería. Más allá de la plaza, la ciudad descendía por la ladera de la colina con una belleza de postal, los tejados de pizarra brillando al sol. Un hombre venía del puerto; llevaba botas de goma y un chubasquero en los hombros: un pescador de langostas, que venía de faenar. Cuando pasó por donde estaba Hatch, el hombre lo miró. Después giró por una calle lateral. Era joven, no tendría más de veinte años, y Hatch pensó que aún no había nacido cuando él se marchó de la ciudad con su madre. Toda una generación había crecido en su ausencia. Y sin duda otra generación había muerto. Se preguntó si aún viviría Bud Rowell.

En la superficie, al menos, el supermercado de Bud estaba tal como lo recordaba: la puerta verde no cerraba bien; el viejo cartel de Coca-Cola, la terraza con su techo inclinado… Entró, y el gastado suelo de madera crujió bajo sus pasos. Hatch cogió un carro de la pequeña hilera junto a la puerta, y empujándolo por uno de los pasillos empezó a llenarlo con comida para el
Plain Jane
. Había decidido alojarse en el barco hasta que estuviera lista la vieja casa de su familia. Fue echando paquetes en el carro hasta que se dio cuenta de que estaba demorando lo inevitable. Empujó el carro hasta la parte delantera del súper y se encontró frente a frente con Bud Rowell. Era un hombre corpulento, calvo y alegre, y llevaba un delantal de carnicero. Hatch recordaba que muchas veces les había dado a él y a Johnny, a escondidas, los palos de regaliz que su madre les tenía prohibidos.

—Buenas tardes —saludó Bud; su mirada inspeccionó la cara de Hatch, y luego las matrículas del coche aparcado en el exterior. No se veía a menudo un antiguo Jaguar XKE, un coche de coleccionista, en el aparcamiento del supermercado.

—¿Ha venido de Boston?

—Sí —asintió Hatch, que aún no sabía muy bien cómo enfrentarse a la situación.

—¿De vacaciones? —preguntó Bud, mientras ponía con movimientos pausados una alcachofa en una bolsa, la acomodaba, y la pesaba en la vieja báscula de bronce con su habitual lentitud. Y luego añadía una segunda alcachofa.

—No. He venido por negocios.

La mano se detuvo. A Stormhaven no venía nadie por negocios. Y Bud, que era un cotilla profesional, se dedicaría ahora a investigarlo.

—Ah —dijo Bud, y su mano se movió otra vez—. De modo que negocios.

Hatch asintió, luchando con el deseo de mantener su anonimato. Cuando Bud lo supiera, se enteraría todo el mundo. Comprar en el supermercado de Bud era el paso decisivo; después, ya no se podía volver atrás. Aún estaba a tiempo de coger sus provisiones y marcharse sin decirle nada. Era doloroso considerar la otra posibilidad; Hatch sabía que no podría soportar los comentarios en voz baja sobre la antigua tragedia y los gestos de conmiseración. La piedad de las ciudades pequeñas podía ser brutal.

La mano cogió una caja de leche y la puso en la bolsa.

—¿Es viajante?

—No.

Se hizo un silencio mientras Bud, más lento que nunca, ponía el zumo de naranja junto a la leche. La máquina tintineó al marcar el precio.

—¿Está de paso, entonces?

—No; tengo negocios que atender en Stormhaven.

Esto era algo tan inusual que Bud ya no pudo contenerse.

—¿Qué clase de negocios, si puede saberse?

—Un asunto muy delicado —respondió Hatch, bajando la voz.

Era tan acuciante la curiosidad de Bud, que Hatch no pudo contener una sonrisa, a pesar de su recelo.

—Ya veo —dijo Bud—. ¿Está alojado en la ciudad?

—No. —Respiró hondo—. Voy a vivir al otro lado del puerto, en la casa de los Hatch.

Cuando Bud lo oyó, casi dejó caer un bistec. La casa estaba cerrada desde hacía veinticinco años. Pero guardó la carne; ahora toda la compra estaba por fin en la bolsa y a Bud se le habían acabado las preguntas. O al menos, las que podía hacer sin parecer grosero.

—Bueno, tengo algo de prisa —dijo Hatch—. ¿Cuánto le debo?

—Son treinta y un dólares con veinticinco —dijo Bud con aire triste.

Hatch cogió las bolsas. La suerte estaba echada. Si iba a pasar una temporada en esta ciudad, tenía que revelar su identidad.

Cogió una bolsa, la abrió y buscó algo dentro. Después hizo lo mismo con la segunda, y se volvió hacia Bud.

—¿No se le ha olvidado algo? —le preguntó.

—No, no creo —respondió Bud, impasible.

—Estoy seguro de que falta algo —insistió Hatch, vaciando las bolsas y dejando la mercancía sobre el mostrador.

—Pero si está todo —dijo Bud y en su voz comenzaba a percibirse la irritación.

—No, no lo está. —Señaló un pequeño cajón debajo del mostrador—. ¿Y mi palo de regaliz?

Los ojos de Bud fueron primero al cajón, y luego volvieron a la cara de Hatch y, por primera vez desde que habían comenzado a hablar, lo miró realmente. 'Y entonces se puso muy pálido.

Justo cuando Hatch, tenso, se preguntaba si habría ido demasiado lejos, el viejo comerciante reaccionó.

—Que me cuelguen si no eres Malin Hatch —dijo—. Porque lo eres, ¿verdad?

