Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
Yoda le había planteado la situación de manera bastante solemne hacía unos meses mientras estaban acuclillados delante de un fuego de carbón de leña sobre el que se cocían unas cuantas lonchas de wurr y pan de shoo en la pequeña habitación de techo bajo del joven Jedi. Yoda se disponía a dejar Coruscant para atender ciertos asuntos que no eran de la incumbencia de Obi-Wan, y puso fin a un largo silencio pensativo diciendo:
—A un problema muy interesante te enfrentas, y de esa manera a él todos nos enfrentamos, Obi-Wan.
Obi-Wan, siempre cortés, inclinó la cabeza como si no fuera consciente de que hubiese ningún problema.
—El elegido Qui-Gon nos dio a todos, sin que haya sido probado y estando lleno de miedo, y tuyo es para salvarlo. Y si no lo salvas...
Después Yoda no le había dicho nada más acerca de Anakin. Las palabras de Yoda resonaron en los pensamientos de Obi-Wan mientras cogía un taxi aéreo para ir a la periferia del Distrito del Senado. El trayecto sólo duró unos minutos, con vertiginosos giros y maniobras a través de centenares de niveles de tráfico y carriles más baratos de velocidad limitada.
Aun así, Obi-Wan temía que el taxi no estuviera yendo lo bastante deprisa.
* * *
El pozo se extendió ante Anakin cuando salió a la plataforma que había debajo del túnel. Los otros tres participantes en aquel vuelo intercambiaron codazos y empujones en un intento de ver mejor. El tallador de sangre fue particularmente brusco con Anakin, quien había esperado poder reservar todas sus energías para el vuelo.
«¿Qué demonios le pasa?», se preguntó el muchacho.
El pozo tenía dos kilómetros de anchura
y
tres de profundidad desde la cara superior del último escudo acelerador hasta las tinieblas del fondo. Aquel viejo conducto de mantenimiento había sido construido justo encima del segundo escudo acelerador. Alzando la cabeza y entrecerrando los ojos, Anakin pudo distinguir la cara inferior del segundo escudo, un gigantesco techo cóncavo atravesado por la complicada pauta geométrica de cientos de agujeros que le hicieron pensar en un colador puesto del revés en la cocina de Shmi en Tatooine. Pero cada agujero de aquel colador medía diez metros de diámetro. Centenares de haces de luz solar caían de los agujeros para atravesar la penumbra, actuando como relojes de sol para indicar la hora en el mundo desprotegido, muy por encima del túnel. Ya era más del meridiano.
Había más de cinco mil pozos de basura como aquél en Coruscant. La ciudad-planeta producía un trillón de toneladas de basura cada hora. Los residuos —escudos de fusión, núcleos hiperimpulsores consumidos y mil subproductos más de un mundo rico y altamente avanzado— eran demasiado peligrosos para que se los pudiera reciclar, por lo que eran llevados al distrito de los pozos. Allí los residuos eran metidos en contenedores que, tras ser sellados, viajaban a lo largo de carriles magnéticos hasta llegar a un inmenso cañón circular situado debajo del escudo inferior. Cada cinco segundos, una andanada de contenedores era expulsada del cañón por la detonación de varias cargas químicas. Después los escudos guiaban la trayectoria de los contenedores a través de sus agujeros, les proporcionaban un empujón extra mediante un campo tractor y los enviaban a órbitas minuciosamente controladas alrededor de Coruscant.
Hora tras hora, los navíos del servicio de basuras en órbita recogían los contenedores y los llevaban a las lunas exteriores para que fueran almacenados en ellas. Algunas de las cargas más peligrosas eran disparadas hacia el tenue resplandor amarillo del gran sol, donde desaparecerían igual que motas de polvo arrojadas al interior de un volcán.
Era una operación tan precisa como necesaria, llevada a cabo día tras día y año tras año con la puntualidad de un mecanismo de relojería.
Hacía cosa de un siglo, a alguien se le ocurrió convertir los pozos en un centro deportivo ilegal donde los jóvenes aspirantes a matones de los barrios violentos de Coruscant podían demostrar su temple en las profundidades muy por debajo de la resplandeciente ciudad superior. El deporte llegó a hacerse sorprendentemente popular en los canales de entretenimiento pirata que surtían a los apartamentos de élite, perdidos en las alturas de las torres próximas a las estrellas que elevaban sus moles por todo el mundo-capital. Las sumas de dinero generadas llegaron a ser lo bastante grandes para que algunos de los maestros de los pozos pudieran ser persuadidos de que hicieran la vista gorda, siempre que los participantes fueran los únicos que corrieran peligro.
Un contenedor de basura proyectado a través de los escudos aceleradores podía aplastar a una docena de corredores sin sufrir ningún desperfecto. El último escudo le proporcionaría el empujón corrector necesario para compensar la pérdida de unas cuantas vidas insignificantes.
