Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
Después el tallador de sangre siguió a su víctima, el largo cuello extendido hacia adelante y los faldones nasales unidos en una cuña, descendiendo sobre ella para terminar su trabajo del día.
La caída de Anakin fue amortiguada por una isla de la gruesa espuma hedionda que derivaba sobre el lago de gusanos. Se hundió lentamente en ella, liberando más gases tóxicos hasta que una repentina emisión de amoníaco hizo que recuperara el conocimiento. Le escocían los ojos. El golpe recibido en la cabeza había aflojado sus anteojos y su respirador.
Primero lo primero. Anakin desplegó las alas y se desabrochó el arnés, y después rodó sobre sí mismo para distribuir su peso a lo largo de las alas. Éstas actuaron sobre la espuma como raquetas para la nieve, haciendo que ya no se hundiera tan deprisa en ella como hasta hacía unos momentos. De todas maneras las alas se habían doblado, y aunque hubiera logrado liberarlas de la masa espumeante tampoco hubiese podido utilizarlas.
El tallador de sangre acababa de asesinarlo. El que la muerte no fuera a darse prisa en llegar no suponía ningún alivio de su certeza. La gran isla de amarillo pálido ondulaba con el subir y bajar de un sinfín de cuerpos calientes. Un constante crepitar llegaba de todas partes: burbujas que reventaban entre el líquido. Y Anakin oyó un sonido todavía más siniestro, suponiendo que eso fuera posible: el lento siseo de los gusanos reptando unos sobre otros y deslizándose alrededor de sus congéneres.
Anakin apenas podía ver. «Estoy perdido.» Desplegar sus sentidos para establecer contacto con la Fuerza lo tranquilizaría, pero aún no había alcanzado el punto de su adiestramiento que lo volvería capaz de levitar, al menos no más de unos centímetros.
A decir verdad, Anakin Skywalker se sentía tan mortificado por su falta de atención, tan avergonzado de las acciones que lo habían llevado allí, al pozo, en primer lugar, que su muerte parecía ocupar un lugar secundario con respecto a fracasos mucho más grandes.
Por mucho que Qui-Gon Jinn hubiera opinado lo contrario, Anakin no estaba hecho para ser un Jedi. Yoda y Mace Windu siempre habían estado en lo cierto.
Pero la acida conciencia de su propia estupidez no requería que además aceptara nuevos insultos. Anakin percibió el silencioso vuelo del tallador de sangre a unos metros por encima de él mientras la criatura se inclinaba tranquilamente para asestar un segundo golpe.
La venganza no tiene cabida en los pensamientos de un Jedi. Pero el cerebro de Anakin estaba funcionando a plena potencia, con sus procesos mentales clarificados por el dolor de su cráneo y el sordo palpitar de su brazo. El tallador de sangre sabía quién era y de dónde venía: ser llamado esclavo era una coincidencia demasiado grande, sobre todo encontrándose tan lejos de los sistemas sin ley de la periferia donde la esclavitud era común. Alguien andaba detrás de Anakin específicamente o de los Jedi en general.
El muchacho no creía haber atraído mucha atención a lo largo de su corta vida, o que su sola persona fuese digna de atraer el interés de un asesino. Parecía mucho más probable que el Templo estuviera siendo vigilado y que algún grupo esperara poder acabar con los Jedi uno por uno, escogiendo a los más débiles y expuestos como primeros blancos.
«Y eso quiere decir yo...»
El tallador de sangre era una amenaza para las personas que habían liberado a Anakin de la esclavitud, aceptándolo entre ellos para darle una nueva vida lejos de Tatooine. Si estaba condenado a no ser un Jedi, e incluso a no llegar a la edad adulta, al menos podía eliminar una amenaza contra aquella Orden tan valiente como necesaria.
Anakin se ajustó el respirador, aspiró una bocanada de aire filtrado y examinó su vacilante plataforma. Un soporte de ala podía ser arrancado y blandido como arma. Se inclinó cautelosamente, equilibrando su peso, y aferró el delgado soporte. Resistente durante el vuelo, el soporte cedió a la presión descentrada que estaba ejerciendo Anakin, y sus manos lo torcieron de un lado a otro hasta que acabó partiéndose. En el extremo opuesto, allí donde las alas encajaban con el rotador, Anakin volvió a doblar el metal con unos rápidos golpes de su pie y después arrancó el soporte y le quitó la resbaladiza envoltura lubricante. La bola del rotador le proporcionó un buen garrote.
Pero la estructura de las alas en su totalidad pesaba menos de cinco kilos. El garrote pesaría unos cien gramos. Anakin tendría que impulsarlo con todas sus fuerzas para obtener un impacto significativo.
El tallador de sangre volvió a caer sobre él con las piernas encogidas hacía atrás y los brazos triplemente articulados colgando hacia abajo como los pedipalpos de un garra veloz de Naboo.
Estaba totalmente concentrado en el padawan.
Lo cual quería decir que estaba cometiendo el mismo error que había cometido Anakin.
