El ponche de los deseos (12 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: El ponche de los deseos
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E
N cualquier tipo de magia es importante conocer las fórmulas adecuadas, disponer de los accesorios adecuados y llevar a cabo la acción adecuada en el momento adecuado; pero también es importante que uno se halle en la actitud interior adecuada. El estado de ánimo en que se encuentra uno ha de estar en consonancia con la obra que se propone. Además, esto rige tanto para la magia mala como para la buena (que también se da, aunque quizá con menos frecuencia en nuestros días). Para obtener algo bueno por procedimientos mágicos se precisa una disposición de ánimo entrañable y armónica, mientras que para hacer algo malo se requiere una actitud de odio y confusión.

Y precisamente de eso se habían ocupado entretanto el mago y la bruja.

El laboratorio brillaba con el frío resplandor de innumerables proyectores eléctricos, lámparas y tubos fluorescentes, que relampagueaban y centelleaban desde todos los rincones. El recinto estaba lleno de vapores, pues de varias palanganas humeantes surgían nubes densas de distintos colores que se arrastraban por el suelo y luego ascendían junto a las paredes, formando figuras grotescas y rostros de todos los tipos, grandes y pequeños, que luego se deshacían para adoptar inmediatamente una forma nueva.

Sarcasmo estaba sentado junto a su armonio y pulsaba las teclas con gestos ampulosos. Los tubos del instrumento estaban hechos con huesos de animales torturados hasta la muerte. Los más pequeños eran de patas de gallinas; los mayores, de patas de focas, perros y monos; los más grandes, de patas de elefantes y ballenas.

La tía Tirania se hallaba junto a él y pasaba las páginas. Cuando cantaron juntos la coral CO
2
del
Cancionero de Satanás
el efecto fue bastante escalofriante:

La octava campanada

desata el nudo del mal.

¡Verdad, razón, sentido,

hacia el abismo marchad!

Caóticas mis palabras

mendaces fluyen ya:

Mentira es el futuro y falso lo real.

Espíritu y Natura

desorden conocerán.

Capricho es el sentido;

capricho la libertad.

Quien mate su conciencia

tendrá el poder total.

¡Gran enseñanza es ésta

del arte de hechizar!

Rompamos las cadenas.

Juremos conjurar.

¡Arriba la locura!

¡Viva lo irracional!

Y a cada estrofa seguía el estribillo:

¡Ponche embrujado, bulle, bulle!

¡Mágico hechizo, fluye, fluye!

Ése era el coro. No es extraño que el mago y la bruja no quisieran permitir que los animales fueran testigos del acto. En todo caso, ellos se hallaban en la disposición adecuada para su obra.

—En primer lugar —declaró Sarcasmo—, tenemos que hacer un recipiente idóneo para el ponche.

—¿Hacer? —preguntó Tirania—. ¿No tienes una mala ponchera en tu vajilla de soltero?

—Querida tía —dijo despectivamente Sarcasmo—, no tienes ni idea de bebidas alcoholorosatánicas. Ninguna ponchera del mundo, aunque estuviera tallada de un solo diamante, podría resistir el proceso necesario para nuestra obra. Saltaría en pedazos, o se fundiría, o se evaporaría sin más.

—¿Qué hacemos entonces?

El mago sonrió con aire de superioridad.

—¿Has oído alguna vez hablar del
fuego frío
?

Tirania negó con un movimiento de cabeza.

—Entonces, presta atención. Ahora puedes aprender algo, Titi.

Fue a una alacena y sacó una especie de gigantesco tubo de
spray
y se acercó con él a la chimenea, en la que en ese momento ardía el fuego en grandes llamaradas.

Mientras hacía que algo invisible siseara en las llamas, dijo:

Aire, brasas, llamas

en el tiempo danzan.

Su salvaje titilar

resplandece en el hogar.

¡Pieles de salamandra!

Por la fuerza del pasado,

aire, brasas, llamas,

¡quedaos rígidos, helados!

Al instante, el fuego dejó de llamear, se quedó parado, absolutamente inmóvil, y adquirió el aspecto de una extraña planta con muchas hojas dentadas que emitían fulgores verdes.

Sarcasmo metió las manos sin protección alguna y fue cogiendo una hoja tras otra hasta que reunió un brazado. Apenas había acabado de realizar esta operación cuando se encendió en la chimenea un fuego nuevo y comenzó a danzar como antes.

El mago se dirigió a la mesa que había en el centro del laboratorio y colocó allí las rígidas hojas cristalinoverdes como las piezas de un
puzzle
. Donde los bordes dentados encajaban perfectamente, las hojas se fundieron al instante en un solo bloque. (En
cualquier
fuego, las diferentes formas de las llamas, si se ensamblaran, constituirían siempre un todo, sólo que cambian constantemente y con tanta rapidez que es imposible observarlo a simple vista.)