Anakin contempló con tensa concentración la parpadeante luz de salto que relucía en el techo del túnel, apretando los labios y abriendo desmesuradamente los ojos mientras un tenue rocío de sudor cubría sus mejillas. En el interior del túnel hacía mucho calor. Podía oír el rugido de los contenedores y ver cómo sus motitas plateadas atravesaban los agujeros del escudo para poner rumbo hacia el siguiente nivel superior, dejando tras de sí estelas azules de aire ionizado.
La atmósfera del pozo, saturada de ozono y del olor a goma quemada producido por los lanzamientos del cañón, olía como un taller de generadores baratos.
El señor del túnel revoloteó hacia la salida para dar ánimos al próximo equipo.
— ¡Gloria y destino! —clamó el naplouseano, asestando una palmada al soporte que unía las alas de Anakin.
El muchacho mantuvo la concentración, tratando de percibir dónde estarían las corrientes en aquel nivel y en qué puntos se acumularían los pequeños remolinos de ascenso y hundimiento a medida que se formaban y giraban entre los escudos. El ozono siempre alcanzaría su máxima concentración en las áreas donde los vientos serían más intensos y peligrosos. Y por cada andanada de contenedores que atravesaba los escudos siguiendo una formación minuciosamente prefijada, no tardaría en haber otra que seguiría una serie cuidadosamente calculada de rutas alternativas.
«Es muy fácil. Como volar entre una tormenta de la que llueven gotas de acero...»
Los contrincantes de Anakin ocuparon sus puestos en la salida del túnel, disputándose la mejor posición en la plataforma. El tallador de sangre empujó al muchacho con la punta azabache de su ala derecha. Anakin la apartó de un manotazo y mantuvo la concentración.
El naplouseano alzó su extremidad-cinta, la punta enroscándose y extendiéndose en un rápido temblor de expectación.
El tallador de sangre ocupó su puesto a la izquierda de Anakin y cerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas. Sus faldones nasales repletos de diminutas cavidades sensoriales latían y vibraban, barriendo el aire en busca de pistas.
El naplouseano emitió una especie de ronco gemido —su manera de maldecir— y ordenó a los participantes que no se movieran. Un androide volador de mantenimiento estaba llevando a cabo un barrido de aquel nivel. Desde el lugar donde esperaban, el androide era visible bajo la forma de una motita, un punto minúsculo que zumbaba alrededor de la enorme circunferencia gris del pozo mientras lanzaba tenues notas musicales entre el rugido y los estridentes siseos de los contenedores.
Los administradores podían ser sobornados, pero los androides no. Tendrían que esperar a que aquél descendiera al nivel inferior.
Otra andanada de contenedores fue disparada a través de los escudos con un estruendo ensordecedor. Las estelas iónicas azuladas se enroscaron como serpientes fantasmales entre el disco cóncavo del escudo inferior y la masa convexa del escudo superior.
—Así vivirás un poco más de tiempo, pequeño muchacho humano que huele a esclavo —le susurró el tallador de sangre a Anakin.
* * *
En contra de todas sus inclinaciones personales, Obi-Wan había asumido la obligación de mantenerse al corriente de los pormenores de cuanto estuviera relacionado con las carreras ilegales en un radio de cien kilómetros alrededor del Templo Jedi. Anakin Skywalker, su pupilo, su responsabilidad, era uno de los mejores padawans del Templo y hacía honor con creces a la promesa que Qui-Gon Jinn había percibido en él, pero como para compensar esa promesa aportando una especie de contrapeso a las sorprendentes capacidades del muchacho, Anakin se veía obligado a cargar con un peso equivalente en defectos.
Su búsqueda de la velocidad y la victoria seguramente era el más irritante y peligroso de ellos. Qui-Gon Jinn tal vez hubiera alentado esa faceta del carácter del muchacho permitiéndole correr por su libertad, tres años antes, en Tatooine.
Pero Qui-Gon ya no estaba allí para poder justificar sus acciones.
¡Cómo echaba de menos Obi-Wan la impredecible energía de su maestro! Qui-Gon había impulsado a su joven discípulo a dar lo mejor de sí mismo mediante lo que al principio parecían ser meras observaciones sarcásticas, a pesar de que después siempre acababan resultando ser profundas lecturas de su situación.
Bajo su guía, Obi-Wan se había convertido en uno de los Caballeros Jedi más capaces y sensatos del Templo. Pese a todos sus talentos, de muchacho Obi-Wan se parecía bastante a Anakin: él también había sido terco y se enfadaba con facilidad. Obi-Wan no tardó en encontrar el centro tranquilo de su lugar en la Fuerza, y actualmente prefería llevar una existencia lo más tranquila y ordenada posible. No soportaba que hubiera conflictos dentro de sus relaciones personales. Con el paso del tiempo, Obi-Wan llegó a ser el centro estable y Qui-Gon se convirtió en el factor impredecible. ¡Cuántas veces había pensado que aquella relación tan bruscamente invertida que mantuvo con Qui-Gon había vuelto a invertirse una vez más, ahora con Anakin!
