Adán alberga sus dudas.
Mira a su tío y ve que está ansioso por terminar la reunión. Tío quiere fumar su crack y no quiere hacerlo delante de Adán. Es triste, piensa mientras se marcha, ver lo que la droga ha hecho a este gran hombre.
Adán toma un taxi hasta el Cruce de las Plazas y camina hacia la catedral para pedir un milagro.
Dios y ciencia, piensa.
Los poderes a veces serviciales, a veces conflictivos, a los que acuden Adán y Lucía para intentar ayudar a su hija.
Lucía se inclina más hacia Dios.
Va a la iglesia, reza, ofrece misas y bendiciones, se arrodilla ante una panoplia de santos. Compra
milagros
ante la catedral y los ofrece, enciende velas, da dinero, hace sacrificios.
Adán va a la iglesia los domingos, entrega sus donativos, reza sus oraciones, toma la comunión, pero es más un gesto hacia Lucía. Ya no cree que la ayuda venga de esa dirección. Así que se postra de hinojos, masculla las palabras, repite maquinalmente los gestos, pero son gestos vacíos. Durante sus viajes habituales a Culiacán para llevar su ofrenda regular a Güero Méndez, se detiene ante el altar de san Jesús Malverde y hace su
manda
.
Reza al
narcosanto
, pero deposita más esperanzas en los médicos.
Adán vende drogas. Compra biofarmacología.
Neuropediatras, neuropsicólogos, psiconeurólogos, endocrinólogos, especialistas en el cerebro, químicos investigadores, herboristas, curanderos nativos, charlatanes, medicuchos. Médicos en todas partes, en México, Colombia, Costa Rica, Inglaterra, Francia, Suiza, incluso al otro lado de la frontera, en Estados Unidos.
Adán no puede participar en esas visitas.
No puede acompañar a su esposa e hija en sus tristes e inútiles desplazamientos para ver a especialistas del Scripps en La Jolla o del Mercy en Los Angeles. Envía a Lucía con notas escritas, preguntas escritas, montones de informes médicos, historiales, resultados de pruebas. Lucía se va sola con Gloria, cruza la frontera con su nombre de soltera (todavía es ciudadana norteamericana), y a veces se ausenta durante semanas, a veces meses, y Adán sufre por no poder ver a su hija. Siempre regresan con la misma noticia.
Que no hay noticia.
No se ha descubierto ningún milagro.
Ni ha sido revelado.
Ni por Dios ni por los médicos.
No pueden hacer nada más.
Adán y Lucía se consuelan mutuamente con esperanza y fe (que Lucía posee y Adán finge), y amor.
Adán quiere muchísimo a su mujer y a su hija.
Es un buen marido, un padre maravilloso.
Otros hombres, sabe Lucía, habrían dado la espalda a una niña deforme, la habrían evitado, habrían evitado su hogar, inventado mil excusas para ausentarse.
Adán no.
Está en casa casi cada noche, casi todos los fines de semana. Lo primero que hace por la mañana es ir a la habitación de Gloria para besarla y abrazarla. Después le prepara el desayuno antes de ir a trabajar. Cuando vuelve a casa por la noche, primero se detiene en su habitación. Le lee, le cuenta cuentos, juega con ella.
Adán no esconde a su hija como si fuera algo vergonzoso. La lleva a dar largos paseos por el distrito de Río. La lleva al parque, a comer, al circo, a donde sea, a todas partes. Se les ve con frecuencia en los mejores barrios de Tijuana, Adán, Lucía y Gloria. Todos los comerciantes conocen a la niña. Le regalan caramelos, flores, pequeñas joyas, horquillas, pulseras, cosas bonitas.
Cuando Adán tiene que ausentarse por negocios (como ahora, en su viaje habitual a Guadalajara para ver a Tío, y después a Culiacán, con un maletín lleno de dinero para Güero), llama todos los días, varias veces al día, para hablar con su hija. Le cuenta chistes, cosas divertidas que ha visto. Le lleva regalos de Guadalajara, Culiacán, Badiraguato.
