Vamos, vamos…
¡Aplausos, aplausos!
L
A gente suele imaginarse a las brujas como mujeres apergaminadas, flacas y viejas que tienen una enorme joroba en la espalda, muchas verrugas con pelos en la cara y un solo diente en la boca. Pero la mayoría de las brujas tienen hoy día un aspecto muy diferente.
En cualquier caso, Tirania Vampir era el polo opuesto de todo eso. Es cierto que era relativamente pequeña, al menos en comparación con la estatura de Sarcasmo. En cambio, era increíblemente gorda.
Su vesturario consistía en un traje de noche amarillo azufre, con muchas rayas negras, de modo que parecía una enorme avispa. (De hecho, el amarillo azufre era su color preferido.)
Iba cubierta de joyas, e incluso sus dientes eran de oro macizo y estaban empastados con brillantes. Llevaba un anillo en cada uno de sus regordetes dedos y hasta las uñas estaban lacadas en oro. Se cubría la cabeza con un sombrero que era tan grande como una rueda de coche, y en cuya ala tintineaban centenares de monedas.
Cuando salió de la chimenea y se levantó, parecía una especie de lámpara de pie, pero muy cara.
A diferencia de las brujas de otras épocas, era inmune al fuego, que no le causaba ningún daño. Así que se limitó a apagar con gesto de fastidio las llamitas que aún chisporroteaban en su traje de noche.
Su achatado rostro, con grandes ojeras y mejillas fláccidas, estaba tan maquillado que parecía un escaparate de cosméticos. Como bolso llevaba debajo del brazo una pequeña caja de caudales con cerradura digital.
—¡Hola! —exclamó, e intentó dar a su estridente voz un tono amable, mientras miraba en todas las direcciones—. ¿Hay alguien aquí? ¡Cucu! ¡Muchachito!
No hubo respuesta.
Tirania Vampir no podía soportar que no se le prestara atención. Sobre todo en lo que se refería a sus espectaculares apariciones. El hecho de que Sarcasmo no estuviera presente en el momento de su exhibición la irritó ya contra él.
Inmediatamente empezó a husmear entre los papeles de la mesa. Pero no pudo llegar muy lejos, pues pronto oyó unos pasos que se acercaban. Era Sarcasmo, que por fin se daba a ver. Con los brazos abiertos, la bruja corrió al encuentro de su sobrino.
—¡Belcebú! —gorjeó—. ¡Belcebucito! ¡Deja que te vea! ¿Eres tú o no eres tú?
—Soy yo, soy yo, tía Titi —respondió, y contrajo el rostro esbozando una sonrisa amarga.
Tirania trató de abrazarlo; pero, por el volumen de su cuerpo, no lo logró sin gran esfuerzo.
—Eres tú, mi
muy
caro sobrino —graznó—. Desde el principio he pensado que eras tú. No podía ser ningún otro, ¿no es cierto?
Tembló tanto de risa que tintinearon todas las monedas.
Sarcasmo intentó librarse del abrazo y rezongó:
—También yo he supuesto enseguida que eras tú, tía.
Tirania se puso de puntillas para darle un pellizco en la mejilla.
—Espero que mi visita sea para ti una grata sorpresa. ¿O tal vez esperabas que viniera a verte alguna brujita mona?
—En absoluto, tía —replicó huraño Sarcasmo—. Mi trabajo no me deja tiempo para esas cosas. Ya me conoces.
—Claro que te conozco, muchachito. No en vano te he criado y he financiado tu formación. Y por lo que veo, no vives mal en la actualidad, a mi costa.
A Sarcasmo no pareció agradarle que le recordaran aquello.
—Tampoco tú vives mal a costa mía, según creo —respondió malhumorado.
Tirania se separó de él, dio un paso atrás y preguntó en tono de amenaza:
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Oh, nada! —respondió evasivamente el sobrino—. Tú no has cambiado nada en el medio siglo que ha pasado desde que nos vimos personalmente la última vez, querida tía.
