El poder del perro (36 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Lo que Jimmy quiere es el Sparks Steak House, el Copa y esa tal Nora, la pieza más hermosa y deseable que ha poseído jamás. Un culo como un melocotón maduro. Nunca se la ha quitado de la cabeza. Ponerla a cuatro patas y metérsela por detrás, mientras veía temblar aquellos melocotones.

—De acuerdo —dice Sal—. ¿Qué te parece si os encontráis con las mujeres en el Copa, después de Sparks?

—Una mierda.

—Jimmy...

—¿Qué?

—El asunto de esta noche es muy serio.

—Lo sé.

—Quiero decir que no puede ser más serio.

—Por eso la fiesta va a ser de órdago —dice Peaches.

—Escucha —dice Sal, cansado—, estoy a cargo de la seguridad de ese acto...

—En ese caso, preocúpate de mi seguridad —replica Peaches—. Es lo único que tienes que hacer, Sal, y olvidarte de ello después, ¿de acuerdo?

—No me gusta.

—No te gusta —dice Peaches—. Que te den por el culo. Feliz Navidad.

Sí, piensa Sal mientras cuelga.

Feliz Navidad, Jimmy.

Ya tengo tu regalo preparado.

Hay algunos paquetes bajo el árbol.

Menos mal que es un árbol pequeño, porque no hay muchos regalos, con eso de apretarse el cinturón y tal. Pero él le ha comprado un reloj nuevo, una pulsera de plata y una de esas velas de vainilla que tanto le gustan. Y hay algunos paquetes para él. Parecen ropa que necesita. Una nueva camisa de trabajo, tal vez, unos tejanos nuevos.

Una bonita Navidad.

Pensaban ir a la misa del Gallo.

Abrir los regalos por la mañana, intentar cocinar un pavo, ir al cine por la tarde.

Pero eso no va a suceder, piensa Callan.

Ya no.

De todos modos, iba a terminar, pero termina antes porque ella descubre el otro paquete, el que Callan había escondido debajo de la cama. Aquella noche llega antes de lo habitual a casa, y ella está sentada con la caja alargada a sus pies.

Ha encendido las luces del árbol. Destellos rojos, verdes y blancos tras de sí.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—¿De dónde lo has sacado?

—Estaba acumulando polvo debajo de la cama. ¿Qué es?

Es una ametralladora sueca Model 45 Carl Gustaf de 9 milímetros. Con una culata de acero plegable y una recámara de treinta y seis balas. Más que suficiente para hacer el trabajo. Los números limados, limpia, sin posibilidad de seguir su rastro. Solamente cincuenta y cinco centímetros con la culata plegada. Pesa tres kilos y doscientos gramos. Puede cargar con el estuche hasta el centro de la ciudad como si fuera un regalo de Navidad. Dejar la caja y portar el arma bajo su chaquetón.

Sal se la había entregado.

No es eso lo que le dice. Lo que le dice es estúpido y obvio.

—No deberías haberlo visto.

Ella ríe.

—Pensé que era un regalo para mí. Me sentí culpable por abrirlo.

—Siobhan...

—Vas a volver a eso, ¿verdad? —dice ella, los ojos grises duros como la piedra—. Vas a hacer otro trabajo.

—Tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

Desea decírselo, pero no puede permitir que cargue con ese peso durante el resto de su vida.

—No lo entenderías —dice en cambio.

—Oh, ya lo creo que lo entiendo —dice ella—. Soy de Kashmir Road, ¿recuerdas? ¿Belfast? Crecí viendo a mis hermanos y tíos salir de casa con sus pequeños paquetes de Navidad, con los que iban a matar gente. Ya he visto antes metralletas debajo de la cama. Por eso me fui, porque estaba harta de asesinatos. Y de asesinos.

—Como yo.

—Pensaba que habías cambiado.

—He cambiado.

Ella señala la caja.

—Tengo que hacerlo —repite Callan.

—¿Por qué? —pregunta ella—. ¿Hay algo tan importante por lo que valga la pena matar?

Tú, piensa él.

Tú.

Pero se queda mudo. Un testigo idiota contra sí mismo.

—Esta vez no estaré aquí cuando vuelvas —dice Siobhan.

—No pienso volver —contesta él—. Tengo que ausentarme una temporada.

—Joder. ¿Pensabas decírmelo, o ibas a despedirte a la francesa?

—Pensaba pedirte que vinieras conmigo.

Es verdad. Tiene dos pasaportes, dos billetes. Los saca del fondo del cajón del escritorio y los deja sobre la caja, a sus pies. Ella no los recoge. Ni siquiera los mira.

—¿Así como así?

En su interior, una voz está chillando: «Díselo. Dile que lo estás haciendo por ella, por los dos. Suplícale que venga». Empieza a decírselo, pero no puede. Ella nunca se perdonaría. Nunca te perdonaría.

—Te quiero —dice—. Te quiero muchísimo.

Ella se levanta de la silla.

—Yo no te quiero —dice—. Te quería, pero ya no. No me gusta lo que eres. Un asesino.

Callan asiente.

—Tienes razón.

