El pozo de la muerte (4 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Ciencia ficción, Tecno-trhiller, Intriga

BOOK: El pozo de la muerte
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Se oyó el timbre del interfono.

—¿Bruce? —llamó Hatch mientras tecleaba en la agenda.

Bruce se levantó de un brinco, lanzando su propia agenda al suelo. Regresó un minuto más tarde.

—Tiene una visita —anunció.

Hatch se irguió en la silla. Muy raramente recibían visitas en el laboratorio. Como la mayoría de los médicos, daba la dirección y el teléfono del laboratorio a muy pocas personas.

—¿Te importaría preguntarle qué quiere? —pidió Hatch—. A menos que sea algo urgente, envíalo a mi consulta. Hoy está de guardia el doctor Winslow.

Bruce volvió a salir y en el laboratorio reinó el silencio. La mirada de Hatch se desvió otra vez hacia la ventana. La luz de la tarde entraba a raudales, bañando de oro las redomas y los aparatos del laboratorio. Hizo un esfuerzo y se concentró otra vez en sus notas.

—No se trata de un paciente —dijo Bruce haciendo una ruidosa entrada—. Dice que quiere hablar con usted.

Hatch alzó la vista de sus notas.

Seguramente será un investigador del hospital, pensó.

—Muy bien —dijo con un suspiro—. Hazlo pasar.

Un minuto más tarde se oyeron pasos en la antesala del laboratorio. Malin alzó la vista y vio una figura delgada que lo miraba desde la puerta. El sol le daba de lleno, y permitía ver muy claramente el atractivo rostro del hombre, moreno por el sol, de grandes ojos grises que reflejaban la luz.

—Soy Gerard Neidelman —se presentó el desconocido con una voz profunda y un tanto áspera.

Con esa tez tan morena no creo que pase mucho tiempo en el laboratorio, o en las salas del hospital, se dijo Hatch para sus adentros. Debe de ser un especialista, y tiene mucho tiempo para jugar al golf.

—Adelante, doctor Neidelman.

—Soy capitán, no médico —replicó el hombre.

Hatch supo de inmediato que el título no era sólo honorario. Por la manera en que entró, la cabeza inclinada y la mano en la parte de arriba del marco de la puerta, era evidente que el hombre había pasado mucho tiempo en el mar. Hatch pensó que no parecía viejo —unos cuarenta y cinco años—, pero tenía la piel curtida de los marineros. Había en él algo que lo hacía diferente de los demás, algo espiritual, un aire de ascética intensidad, que despertó la curiosidad de Hatch.

Hatch se presentó y le estrechó la mano a su visitante. La mano del capitán era fina y de piel seca, y su apretón breve y vigoroso.

—¿Podríamos hablar en privado? —preguntó el hombre en voz baja.

—¿Qué hago con estos cultivos, doctor Hatch? —intervino Bruce—. No pueden estar mucho tiempo fuera de…

—¿Por qué no los pones de vuelta en la nevera? No les saldrán piernas hasta dentro de un millón de años, por lo menos.

, Hatch miró la hora; alzó luego la vista hasta encontrarse con la firme mirada del recién llegado y tomó rápidamente una decisión.

—Después puedes irte a casa, Bruce. Yo ficharé por ti a las cinco. No le digas nada al profesor Álvarez.

—De acuerdo, doctor Hatch. Y muchas gracias —respondió Bruce con una sonrisa.

Bruce y los cultivos se marcharon en unos instantes, y Hatch prestó atención a su peculiar visitante, que se había situado junto a la ventana.

—¿Aquí es donde usted hace la mayor parte de su trabajo, doctor? —preguntó el capitán, mientras pasaba un portafolios de piel de una mano a la otra.

Estaba tan delgado que habría parecido un espectro si no fuera por la tranquilidad y seguridad en sí mismo que transmitía.

—Aquí hago todo mi trabajo.