Y no se pierde los viajes a los que puede ir para consultar con médicos, excepto a Estados Unidos. Se ha convertido en un experto en linfangioma quístico. Lee, estudia, hace preguntas, ofrece incentivos y recompensas. Entrega generosas donaciones para la investigación, anima a sus socios a imitarle. Lucía y él tienen cosas bonitas, una hermosa casa, pero podrían tener cosas mejores, una casa mucho más grande, de no ser por el dinero que gastan en médicos. Y donaciones y misas y bendiciones y parques infantiles y clínicas.
Lucía está contenta con lo que tienen. No necesita cosas más bonitas, ni una casa más grande. No necesita (y no le haría gracia) las mansiones suntuosas y, la verdad, de mal gusto que poseen algunos
narcotraficantes
.
Lucía y Adán darían todo cuanto poseen, como haría cualquier padre, a cualquier médico o dios que curara a su hija.
Cuanto más fracasa la ciencia, más se vuelve Lucía hacia la religión. Descubre más esperanza en un milagro divino que en los guarismos implacables de los informes médicos. Una bendición de Dios, de los santos, de Nuestra Señora de Guadalupe, podría invertir el sentido de esas cifras en un abrir y cerrar de ojos, en el latido de un corazón. Frecuenta cada vez más la iglesia, toma la comunión a diario, invita a cenar a casa al padre Rivera, para rezar en privado y estudiar la Biblia. Se cuestiona la profundidad de su fe («Tal vez son mis dudas las que están impidiendo un
milagro
»), cuestiona la fe de Adán. Le insta a ir a misa más a menudo, a rezar con más ahínco, a dar más dinero a la Iglesia, a hablar con el padre Rivera para «decirle lo que hay en tu corazón».
Con el fin de que se sienta mejor, va a ver al cura.
Rivera no es mal tipo, aunque un poco tonto. Adán se sienta en el despacho del cura, al otro lado del escritorio.
—Espero que no esté animando a Lucía a creer que es su falta de fe lo que impide encontrar una cura para nuestra hija —dice.
—Claro que no. Jamás se me ocurriría sugerir algo semejante.
Adán asiente.
—Pero hablemos de usted —dice Rivera—. ¿En qué puedo ayudarle, Adán?
—Estoy bien, la verdad.
—No puede ser fácil...
—No lo es. La vida es así. —¿Cómo están las cosas entre usted y Lucía?
—Bien.
Una mirada astuta aparece en los ojos de Rivera.
—¿Y en el dormitorio, si me permite la pregunta? ¿Los deberes conyugales...?
Adán consigue reprimir una sonrisa de satisfacción. Siempre le divierte que los sacerdotes, esos eunucos autocastrados, quieran dar consejos sobre asuntos sexuales. Es como si un vegetariano se ofreciera a asarte un filete en la barbacoa. No obstante, es evidente que Lucía ha estado hablando de su vida sexual con el cura, de lo contrario el hombre jamás habría tenido el valor de abordar el tema.
La verdad es que no hay nada de que hablar.
No hay vida sexual. A Lucía le aterroriza la posibilidad de quedar embarazada. Y como la Iglesia prohíbe la anticoncepción artificial, y ella no hará nada que no signifique un compromiso total con las leyes de la Iglesia...
Adán le ha dicho cien veces que las probabilidades de tener otro bebé con un defecto de nacimiento son de una entre mil, de una entre un millón, pero la lógica no influye en ella. Sabe que él tiene razón, pero una noche le confiesa entre lágrimas que no puede soportar el recuerdo de aquel momento en el hospital, aquel momento en que le dijeron, en que vio...
No puede soportar la idea de revivir aquel momento.
Ha intentado varias veces hacer el amor con él, cuando los ritmos de la anticoncepción natural lo permitían, pero se quedaba paralizada. El terror y la culpa, observa Adán, no son afrodisíacos.