El color volvió a las mejillas del hombre, pero su expresión continuaba siendo la de alguien que ha visto un fantasma.

—Claro que sí. ¿Cómo estás, Bud?

Y repentinamente, el dueño del colmado salió de atrás del mostrador y apretó la mano de Hatch entre las suyas.

—¡Cómo has crecido! —dijo cogiendo a Hatch por los hombros y examinándolo con una gran sonrisa en la cara redonda—. ¡Pensar que te has convertido en un hombre tan guapo! No sabes cuánto me he acordado de ti, y siempre me preguntaba si volvería a verte. ¡Y ahora has vuelto, estás aquí!

Hatch aspiró el olor del tendero, una mezcla de jamón, pescado y queso, y se sintió incómodo y aliviado al mismo tiempo, como si fuera otra vez un niño.

Bud lo miró un poco más, y luego miró el cajón de regaliz.

—¿Todavía comes regaliz, sinvergüenza? —le preguntó riendo—. Pues aquí tienes un obsequio de la casa. —Y sacó un trozo de regaliz del cajón y lo dejó sobre el mostrador.

6

Se sentaron en las mecedoras de la galería de la parte de atrás del colmado, y bebían cerveza y contemplaban los pinos negros que crecían en la lejanía, más allá de los prados. Hatch, movido por las preguntas de Bud, le había contado algunas de sus aventuras como epidemiólogo en México y en Sudamérica. Pero al cabo de un rato, consiguió cambiar de conversación y que no se hablara de las razones que tenía para regresar. No se sentía preparado para comenzar las explicaciones. Estaba ansioso por volver al barco, por poner un bistec en la parrilla portátil, y sentarse a esperar a que estuviera hecho bebiendo un martini seco. Pero también sabía que la etiqueta de las ciudades pequeñas exigía que se pasara una hora hablando de bueyes perdidos con el viejo almacenero.

—Cuéntame todo lo que ha pasado desde que me fui —dijo Hatch para llenar un silencio en la charla, y de paso impedir nuevas preguntas sobre su persona. Se daba cuenta de que Bud se moría por saber por qué había vuelto a la ciudad, pero las reglas de cortesía de Maine le prohibían que se lo preguntara directamente.

—Bueno, ha habido muchos cambios —comenzó Bud.

Después procedió a contar que hacía unos años habían construido un nuevo pabellón para el colegio, que la casa de los Thibodeaux había ardido hasta los cimientos cuando ellos estaban de vacaciones en las cataratas del Niágara; y cómo Frank Pickett, después de tomar unos tragos de más, había hecho naufragar su barco junto a Oíd Hump. Finalmente, Bud le preguntó a Hatch si había visto el nuevo cuartel de bomberos.

—Claro que sí —respondió Hatch, que íntimamente lamentaba que hubieran demolido el viejo edificio de madera y lo hubieran reemplazado por una monstruosidad seudo moderna.

—Y hay casas nuevas por toda la ciudad. Son de gente que sólo viene en verano.

Bud hizo un gesto de desaprobación, pero Hatch sabía muy bien que en lo que concernía a las ganancias de su tienda, no tenía ninguna queja. De todas formas, no había más que tres o cuatro casas nuevas en Breed's Point, más algunas granjas que habían sido rehabilitadas, y el hotel.

Bud concluyó con un gesto de tristeza.

—Desde que te fuiste, todo ha cambiado. Casi no podrás reconocer la ciudad. —Se columpió hacia atrás en la silla y suspiró—. Así pues, ¿has venido para vender la casa?

Hatch se puso tenso.

—No, he venido a quedarme. Hasta el final del verano, al menos.

—¿Sí? Entonces, ¿estás de vacaciones? —insistió Bud.

—Ya te lo he dicho —respondió Hatch esforzándose por mantener un tono despreocupado—. Estoy aquí por un asunto de negocios bastante delicado. Te prometo que muy pronto te lo contaré todo, Bud.

Bud se echó hacia atrás con expresión ofendida.

—Ya sabes que no quiero entrometerme de ninguna manera en tus asuntos, pero ¿no me habías dicho que eras médico?

—Y lo soy. Y eso es lo que haré, ejercer de médico.

Hatch bebió su cerveza y miró a hurtadillas el reloj.

—Pero ya tenemos un médico en la ciudad, Malin. Es el doctor Frazier, y es fuerte como un toro. Podría vivir veinte años más.

—Eso se arregla con un poco de arsénico en su taza de té —bromeó Hatch.

El tendero lo miró asustado.

—No te preocupes, Bud. No voy a competir con el doctor Frazier.

Hatch pensó que en Maine no estaban acostumbrados a su peculiar ingenio.

—Me alegro —replicó Bud, y lo miró de reojo—. Entonces, debe de ser algo relacionado con esos helicópteros.

Hatch lo miró como esperando una explicación.

—Fue ayer. El día era muy claro y soleado. Vinieron dos helicópteros. Eran muy grandes. Sobrevolaron la ciudad y se alejaron rumbo a las islas. Los vi suspendidos sobre la isla Ragged durante un buen rato. Pensé que eran de la base militar. —La expresión de Bud se volvió dubitativa—. Bueno, quizá lo eran, quizá no.

El ruido de la puerta del colmado salvó a Hatch de tener que responderle. Se quedó allí sentado mientras Bud atendía a su cliente.

—Los negocios van bien —comentó cuando Bud volvió.

—No creas. Cuando termina la temporada de verano, la población desciende a ochocientos habitantes.

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