—Tú, en cambio —dijo ella—, has envejecido terriblemente, muchacho.
—¿Ah, sí? —replicó él—. Entonces tengo que decirte que has engordado horriblemente, anciana.
Durante un segundo se miraron los dos muy enojados.
Luego dijo Sarcasmo, cambiando de tono:
—En cualquier caso, es maravilloso que los dos seamos los de siempre.
—Al cien por cien —asintió Tirania—. Entre nosotros sigue habiendo la misma armonía que ha habido siempre.
L
OS animales del contenedor estaban tan apretados el uno contra el otro que cada cual podía percibir los latidos de su compañero. Apenas se atrevían a respirar.
La conversación entre el mago y la bruja siguió desarrollándose en ese tono insulso. Estaba claro que se acechaban mutuamente y que ninguno se fiaba del otro.
Pero al fin se agotaron sus reservas de frases vacías. Entretanto, los dos se habían sentado en sillas y se examinaban con los ojos semicerrados como dos jugadores de
poker
antes de la partida. Un silencio helado llenaba el recinto. En el punto, equidistante de ambos, en que se cruzaban sus miradas, surgió en el aire un grueso témpano que cayó al suelo con gran estrépito.
—Y ahora, a los negocios —dijo Tirania.
El rostro de Sarcasmo era impenetrable.
—Ya me imaginaba que no venías sólo para beber conmigo un ponche cualquiera de San Silvestre.
La bruja se levantó.
—¿Por qué se te ha ocurrido semejante idea?
—Por ese cuervo tuyo, Jacobo Osadías, o como se llame.
—¿Ha estado aquí?
—Claro, lo has enviado tú.
—Yo
no
he hecho tal cosa. Quería que mi visita fuera una sorpresa.
Sarcasmo sonrió sin alegría.
—No le des tanta importancia, querida tía. Así he podido prepararme para tu amable visita.
—¡Ese cuervo se toma demasiadas libertades! —exclamó la bruja.
—La misma impresión tengo yo —respondió Sarcasmo—. Es provocativamente desvergonzado.
La tía asintió.
—Está en mi casa desde hace medio año, y ha tenido desde siempre un carácter rebelde.
El mago y la bruja volvieron a observarse en silencio.
—¿Qué sabe él de ti y de tus negocios? —preguntó finalmente Sarcasmo.
—Absolutamente nada —dijo Tirania—. Lo que ocurre es que es un plebeyo. Por lo demás, nada.
—¿Estás completamente segura?
—No tengo ninguna duda.
Jacobo sonrió en silencio y dijo al gato en voz baja:
—¡Hasta ese punto puede engañarse uno!
—¿Por qué soportas en tu casa a esa impertinente ave de corral? —siguió preguntando Sarcasmo.
—Porque
yo
sé mucho de
él
.
—¿Y qué sabes de él?
A la bruja le fulguraron los empastes de brillantes.
—Todo.
—Explícate.
—En realidad es un espía que el Consejo Supremo de los Animales ha enviado a mi casa para que me vigile. Ese bellaco se cree muy listo. Está convencido de que yo no me he dado cuenta de nada.
Jacobo cerró bruscamente el pico.
Maurizio le dio un empujón y susurró:
—¡Hasta ese punto puede engañarse uno, colega!
El mago alzó las cejas y asintió pensativo:
—Ya ves —dijo—. También yo tengo desde hace algún tiempo un espía en casa, un gato totalmente alelado que cree ser un cantante. Es crédulo, glotón y fatuo; en suma, un carácter muy agradable, al menos para mí. Fue juego de niños neutralizarlo desde el principio. Le llené la barriga de comida y de somníferos. Anda siempre medio adormilado, pero está contento y es feliz, el pequeño idiota. A mí me adora.
—¿Y no sospecha nada?