—Tiene una vista muy hermosa —murmuró Neidelman, mirando por la ventana.

Hatch contempló la espalda del hombre, un tanto sorprendido de no sentirse molesto por la inesperada visita. Por un momento pensó en preguntarle francamente qué era lo que deseaba, pero decidió no hacerlo. Tenía la sospecha de que Neidelman no estaba allí por un asunto sin importancia.

—El agua del Charles es tan oscura —dijo el capitán—. «Lejos de aquí / corren lentas y silenciosas. / Las aguas del Leteo, el río del olvido.» —Se volvió para mirarlo—. Los ríos son un símbolo del olvido, ¿no es verdad?

—No lo recuerdo —respondió Hatch, en tono frívolo, aunque comenzaba a sentirse un tanto incómodo.

El capitán sonrió y se retiró de la ventana.

—Usted seguramente se está preguntando por qué me he presentado en su laboratorio. ¿Puedo pedirle unos minutos de su tiempo?

—Ya los tiene, capitán. —Hatch señaló una silla—. Siéntese, por favor. Por hoy, ya he terminado con mi trabajo, y este importante experimento en el que estoy trabajando —y Hatch señaló la incubadora—, es un tanto… un tanto aburrido.

—Imagino que no es tan emocionante como combatir una epidemia de dengue en el Amazonas.

—No, claro que no —respondió Hatch tras pensarlo un instante.

—He leído el artículo en el
Globe
—dijo el hombre con una sonrisa.

—Los periodistas, con tal de hacer una historia atractiva, son capaces de adornar los hechos más simples. Le aseguro que no fue tan emocionante como parece.

—¿Y por eso ha regresado?

—Me cansé de ver morir a mis pacientes por falta de antibióticos. —Hatch abrió las manos en un gesto de resignación—. No es raro entonces que deseara estar aquí, aunque, por comparación, la vida en Memorial Drive parece bastante sosa.

Se quedó callado de repente y miró a Neidelman, preguntándose qué tendría aquel hombre, que había conseguido hacerle hablar.

—El artículo también hablaba de sus viajes por Sierra Leona, Madagascar y las islas Comores —continuó Neidelman—. ¿No cree que ahora no le vendría mal poner un poco de emoción en su vida?

—No haga caso de mis quejas. Un poco de aburrimiento de vez en cuando es un descanso para el espíritu —respondió Hatch, confiando en que su voz sonara despreocupada.

Miró de reojo el portafolios de Neidelman. Tenía grabado un logotipo que le resultaba desconocido.

—Puede ser —llegó la réplica—. De todas formas, en los últimos veinte años usted ha visitado el mundo entero. Con una sola excepción: Stormhaven, en Maine.

A Hatch se le heló la sonrisa en los labios. Sintió un entumecimiento que comenzaba en los dedos y le subía por los brazos. De repente todo tenía sentido: las preguntas, la profesión del hombre, la mirada intensa de sus ojos.

Neidelman permanecía inmóvil, mudo, los ojos fijos en los de Hatch.

—¡Ah! ¡Y usted tiene lo que yo necesito para curar mi tedio, capitán! —dijo Hatch, esforzándose por recobrar el dominio de sí mismo.

Neidelman inclinó la cabeza.

—Déjeme adivinarlo. Por casualidad, ¿tiene algo que ver con la isla Ragged?

La expresión del rostro de Neidelman le demostró que su suposición era correcta.

—Y usted, capitán, es un buscador de tesoros. ¿Estoy en lo cierto?

El rostro del capitán en ningún momento perdió su expresión de tranquilidad, de seguridad en sí mismo.

—Preferimos llamarnos especialistas en recuperaciones.

—En la actualidad, todo el mundo prefiere los eufemismos. Especialista en recuperaciones. Supongo que es como decir «asistente técnico sanitario» en lugar de «enfermero». A ver si lo adivino: ahora me dirá que usted, y sólo usted, conoce el secreto del Pozo de Agua.