Bajo las expertas manos de Sarcasmo surgió rápidamente una bandeja plana, a la que luego le puso paredes laterales, hasta que por fin apareció un recipiente redondo y dorado que podía tener un metro de altura y de diámetro. El recipiente brillaba con una luz verdosa y, de algún modo, parecía irreal.

—Bueno —dijo el mago, y se limpió los dedos en la bata—. Esto ya está. Tiene buena pinta. ¿No te parece?

—¿Y crees que no se romperá? —preguntó la bruja.

—De eso puedes estar segura.

—Belcebú Sarcasmo —dijo la vieja con una mezcla de envidia y admiración—, ¿cómo lo has hecho?

—Es difícil que comprendas estos procesos científicos, querida tía —respondió él—. El calor y el movimiento no se dan sólo en el tiempo que discurre positivamente. Si se esparcen sobre ellos momentos negativos o partículas antitiempo, se anulan recíprocamente, y el fuego pasa a ser rígido y frío, como has visto.

—¿Y es posible cogerlo?

—Naturalmente.

La bruja pasó cautelosamente la mano por la superficie del enorme recipiente y preguntó:

—¿Podrías enseñarme a mí todo eso?

Sarcasmo sacudió la cabeza.

—¡Secreto empresarial!

E
L Parque Muerto, que rodeaba Villa Pesadilla, no era especialmente grande. Aunque se hallaba en el centro de la ciudad, casi ninguno de los vecinos de los alrededores lo había visto, porque estaba circundado por un muro de piedra de tres metros de altura.

Pero los magos pueden poner también obstáculos invisibles, hechos, por ejemplo, de olvido, aflicción o confusión. Así, Sarcasmo había levantado alrededor de su finca una barrera invisible de angustia y temor que discurría por fuera del muro de piedra y que impulsaba a los curiosos a alejarse rápidamente de allí y a no ocuparse de lo que había al otro lado del muro.

Sólo en un punto había una puerta alta de rejas oxidadas. Pero desde allí no se podía curiosear el interior del parque, porque impedía la visión un espeso y enmarañado seto de gigantescos espinos negros. Ésta era la puerta que usaba Sarcasmo cuando salía en su magomóvil, cosa que ocurría pocas veces.

El Parque Muerto había estado poblado en otro tiempo —cuando todavía no se llamaba así— por multitud de árboles maravillosamente bellos y arbustos pintorescos: pero ahora estaban todos sin hojas, y no sólo porque era invierno. Durante decenios, el mago había hecho con ellos experimentos científicos, había manipulado su crecimiento, había atrofiado su capacidad de reproducción, les había extraído las sustancias vitales y había terminado por someterlos uno tras otro al martirio definitivo. Ahora sólo se levantaban hacia el cielo algunas ramas secas y deformes que parecían pedir ayuda con gesto doloroso antes de su final, sin que nadie hubiera escuchado sus gritos silenciosos. En el parque no había pájaros desde hacía tiempo, ni siquiera en verano.

El gato avanzaba hundiéndose en la nieve, y el cuervo lo seguía a saltitos y con vuelos cortos, pero cuando volaba el viento lo derribaba de cuando en cuando. Los dos recorrían el camino en silencio porque necesitaban todas sus fuerzas para seguir adelante.

El alto muro de piedra no habría constituido un problema para Jacobo, pero sí para Maurizio. Pero el gato se acordó de la puerta de rejas, por la que había entrado en su momento. Los dos se deslizaron por entre los barrotes forjados en espiral.

La barrera invisible de angustia no les planteó especiales dificultades, pues estaba construida específicamente contra los hombres y formada por el miedo a los fantasmas. Es decir: cuando entraban en esa zona, hasta los escépticos más recalcitrantes creían súbitamente en los fantasmas y tomaban las de Villadiego.

También muchos animales creen en los fantasmas; pero los gatos y los cuervos son los que menos creen en ellos.

—Dime, Jacobo —preguntó Maurizio en voz baja—, ¿crees que hay espíritus?

—Claro —respondió Jacobo.

—¿Has visto alguno en alguna ocasión?

—Yo, personalmente, no —dijo Jacobo—. Pero, en tiempos antiguos, toda mi parentela se acurrucaba en los patíbulos en que se balanceaban los ahorcados. O anidaba en los castillos encantados. Y allí había cantidad de espíritus, muchos espíritus había allí. Y nadie tuvo nunca problemas con ellos. Al contrario, con algunos tuvieron mis gentes una buena amistad.