Recoge su billete y el pasaporte, los guarda en el bolsillo, cierra el estuche y se lo cuelga al hombro.

—Puedes vivir aquí si quieres —dice—. El alquiler está pagado.

—No puedo vivir aquí.

Era un buen lugar, piensa Callan, mientras pasea la vista por el pequeño apartamento. El mejor lugar de su vida, el más feliz. Ese lugar, el tiempo con ella. Intenta expresarlo con palabras, pero no se le ocurre nada.

—Vete —dice ella—. Ve a asesinar a alguien. Te dedicas a eso, ¿no?

—Sí.

Sale a la calle, está lloviendo a cántaros. Una lluvia fría, helada. Se sube el cuello y mira hacia el apartamento.

La ve sentada todavía junto a la ventana.

Inclinada, con la cara entre las manos.

Luces rojas, verdes y blancas destellan a su espalda.

Su vestido brilla bajo las luces.

Un top de lentejuelas rojas y verdes.

Muy propio de Navidad, había dicho Haley, muy sexy.

Tres décolletée.

De hecho, Jimmy Peaches no puede parar de mirarla de arriba abajo.

Por lo demás, Nora tiene que reconocer que su comportamiento es el de un caballero. El traje gris acero Armani le queda sorprendentemente bien. Ni la camisa ni la corbata negras parecen horribles. Un toque de gángster chic, tal vez, pero no del todo ordinario.

Lo mismo con respecto al restaurante. Esperaba algún espectáculo de horror siciliano, pero Sparks Steak House, pese a su prosaico nombre, resulta estar decorado con bastante buen gusto. No a su gusto. Las paredes chapadas en roble y los grabados de caza, muy al gusto inglés, no le satisfacen, pero de todos modos son de buen gusto, justo lo que no esperaba de un restaurante frecuentado por mañosos.

Llegaron en varias limusinas, y un portero armado con un paraguas les acompañó durante el medio metro que separaba el coche del largo toldo verde. Hicieron una entrada triunfal, los gángsters con sus ligues del brazo. Los comensales sentados a las mesas del gran salón delantero dejan de comer y miran sin disimulos, y por qué no, piensa Nora.

Las chicas son fantásticas.

Lo mejor de Haley, servido a domicilio.

Elegidas por el color de su pelo, su rostro, su figura.

Mujeres estupendas, adorables, sofisticadas, sin el menor toque de puterío. Vestidas con elegancia, peinadas de manera impecable, de modales exquisitos. Los hombres prácticamente se ruborizan de orgullo cuando hacen su entrada. Las mujeres no. Toman la adulación como un derecho natural. No se fijan en esas cosas.

Un jefe de comedor adecuadamente obsequioso les conduce al salón privado de la parte posterior.

Todo el mundo les ve entrar.

Bien, todo el mundo no.

Callan no.

Se pierde su entrada. Está a la vuelta de la esquina, en la Tercera avenida, esperando la orden de acercarse más. Ve llegar las limusinas, abrirse paso entre el tráfico de la hora punta en época de vacaciones, y después doblan por la Cuarenta y seis hacia Sparks, así que imagina que Johnny Boy, los Piccone y O-Bop han llegado a la fiesta.

Consulta su reloj.

Las cinco y media: puntualidad absoluta.

Scachi ha ido a recibirles, a todos los gángsters y a las chicas. Es el anfitrión, ha organizado la reunión. Hasta (mirándola de arriba abajo con disimulo) besa la mano de Nora.

—Es un placer —dice.

Dios, ahora comprende por qué Peaches la quería para su último polvo. Una belleza increíble. Todas son guapas, pero esta...

Johnny Boy toma a Scachi del brazo.

—Sal —dice—, solo quería darte las gracias por organizar la velada. Sé que ha hecho falta mucha mano izquierda, muchos detalles. Si esta noche obtenemos los resultados que esperamos, tal vez pueda haber paz en la familia.

—Eso es lo único que deseo, Johnny.

—Y un lugar para ti en la mesa.

—No persigo eso —dice Scachi—. Solo amo a mi familia, Johnny. Amo esta cosa nuestra. Quiero verla fuerte, unida.

—Eso es lo que deseamos también nosotros, Sally.

—Tengo que ir a comprobar cómo va todo —dice Sal.

—Claro —dice Johnny Boy—. Ahora ya puedes llamar al rey y decirle que puede hacer su entrada, ahora que han llegado los súbditos.

—Escucha, esa es la clase de actitud...

Johnny Boy ríe.

—Feliz Navidad, Sal.

Se abrazan e intercambian besos en las mejillas.

—Feliz Navidad, Johnny. —Sal se pone el abrigo, a punto de salir—. Por cierto, Johnny...

—¿Sí?

—Feliz Año Nuevo, joder.

Sal sale bajo el toldo. Una noche de puta pena. Caen cortinas de lluvia, que amenazan con convertirse en una tormenta de hielo. El trayecto de vuelta a Brooklyn será la hostia en verso.

Saca el pequeño walkie-talkie del bolsillo del chaquetón, lo sostiene bajo el cuello pegado a su boca.