Siempre había dos, maestro y padawan. Y en el Templo a veces se decía que las mejores parejas eran aquellas cuyos integrantes se complementaban el uno al otro.
Después de un momento particularmente difícil, Obi-Wan se juró que en cuanto hubiera quedado libre de Anakin se recompensaría a sí mismo con un año de aislamiento en un planeta desierto, lejos de Coruscant y de cualquier padawan que pudieran asignarle. Pero eso no le impidió seguir cumpliendo con exigente pasión sus obligaciones hacia el muchacho.
Dentro del radio de travesuras potenciales de Anakin había dos pozos de basura, y uno era tristemente famoso por las competiciones de zambullidas en los pozos que se celebraban dentro de él. Percibir la presencia de Anakin nunca resultaba demasiado difícil. Obi-Wan escogió el pozo más próximo y subió el tramo de escaleras de mantenimiento hasta llegar a la pasarela de observación para los ciudadanos de los niveles superiores que había en lo alto.
Corrió a lo largo de la balaustrada que, al ser la hora central del período laboral de los burócratas vespertinos, se hallaba desierta. Obi-Wan apenas prestó atención al quejumbroso rugido de los contenedores que surcaban el aire con rumbo al espacio. Los estampidos sónicos resonaban cada pocos segundos, estruendosos en la balaustrada, pero rápidamente amortiguados por barreras dispuestas en ángulo antes de que hubieran tenido tiempo de llegar a los edificios circundantes. Buscaba el turboascensor que lo llevaría a los niveles inferiores, a las cámaras de alimentación abandonadas y los túneles de mantenimiento dentro de los que se organizaban las carreras.
Ningún vehículo aéreo podía circular por encima del pozo. Las distintas rutas para el tráfico aéreo que zumbaban continuamente sobre Coruscant como otras tantas capas de la malla de una red eran desviadas en la periferia del corredor de lanzamiento, dejando un obvio camino despejado hacia los estratos superiores de la atmósfera y al espacio que se extendía por encima de ellos. Pero dentro de aquel cilindro de aire desierto, ocupado únicamente por contenedores de residuos tóxicos que ascendían rápidamente, los agudos ojos de Obi-Wan no tardaron en localizar a un androide de observación suspendido en el vacío.
No era un androide de los servicios ciudadanos, sino un modelo difusor de apenas veinte centímetros de diámetro del tipo que utilizaban los equipos de filmación de los canales de entretenimiento. El androide describía círculos alrededor del perímetro, dispuesto a alertar de la llegada de cualquier policía o androide de las fuerzas de la ley. Obi-Wan buscó, y encontró, seis pequeños androides más que montaban guardia sobre el escudo superior.
Tres de ellos volaban en formación sobre una cúpula situada a menos de cien metros del lugar en el que se encontraba Obi-Wan.
Aquellos androides estaban vigilando un punto de huida probable para los equipos de filmación en el caso de que algún agente de las fuerzas metropolitanas decidiera, por la razón que fuese, hacer caso omiso de sus sobornos y acabar con las carreras.
Y sin duda indicaban la posición del turboascensor que Obi-Wan tendría que tomar para encontrar a Anakin.
La próxima zambullida había tenido que ser pospuesta hasta que los observadores estuvieron seguros de que el androide de vigilancia del pozo había pasado al nivel inmediatamente inferior. Aquel inesperado retraso había puesto muy nervioso al señor del túnel, y el aire no tardó en quedar impregnado por su nauseabundo olor.
Anakin recurrió a .su disciplina de padawan e intentó ignorar el hedor al tiempo que seguía centrando su atención en el espacio entre los escudos. Podían saltar en cualquier momento, y tenía que conocer las corrientes de aire y percibir la pauta seguida por los contenedores, que continuaban atravesando los agujeros del acelerador en un interminable desfile para ascender hacia el espacio y perderse en él.
El tallador de sangre no estaba ayudando. Su irritación ante el retraso parecía estar siendo canalizada hacia el muchacho humano que esperaba junto a él, y Anakin no tardó en verse obligado a organizar alguna clase de defensa para demostrar que era algo más que un mero accesorio escénico.
—No aguanto el olor a esclavo —dijo el tallador de sangre.
—Me gustaría que dejaras de decir eso —replicó Anakin.
Lo más próximo a un arma de que disponía era su pequeño soldador, que dadas las circunstancias no le serviría de mucho. El tallador de sangre le llevaba muchas decenas de kilos de ventaja al muchacho.
—Me niego a competir con una criatura inferior, un esclavo. Eso deshonra a mi pueblo y me deshonra a mí.