La verdad, le gustaría confesar a Rivera, es que no es importante para él. Que está ocupado en el trabajo, ocupado en casa, que todas sus energías se dedican a dirigir el negocio (de cuya naturaleza específica jamás se habla), cuidar de una niña minusválida muy enferma, y tratar de encontrar una cura para ella. Comparada con los sufrimientos de su hija, la falta de vida sexual es insignificante.
—Quiero a mi mujer —dice a Rivera.
—La he animado a tener más hijos —dice Rivera—. A...
Basta, piensa Adán. Esto empieza a ser insultante.
—Padre —dice—, de momento, nuestra única preocupación es Gloria.
Deja un cheque sobre la mesa.
Vuelve a casa y dice a Lucía que ha hablado con el padre Rivera y la charla ha fortalecido su fe.
Pero Adán solo cree en los números.
Le duele ser testigo de la fe inútil y triste de ella. Sabe que cada día se hace más daño, porque algo que Adán sabe con certeza es que los números nunca mienten. Trabaja con números cada día, todos los días. Toma decisiones fundamentales basadas en los números, y sabe que la aritmética es la ley absoluta del universo, que una prueba matemática es la única prueba.
Y los números dicen que su hija empeorará, no mejorará, a medida que vaya haciéndose mayor, que nadie escuchará o contestará a las fervientes oraciones de su mujer.
De modo que deposita su confianza en la ciencia, en que alguien descubra la fórmula correcta, el fármaco milagroso, el procedimiento quirúrgico que superará a Dios y a Su inútil séquito de santos.
Entretanto, lo único que se puede hacer es seguir poniendo un pie delante del otro en esta absurda maratón.
Ni Dios ni la ciencia pueden ayudar a su hija.
La piel de Nora es de un rosado intenso, debido al agua humeante del baño.
Lleva puesto un albornoz blanco grueso y una toalla en la cabeza a modo de turbante. Se deja caer en el sofá, apoya los pies sobre la mesita auxiliar y levanta la carta.
—¿Vas a hacerlo? —pregunta.
—¿Voy a hacer qué? —pregunta Parada, cuando la pregunta de Nora le distrae del dulce ensueño del disco de Coltrane que suena en el estéreo.
—Dimitir.
—No lo sé —dice él—. Supongo que sí. Quiero decir, una carta del propio Papa...
—Pero dijiste que era una solicitud. Está pidiendo, no ordenando.
—Una simple cortesía —dice Parada—. Viene a ser lo mismo. Nadie se niega a una petición del Papa.
Nora se encoge de hombros.
—Siempre hay una primera vez.
Parada sonríe. Ah, la valentía despreocupada de la juventud. Es un defecto y una virtud al mismo tiempo, piensa, de la gente joven tener tan poco respeto por la tradición, y menos aún por la autoridad. ¿Que un superior te pide que hagas algo que no quieres hacer? Fácil: niégate.
Pero sería muy fácil acceder, piensa. Más que fácil: tentador. Dimitir y convertirse en un simple párroco otra vez, o aceptar un destino en un monasterio, «un período de reflexión», como dirían ellos. Un tiempo de contemplación y plegaria. Suena maravilloso, en contraposición a la tensión y la responsabilidad constantes. Las interminables negociaciones políticas, los incesantes esfuerzos por conseguir comida, viviendas, medicinas. Por no hablar del alcoholismo crónico, los malos tratos conyugales, el paro y la pobreza, las innumerables tragedias que se derivan de todo eso. Es una carga, piensa, muy consciente de su autocompasión, y ahora el Papa no solo desea quitarle el cáliz de las manos, sino que está pidiendo que lo suelte.
Bien, de hecho me lo arrebatará por la fuerza si no lo entrego por voluntad propia.
Eso es lo que Nora no comprende.
Una de las pocas cosas que Nora no comprende.