Con una súbita punzada de esperanza y alegría, Anakin vio a Obi-Wan volando por encima del tallador de sangre. Su maestro extendió el haz de su espada de luz mientras se precipitaba sobre las alas del atacante con los pies por delante, partiéndolas tan fácilmente como si estuvieran hechas de paja.
Dos mandobles de la hoja zumbante y las puntas exteriores de las alas del tallador de sangre se desprendieron de la estructura.
El tallador de sangre soltó un grito ahogado y rodó sobre su espalda. El combustible de los depósitos de las puntas de sus alas se inflamó y lo hizo girar en una rueda resplandeciente, elevándolo bruscamente casi veinte metros antes de consumirse con un último chisporroteo.
Cayó sin ningún sonido y se hundió en el lago a unos doce metros de distancia, levantando un pequeño y reluciente surtidor de aceitosas siliconas. Fantasmas de metano consumido se agitaron sobre él durante unos momentos.
Obi-Wan se recuperó y alzó las alas justo a tiempo para no acabar sumergido hasta la cintura en el lago. La expresión que había en su rostro mientras desactivaba la espada de luz era puro Obi-Wan: paciencia y una leve exasperación, como si Anakin acabara de fallar una prueba de deletreo.
Anakin fue hacia su maestro para ayudarle a no perder el equilibrio.
— ¡Mantén las alas lo más altas que puedas! —gritó.
— ¿Por qué? —preguntó Obi-Wan—. No puedo sacarnos a los dos de este lío.
— ¡Todavía me queda combustible!
—Y a mí apenas me queda. Estos horribles artefactos son muy difíciles de controlar.
— ¡Podemos combinar nuestro combustible! —dijo Anakin, con la parte superior de la cara y los ojos brillando en la penumbra lechosa.
El lago onduló alarmantemente. Un reluciente tubo gris plateado que tendría el grosor de cuatro brazos se arqueó por encima de la sopa de siliconas junto al borde de su insustancial isla de espuma. Su piel estaba llena de restos de basura adheridos, y su flanco estaba surcado por una línea de ojillos negros envueltos en una apretada red de líneas azules.
Los ojos que flotaban sobre pequeños zarcillos los examinaron con intensa curiosidad. El gusano parecía estar preguntándose si eran dignos de ser comidos.
E incluso en aquel momento, Anakin contempló las relucientes escamas-trofeo que destellaban sobre el cuerpo del gusano. «Las mejores que he visto... ¡Tan grandes como mi mano!»
Obi-Wan se estaba hundiendo rápidamente. El Maestro Jedi parpadeó entre la calima de niebla de siliconas y gases tóxicos que los estaba envolviendo.
Anakin se inclinó con toda la delicadeza y sentido del equilibrio de que era capaz y separó los cilindros de combustible de sus alas, asegurándose de que no desconectaba los tubos de alimentación de los reactores exteriores y de que pellizcaba sus boquillas para obturarlas.
Obi-Wan se concentró en no seguir hundiéndose en aquella espuma pegajosa.
Otro arco de segmento de gusano del grosor y la altura de una pasarela para peatones surgió del lago con un chillido líquido al otro lado de la cada vez más reducida plataforma. Más ojos los contemplaron. El arco tembló como si estuviera siendo presa de una nerviosa expectación.
—Nunca volveré a ser tan estúpido —jadeó Anakin mientras sujetaba los depósitos a las alas de Obi-Wan.
—Díselo al Consejo —replicó Obi-Wan—. Porque si logramos hacer seis cosas imposibles en los próximos dos minutos, estoy seguro de que tendremos que comparecer ante el.
Los dos segmentos de gusano vibraron al unísono y sisearon a través de la silicona como cabos bruscamente estirados, con lo que demostraron ser una sola y larguísima criatura que se alzó por encima de ellos. Más anillos los rodearon: otros gusanos, todavía más grandes. Obviamente, los Jedi —maestro y aprendiz— parecían sabrosos, y se había iniciado toda una competición. Los segmentos ondularon hacia atrás y hacia adelante para chocar con los bordes de la isla. La espuma se alzó en surtidores siseantes, hasta que la superficie de sustentación disponible quedó reducida a un pequeño tapón.
Anakin puso la mano sobre el hombro de Obi-Wan.
—Eres el más grande de todos los Jedi, Obi-Wan —se apresuró a decirle.
Obi-Wan miró fijamente a su padawan.
— ¿No podrías darnos un empujoncito...? —suplicó Anakin—. Ya sabes, hacia arriba.
Obi-Wan así lo hizo y Anakin conectó los reactores en el mismo instante en que se elevaban.
La sacudida no le impidió extender los dedos hacia una curva de piel de gusano y agarrar una escama. Sin que supieran muy bien cómo, lograron llegar al primer escudo y entraron en la corriente ascendente de un contenedor disparado por el cañón. Dando tumbos mientras eran tan violentamente sacudidos de un lado a otro que casi perdieron el conocimiento, fueron arrastrados a través de un agujero.