—Confía ciegamente en mí —respondió Sarcasmo—. ¿Sabes qué ha hecho hoy? Me ha confesado todo: por qué está aquí y quién lo ha enviado. Hasta me ha pedido perdón por haberme engañado durante todo el tiempo. ¿Puedes imaginarte un imbécil como ése?
La tensión entre el mago y la bruja estalló en una sonora carcajada. Aunque rieron a dúo, la carcajada no fue precisamente armónica.
En el contenedor, Maurizio no pudo reprimir un suspiro silencioso. Jacobo, que estaba a punto de decir algo sarcástico, lo advirtió y, por delicadeza, se abstuvo de cualquier comentario.
—D
E todos modos —dijo Tirania, nuevamente seria—, se impone la máxima cautela, amigo. Si nos han enviado espías a casa es porque el Consejo Supremo de los Animales sospecha de nosotros. Sólo me pregunto por culpa de quién, jovenzuelo.
Sarcasmo aguantó la mirada de la tía y replicó:
—¿Y tú me lo preguntas a mí? A lo mejor has sido tú un poco imprudente, Titi. ¡Quién sabe lo que puede imaginar el cerebro de un cuervo como ése! Esperemos que ese tipo no contagie a mi estúpido gato y le meta en la cabeza ideas peligrosas.
Tirania echó una ojeada al laboratorio.
—Tendríamos que interrogar a los dos. ¿Dónde están?
—En la habitación del gato —respondió el mago—. Le he ordenado a Maurizio que encerrara allí al cuervo y lo vigilara.
—¿Y cumplirá tus órdenes?
—De eso puedes estar segura.
—Entonces dejemos ese asunto, de momento —decidió la bruja—. Si es preciso, les pediremos cuentas a los dos más tarde. Ahora tengo que discutir contigo algo más urgente.
Sarcasmo volvió a ponerse en guardia inmediatamente.
—¿De qué se trata, querida tía?
—Todavía no me has preguntado
por qué
he venido a verte.
—Pues entonces te lo pregunto ahora.
La bruja se recostó y, durante un rato, observó a su sobrino con expresión adusta. Sarcasmo sabía que la tía le iba a echar uno de sus sermones. Él los odiaba porque tras ellos se ocultaban siempre intenciones distintas. Tamborileó nerviosamente en el respaldo de la silla, miró al techo y silbó.
—Bien, escúchame atentamente, Belcebú Sarcasmo —comenzó la bruja—. En el fondo, todo lo que hoy eres me lo debes a mí. ¿Estás de acuerdo? Cuando tus buenos padres, mi cuñado Asmodeo y mi bella hermana Lilit, perecieron trágicamente en la catástrofe naval que ellos mismos habían provocado, yo te recogí en mi casa y te crié. Me ocupé de que no te faltara nada. Yo misma te enseñé los rudimentos del rentable arte de torturar a los animales cuando aún estabas en la tierna edad infantil. Más tarde te envié a las escuelas más diabólicas, al Instituto de Sodoma y Gomorra y al Colegio Ahrimán. Pero tú fuiste siempre un tipo difícil de educar, muchachito. Cuando todavía estudiabas en la Universidad de Técnicas Mágicas de Hediondburgo, tuve que encubrir tus arbitrariedades y ocultar tu incapacidad, porque los dos somos los últimos miembros de nuestra familia. Todo esto me costó una buena suma de dinero, como bien sabes. Tus buenas notas en Diabólica Superior me las debes también a mí porque, como presidenta de la Sociedad Internacional de Níquel Corrosivo, hice valer mis influencias. Yo me ocupé de que te admitieran en la Academia de Negras Artes, y yo te introduje en los Círculos Abismales, donde pudiste conocer personalmente al que es protector tuyo y patrón de tu nombre. En suma, creo que estás tan en deuda conmigo como para no desoír una pequeña petición mía, cuyo cumplimiento no va a costarte absolutamente nada.