Neidelman guardó silencio.

—Además, también tiene un artilugio que le permitirá descubrir exactamente dónde se encuentra el tesoro. O quizá ha contratado a Madame Sosostris, la famosa vidente, para que le ayude.

—Ya sé que otras personas han venido a verle antes que yo —dijo por fin Neidelman, que permanecía de pie.

—Entonces, sabrá también el destino que han corrido todos esos zahoríes, videntes, magnates del petróleo e ingenieros, y sus proyectos infalibles.

—Puede que sus proyectos tuvieran defectos importantes, pero no los tenían sus sueños. Estoy enterado de las tragedias que ha sufrido su familia después de que su abuelo comprara la isla. Pero él estaba en lo cierto; allí abajo hay un gran tesoro. Yo lo sé.

—Claro que sí, todos lo saben. Pero si usted piensa que es la reencarnación de Red Ned, tengo que advertirle que otros me han dicho lo mismo. O tal vez usted ha comprado uno de esos mapas del tesoro, artificialmente envejecidos, que de vez en cuando salen a subasta en Portland. Capitán Neidelman, la fe no vuelve a las cosas ciertas. Nunca hubo un tesoro en la isla Ragged, ni lo habrá. Lo siento por usted, de verdad que lo siento. Y ahora, será mejor que se marche antes de que llame al guardia —perdón, al especialista en seguridad, como diría usted—, para que lo acompañe hasta la puerta.

Neidelman no hizo caso de sus palabras y se acercó a la mesa.

—Yo no le pido un acto de fe en mí.

Parecía tan seguro de sí mismo, y tan tranquilo, que Hatch se enfureció.

—Si usted supiera la cantidad de veces que he oído la misma historia, se avergonzaría de haber venido. ¿Por qué va a ser usted diferente de los demás?

Neidelman abrió el portafolios de piel, sacó una hoja de papel y sin decir ni una palabra la dejó en la mesa de Hatch.

Hatch miró el documento sin tocarlo. Era un acta notarial que daba fe de que la compañía Thalassa Holdings Ltd. aportaba los recursos suficientes para constituir Rescates Isla Ragged, S.A. El capital aportado era de veintidós millones de dólares.

Hatch levantó la vista, miró a Neidelman y se echó a reír.

—¿Me está diciendo que ha tenido el descaro de conseguir financiación para este proyecto sin contar con mi autorización? Debe de tener unos inversionistas muy dóciles.

Una vez más, Neidelman exhibió la sonrisa que parecía ser su marca de fábrica: reservada y distante, pero sin arrogancia, y que indicaba una gran seguridad en sí mismo.

—Doctor Hatch, comprendo perfectamente su reacción ante todos los cazadores de tesoros que han venido a verle en los últimos veinte años. Usted hizo bien en mostrarles la puerta. No tenían dinero suficiente, ni tampoco la preparación necesaria. Pero no eran ellos el único problema. También lo era usted, doctor —dijo el capitán, y se retiró un paso hacia atrás—. Yo no le conozco bien, claro está, pero presiento que ahora, después de un cuarto de siglo, usted por fin está preparado para enterarse de lo que realmente le pasó a su hermano.

Neidelman hizo una pausa, sus ojos fijos en los de Hatch.

—Sé que a usted no le interesa el aspecto económico de la empresa. Y también comprendo que su dolor le ha hecho odiar la isla. Por eso he venido a verle con todo preparado. Thalassa es la mejor compañía del mundo en este tipo de trabajo. Y tenemos a nuestra disposición un equipo inimaginable en la época de su abuelo. Ya hemos contratado los barcos. Tenemos excavadores, arqueólogos, técnicos, un médico para que cuide de los hombres de la expedición. Todo está preparado para ponerse en marcha tan pronto como se dé la orden. Usted sólo tiene que decirlo, y le prometo que antes de un mes el Pozo de Agua nos habrá revelado sus secretos. Lo sabremos todo acerca de ese lugar.