—Ya —dijo Maurizio armándose de valor—. Lo mismo les ocurrió a mis antepasados.

Así, cruzaron la barrera y llegaron a la carretera. Las ventanas de las casas estaban festivamente iluminadas, pues todas las familias celebraban la tarde de San Silvestre o se preparaban para la divertida fiesta.

Apenas pasaban coches, y aún eran menos los peatones que, con paso apresurado y el sombrero metido hasta las orejas, se dirigían a alguna parte.

En la ciudad nadie barruntaba la hecatombe que se estaba preparando en Villa Pesadilla. Y nadie observó al barrigudo gato y al maltrecho cuervo que se habían puesto en camino hacia un lugar impreciso para buscar la salvación.

Al principio meditaron si debían dirigirse simplemente a alguno de los transeúntes. Pero inmediatamente rechazaron semejante idea porque, en primer lugar, era poco probable que una persona normal entendiera sus maullidos y graznidos (quizá se limitaría a cogerlos y encerrarlos en una jaula) y, en segundo lugar, sabían que había pocas esperanzas de éxito si los animales pedían ayuda a los hombres. Eso estaba más que comprobado. Incluso en los casos en que escuchar los gritos de socorro de la naturaleza habría redundado en beneficio de los propios hombres, éstos se habían hecho los sordos. Habían contemplado las lágrimas de sangre de muchos animales, y se habían limitado a seguir comportándose como antes.

No, de los hombres no cabía esperar una salvación rápida y decidida. Pero, entonces, ¿de quién? Jacobo y Maurizio no lo sabían. Simplemente, seguían caminando. Por la carretera, sin tráfico ni capa de nieve, les resultaba un poco más fácil; sin embargo, avanzaban muy lentamente contra la tempestad de nieve y aire, que les soplaba de frente. Pero quien no sabe adonde va tampoco suele tener mucha prisa.

Tras caminar un buen rato en silencio, Maurizio dijo en voz baja:

—Jacobo, tal vez sean éstas las últimas horas de nuestras vidas. Por eso tengo que decirte algo. Jamás hubiera creído que un día llegaría a hacerme amigo de un pájaro, y mucho menos de un cuervo. Pero ahora estoy orgulloso de haber encontrado un amigo tan perspicaz y con tanta experiencia de la vida como tú. Sinceramente, te admiro.

El cuervo carraspeó, un poco violento, y luego respondió con voz ronca:

—Tampoco yo habría pensado nunca que un día tendría un auténtico compinche que es un artista famoso y, además, un pollo pera. No puedo expresarlo bien. Nadie me ha enseñado buenas maneras ni palabras elegantes. ¿Sabes? Yo sólo soy un vagabundo corriente, un día aquí y otro día allí, y así me he ido abriendo camino en la vida. Yo no tengo tantas letras como tú. El desvencijado nido en que salí del cascarón era un nido de cuervo muy corriente, y mis padres eran unos padres de cuervo muy corrientes, demasiado corrientes tal vez. A mí nadie me ha tenido un cariño especial, ni siquiera yo mismo. Y en música no soy nadie. Yo no he aprendido ninguna canción hermosa. Pero a mí me parece maravilloso que alguien sea capaz de eso.

—¡Oh, Jacobo, Jacobo! —exclamó el pequeño gato, y a duras penas pudo disimular que estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Yo no desciendo de una antigua estirpe de caballeros nobles, y mis antepasados tampoco eran de Napóles. A decir verdad, ni siquiera sé dónde está esa ciudad. Y tampoco me llamo Maurizio di Mauro. Eso me lo he inventado yo. En realidad me llamo simplemente Félix. Tú sabes al menos quiénes fueron tus padres. Yo ni siquiera sé eso porque crecí en un húmedo agujero de un sótano entre gatos callejeros asilvestrados. Allí hacía de madre a veces una y a veces otra, según venía o según quién quería en cada momento. Los otros gatitos eran siempre mucho más fuertes que yo cuando luchábamos por la comida. Por eso me he quedado tan pequeño y tengo un apetito tan grande. Y tampoco he sido nunca un minnesínger famoso. Jamás he tenido buena voz.

Hubo un largo silencio.

—Entonces, ¿por qué contabas todo eso? —preguntó Jacobo, pensativo.

El gato reflexionó.

—No lo sé muy bien —reconoció—. Era el sueño de mi vida. ¿Entiendes? ¡Me hubiera gustado tanto ser un artista famoso, esbelto, guapo y elegante, de piel blanca y sedosa, y con una maravillosa voz! Uno de esos a quienes todos aman y admiran.

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