Hace años que va a verle. Al principio eran breves visitas de unos días, y prestaba su ayuda en el orfanato de las afueras de la ciudad. Después las visitas se prolongaron más, se quedaba unas cuantas semanas, y después las semanas se convirtieron en meses. Después volvía a Estados Unidos para hacer lo que hace para ganar dinero, y luego regresaba, y las estancias en el orfanato se alargaban cada vez más.
Lo cual es estupendo, porque su colaboración es inestimable.
Para su sorpresa, se ha dado cuenta de que lo hace muy bien. Algunas mañanas cuida de los chicos de preescolar, otras se dedica a supervisar la reparación de los, al parecer, interminables problemas de fontanería, o a negociar con los contratistas los precios de la nueva residencia. O va en coche al gran mercado central de Guadalajara para conseguir al mejor precio los comestibles de la semana.
Al principio, cada vez que se presentaba una nueva tarea, rezongaba la misma frase: «No sé nada de esto». Y siempre recibía la misma respuesta de la hermana Camila: «Ya aprenderás».
Y aprendió. Se ha convertido en una verdadera experta en las complejidades de la fontanería del Tercer Mundo. Los contratistas locales la aman y odian al mismo tiempo. Es muy guapa, pero implacable, y se quedan sorprendidos y complacidos al mismo tiempo cuando ven a una mujer acercarse y pronunciar en un español deficiente pero eficaz:
No me quiebres el culo
.
En otras ocasiones, puede ser tan seductora y adorable que le dan lo que quiere sin casi obtener beneficios. Se inclina hacia delante y les mira con aquellos ojos y aquella sonrisa, y les dice que aquel tejado no puede esperar hasta que reúnan el dinero. Las lluvias se acercan, ¿es que no ven el cielo?
No. No lo ven. Lo que ven es su cara y su cuerpo y, seamos sinceros, su alma, y van a arreglar el
condenado
tejado. Y saben que, de todos modos, va a conseguir el dinero, porque, ¿quién se lo va a negar en la diócesis?
Nadie.
Nadie tiene pelotas.
¿Y en el mercado?
Dios mío
, es el terror. Pasea entre los puestos de verduras como una reina, exige lo mejor, lo más fresco. Estruja, huele y pide que le dejen probar piezas.
Una mañana un verdulero harto de ella le pregunta:
—¿Para quién se cree que está comprando? ¿Para los clientes de un hotel de lujo?
—Mis chicos merecen lo mejor —responde ella—. ¿No está de acuerdo?
Les consigue la mejor comida al mejor precio.
Corren muchos rumores sobre ella. Es actriz, no, es puta, no... Es la amante del cardenal. No, era una cortesana muy cara, y se está muriendo de sida, ha venido al orfanato como penitencia por sus pecados antes de ir a reunirse con Dios.
Pero esa historia pierde credibilidad a medida que pasan los años. Dos, cinco, siete... y sigue yendo al orfanato, y su salud no ha declinado, y su belleza no ha menguado, y a esas alturas las especulaciones sobre su pasado ya se han desvanecido.
Disfruta de la comida cuando va a la ciudad. Come hasta sumirse en una especie de estupor, después se lleva una copa de vino al gran cuarto de baño con baldosas de verdad, y retoza en agua caliente hasta que su piel se tiñe de un rosa intenso. Después se seca con las enormes toallas mullidas (las del orfanato son pequeñas y prácticamente transparentes), y una doncella entra con la ropa limpia que le lava mientras está en la bañera, y después se reúne con el padre Juan para disfrutar de una velada de música, cine o conversación agradable. Sabe que ha aprovechado su baño para salir al jardín y fumar a escondidas (los médicos se lo han repetido hasta la saciedad, y su respuesta es: «¿Y si dejo de fumar y me atrepella un coche? ¡Habré sacrificado ese placer por nada!»), y después chupa un caramelo de menta antes de que ella vuelva, como si pudiera engañar a alguien, como si necesitara engañarla.