El capitán puso un peculiar énfasis en la palabra «todo».

—¿Por qué no dejar las cosas como están? —musitó Hatch—. ¿Por qué no permitir que el pozo guarde sus secretos?

—Eso, señor Hatch, no está dentro de mi naturaleza. ¿Lo está dentro de la suya, acaso?

Y en el silencio que siguió, se oyeron las distantes campanas de Trinity Church que daban las cinco. El silencio se prolongó durante unos minutos.

Neidelman por fin cogió el papel que había dejado en la mesa y lo guardó en su portafolios.

—Su silencio es bastante elocuente —dijo luego con voz serena, sin rastro de rencor—. Ya le he robado demasiado tiempo, doctor. Mañana informaré a mis socios que usted ha rechazado nuestra oferta. Adiós, doctor Hatch.

Ya se marchaba, pero cuando estaba ante la puerta, se detuvo y se volvió.

—Hay algo más. Para responder a su pregunta, le diré que hay algo que nos hace definitivamente distintos a los demás. Hemos descubierto una información acerca del Pozo de Agua que no tenía nadie más. Algo que ni siquiera usted sabe.

Cuando Hatch vio la expresión de Neidelman no tuvo ningún deseo de reír.

—Sabemos quién lo proyectó —dijo el capitán.

Hatch apretó involuntariamente los puños.

—¿Qué está diciendo?

—Sí. Y también tenemos el diario que llevaba durante su construcción.

En el silencio que siguió se oyó respirar profundamente a Hatch por dos veces. Miró su mesa e hizo un gesto con la cabeza.

—Eso está muy bien —consiguió decir por fin—. Muy bien. Me parece que le he subestimado. Por fin, después de tantos años, he oído algo original. Usted me ha alegrado el día, capitán Neidelman.

Pero Neidelman ya se había marchado y Hatch se dio cuenta de que estaba hablando solo.

Pasaron varios minutos y finalmente se recuperó como para ponerse en pie. Cuando acabó de guardar sus papeles en el maletín las manos aún le temblaban. Se dio cuenta entonces de que Neidelman le había dejado su tarjeta. Había garrapateado un número de teléfono, probablemente el del hotel donde se alojaba. Hatch tiró la tarjeta a la papelera, cogió su maletín, salió del laboratorio y, una vez en la calle, marchó a paso rápido hacia su casa. Eran las primeras horas de una tranquila noche de verano.

Pero a las dos de la mañana estaba de vuelta en el laboratorio, paseándose de una punta a la otra, la tarjeta de Neidelman en la mano. Y a las tres finalmente cogió el teléfono.

3

Hatch aparcó en el solar que había delante del malecón y bajó del coche alquilado. Cerró la puerta y recorrió con la vista el puerto, la mano todavía en la manecilla de la puerta. Contempló la larga y estrecha cala, con su playa de rocas, salpicada de barcos de pescadores de langostas, bañados por una fría luz de plata. Habían pasado veinticinco años, pero algunos nombres le eran familiares, como el
Lola B
o el
Maybelle W
.

La pequeña ciudad de Stormhaven trepaba por la ladera de la colina, con sus angostas casas de madera y zigzagueantes calles empedradas. Cerca de la cima las casas eran cada vez más escasas, y se veían en cambio bosquecillos de abetos negros y prados cercados por muros de piedra. En la cima se levantaba la Iglesia Congregacional, y su severo campanario blanco se recortaba en el cielo gris. Hatch vislumbró al otro lado de la cala la casa donde había pasado su infancia, el tejado a dos aguas y las ventanas del ático visibles encima de la línea de los árboles; el prado que descendía suavemente hasta la playa, y el pequeño embarcadero. Se volvió rápidamente; se sentía como si un extraño ocupara su lugar, y él lo viera todo a través de sus ojos.

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