—¿Estás ahí?

—Sí —dice Callan.

—Voy a llamar al jefe para que entre —dice Sal—. El reloj se ha puesto en movimiento.

—¿Todo va bien?

—Tal como quedamos —dice Sal—. Tienes diez minutos, muchacho.

Callan se acerca a un cubo de basura. Tira el estuche dentro, desliza el arma bajo su abrigo y empieza a recorrer la Cuarenta y seis abajo.

Bajo la lluvia.

El champán se derrama de la copa.

Carcajadas y risas.

—Qué coño —anuncia Peaches—. Hay de sobra.

Llena todas las copas.

Nora levanta la suya. En realidad, no piensa beber, solo tomará un sorbo durante el brindis inminente. De todos modos, le gusta sentir el cosquilleo de las burbujas en la nariz.

—Un brindis —dice Peaches—. Hay momentos malos en la vida pero también muy buenos. Así que nadie esté triste en estas fiestas La vida es bella. Tenemos muchas cosas que celebrar.

En este tiempo de esperanza, piensa Nora.

Y entonces se desata el infierno.

Callan abre el abrigo y saca el arma.

Apunta a través de la lluvia torrencial.

Bellavia es el primero en verle. Acaba de abrir la puerta del coche para que el señor Calabrese baje, levanta la vista y ve a Callan. Hay un brillo de reconocimiento, y después de alarma, en los ojos porcinos del hombre, está a punto de preguntar «¿Qué estás haciendo aquí?», pero adivina la respuesta y lanza la mano hacia su pistola, que guarda dentro del abrigo.

Demasiado tarde.

Su brazo queda destrozado cuando las balas de 9 milímetros Parabellum cosen su pecho. Cae contra la puerta abierta del Lincoln Continental negro, y después se desploma sobre la acera.

Callan vuelve el arma hacia Calabrese.

Sus ojos se encuentran medio segundo antes de que Callan vuelva a apretar el gatillo. El anciano se tambalea, y después parece fundirse con la lluvia hasta formar un charco.

Callan se yergue sobre los dos cuerpos caídos. Acerca el cañón a la cabeza de Bellavia y aprieta el gatillo dos veces. La cabeza de Bellavia rebota en el cemento mojado. Después Callan apoya el cañón en la sien de Calabrese y aprieta el gatillo.

Callan tira el arma, da media vuelta y camina hacia la Segunda avenida.

La sangre se cuela por el desagüe detrás de él.

Nora oye los chillidos.

La puerta se abre.

Los camareros entran gritando que han disparado a alguien fuera. Nora se levanta, como todos, pero sin saber por qué. No saben si salir corriendo a la calle o quedarse donde están.

Entonces, Sal Scachi entra a informarles.

—Todo el mundo quieto —ordena—. Han matado al jefe.

Nora se pregunta: ¿Qué jefe? ¿Quién?

Ahora el aullido de las sirenas ahoga todo lo demás, y pega un bote cuando...

Pop.

El corazón se le sube a la garganta. Todo el mundo se sobresalta cuando Johnny Boy, todavía sentado, sirve champán en su copa.

Un coche está esperando en la esquina.

La puerta trasera se abre y Callan sube. El coche gira hacia el este por la Cuarenta y siete, va hacia el FDR y se dirige a los barrios altos. Hay ropa nueva detrás. Callan se quita su ropa y se pone la nueva. Mientras tanto, el conductor no dice nada, se limita a abrirse paso con eficacia entre el tráfico brutal.

Hasta el momento, piensa Callan, todo marcha como habían planeado. Bellavia y Calabrese llegaron esperando encontrar la escena de un crimen, sus colegas brutalmente asesinados y el escenario preparado para el llanto y rechinar de dientes, y esperaban oír gritos de «Hemos venido para hacer las paces con nuestra familia».

Pero no era eso lo que Sal Scachi y el resto de la familia tenían en mente.

Si traficas, mueres, pero si no traficas también mueres, porque ahí residen el dinero y el poder. Y si permites que las demás familias se queden con todo el dinero y el poder, te encuentras abocado al suicidio. Ese era el razonamiento de Scachi, y era el correcto.

Por lo tanto, Calabrese tenía que desaparecer.

Y Johnny Boy tenía que convertirse en rey.

—Es algo generacional —había explicado Sal Scachi durante su largo paseo por Riverside Park—. Fuera lo viejo, adelante con lo nuevo.

Las cosas tardarán un tiempo en calmarse, por supuesto.

Johnny Boy negará cualquier implicación, porque los capos de las otras Cuatro Familias, o lo que queda de ellas, jamás aceptarían que hubiera hecho esto sin su permiso, que jamás le habrían concedido. («Un rey —le había sermoneado Scachi—, nunca sancionará el asesinato de otro rey.») Así que Johnny Boy jurará perseguir a los mamones traficantes de drogas que mataron a su jefe, y habrá algunos recalcitrantes leales a Calabrese que tendrán que seguir a su jefe al otro mundo, pero las cosas se calmarán al final.

Johnny Boy permitirá a regañadientes que le elijan como nuevo jefe.

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