Obi-Wan sintió los bracitos de Anakin alrededor de su cintura.
—Si es así como se hace... —comenzó a decir el muchacho. Después algo (¿la recién descubierta capacidad de levitar de su padawan, tal vez?) los elevó a través del siguiente escudo como si reposaran sobre la palma de una mano gigantesca.
Obi-Wan nunca se había sentido tan cerca de una conexión tan poderosa con la Fuerza, ni en Qui-Gon ni en Mace Windu. Ni siquiera en Yoda.
— ¡Creo que lo vamos a conseguir! —exclamó Anakin.
—
L
as oportunidades son ilimitadas —dijo Raith Sienar mientras andaba junto al parapeto de la factoría.
El comandante Tarkin de la Fuerza de Segundad de las Regiones Exteriores de la República andaba junto a él. Los dos hombres habrían podido ser hermanos. Ambos tenían treinta y pocos años. Ambos eran delgados y nervudos, con frentes huesudas y muy arqueadas, penetrantes ojos azules, rostros aristocráticos y una manera de ser que hacía juego con ellos. Y ambos llevaban las túnicas reservadas a los que gozaban del favor de los senadores, las cuales indicaban que sus portadores habían prestado servicios extraordinarios al Senado durante la última década.
— ¿Hablas de la República? —preguntó Tarkin con más que una sombra de desdén.
Su adiestramiento —puesto que procedía de una antigua familia militar sólidamente establecida— daba a su voz un filo particularmente cortante en el que la diversión se confundía con el hastío.
—En absoluto —dijo Sienar, sonriendo a su viejo amigo. Debajo del parapeto, cuatro naves de Proyectos Avanzados no tardarían en estar terminadas, negras, esbeltas y más pequeñas que los modelos anteriores, y realmente muy veloces—. La República lleva siete años sin ofrecerme un contrato realmente interesante.
— ¿Qué me dices de ésas? —preguntó Tarkin.
—Contratos privados con la Federación de Comercio, varias empresas mineras y otras grandes corporaciones. Muy lucrativas, con tal de que no venda mis mejores armas a los compradores equivocados. Equipo con armamento cada nave que fabrico, como sin duda sabes. De esa manera obtengo muchos más beneficios, pero a veces también puede traerte ciertas complicaciones. Por eso mantengo lo mejor en reserva... para mis clientes más generosos.
Tarkin sonrió ante su respuesta.
—En ese caso quizá tenga noticias que podrían serte de utilidad —dijo—. Acabo de asistir a una reunión secreta. El canciller Palpatine por fin ha conseguido forzar una decisión sobre el incidente de Naboo. Las fuerzas de segundad de la Federación de Comercio no tardarán en ser dispersadas. Durante los próximos meses, serán integradas en las fuerzas de la República y puestas a disposición del Senado. Todos obedecerán, Minería Exterior incluida, o de lo contrario tendrán que enfrentarse a una respuesta militar centralizada y mucho más poderosa. —Tarkin utilizó un pequeño telescopio manual para examinar los detalles de las nuevas naves. Cada una medía veinte metros de longitud, y sus aletas terminaban en gruesas toberas refrigerantes. Los compartimientos eran compactos, esféricos y nada lujosos—. Si son tu principal fuente de ingresos, ahora tu posición se verá... ¿Digamos que un poco comprometida?
Sienar inclinó la cabeza hacia un lado. Ya había oído hablar del decreto del canciller Palpatine.
—La Federación de Comercio dispone de grandes reservas de dinero, y admito que me proporciona muchos más contratos interesantes de lo que lo ha hecho la República, pero sigo teniendo amistades en el Senado. Echaré de menos los contratos de la Federación de Comercio, pero la Federación seguirá siendo una influencia con la que hay que contar en el futuro inmediato. En lo que concierne a la República... Bueno, sus especificaciones no son ni inspiradas ni una gran fuente de inspiración para mí. Y cuando acepto un contrato de la República, me veo obligado a trabajar con los viejos ingenieros en los que confían los senadores. Espero que eso cambie.
—He oído decir que no te tienen en gran estima. Los criticas demasiado libremente, Raith. Cuando tus clientes actuales pasen a la historia, ¿has pensado en recurrir a los subcontratos? —preguntó Tarkin en un tono ligeramente burlón.
Sienar agitó sus dedos delgados como patas de araña.
—Espero que estarás dispuesto a admitir que soy muy versátil. Después de todo, hace diez años que nos conocemos.
Tarkin le lanzó una mirada cuyo significado no podía estar más claro. «Oh, por favor...», parecían estar diciéndole sus ojos.
—Aún soy joven, Raith. No me hagas sentir viejo. —Fueron hacia el final del parapeto y siguieron por una pasarela suspendida que llevaba a una sala octagonal de paredes de transpariacero suspendida a treinta metros por encima del suelo de la factoría—. Discúlpame, pero esas naves me parecen cazas avanzados. Y además son muy bonitas.