Me gustaría ayudarlo con la estructura del relato, y también —lo confieso— poder narrar aquí esa charla completa, más para mí que para ustedes, pero tengo demasiado presente
El Otro,
aquel cuento muy famoso en el que Borges, ya viejo, se topa con Borges joven en un banco de Cambridge, a la vera del río Charles, y el más viejo logra convencer al más joven de que son el mismo, y conversan sobre literatura.
Hubiera sido vergonzoso, entonces, ir hasta la cocina y conversar conmigo mismo, porque esta historia, que podría llamarse
El rincón blanco,
perdería muchísimo en comparación con la historia de
El Otro.
Mala suerte, hay cosas que ya no se pueden escribir mejor de lo que han sido escritas.
Pero ya que estaba allí, decidí recorrer un poco la casa a oscuras, intentando no hacer nada que pudiera parecer borgeano. Comencé a caminar hasta el comedor tanteando las paredes con las manos abiertas y los brazos extendidos, dando pasos temblorosos, sin darme cuenta de que, en mi afán de no imitar la escritura de Borges, estaba plagiando su forma de moverse por las casas.
Me reí solo, mientras sacaba del bolsillo un encendedor para darme un poco de luz y no parecer un ciego.
Ahora estaba de pie frente a la habitación de mi hermana. Entré con cuidado y acerqué el encendedor para verla dormir. Ella tendría doce años si yo tenía quince, y me sorprendió —al verla dormida— cuánto se parecía a mi hija. Ese descubrimiento, insospechado, fue quizás lo mejor del sueño, porque lo que viene después será mejor olvidarlo.
La cara interior de su puerta fue otro hallazgo feliz. Hacía años que se había borrado de mi memoria ese pastiche rosa, espantoso. Florencia, en su primera juventud, escribía frases en la madera y en el marco, con rotuladores de mil colores. Y también hacía dibujitos cursis.
—Si lo amas déjalo libre
—leí ahora—,
si regresa siempre fue tuyo y si no viene nunca lo fue
.
También había esta otra:
—Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos, sino mirar los dos a la misma dirección
—y ésta estaba rematada con unas flechas de colores lila, púrpura y rosa fuerte, y un corazón partido por la última flecha. Mi hermana no tenía una puerta, tenía un blog de MSN.
No debí haberme regodeado tanto, porque cuando llegué a mi habitación de entonces se me cayó el alma al suelo. Yo era mucho peor que mi hermana; yo era directamente un farsante. Habría preferido mil veces ser cursi como ella y escribir cosas de amor en las puertas, en lugar de tener toda la habitación empapelada con afiches de escritores que jamás en la vida había leído.
¿Qué hacía esa foto de Lenin allí, con ese bigote absurdo? Y sobre todo, ¿por qué durante toda mi adolescencia yo estuve convencido de haber colgado una de Nietzsche? Regresaron, urgentes, mis deseos de entrar a la cocina, pero ya no para conversar conmigo al estilo borgeano, sino para cagar a trompadas al gordito pelotudo que estaba adentro.
Y lo habría hecho, con toda seguridad. Habría abierto la puerta de la cocina a patadas, me habría agarrado de mi camiseta de entonces con mis puños cerrados de ahora, me habría dicho que no fuera tan estúpido, que dejara de posar como un pavo real, que empezara de una vez por todas a disfrutar de la escritura en lugar de usarla como bandera, que escribiera menos, que escribiera solamente cuando me diera la gana y no cada puta noche como si de eso dependiera la salvación del mundo; me habría cacheteado, me habría pegado la cabeza contra la mesa hasta sacarme sangre, me habría hecho llorar por monigote y por pavo, de no haber sido porque escuché ruidos en la habitación de mis padres y me paralicé.
Algo, no sé qué, los había despertado.
Saqué apenas la cabeza de mi habitación adolescente y me quedé así, escondido, sin hacer un solo movimiento de más. Roberto salió primero y encendió la luz del
rincón blanco.
Era una luz tenue, azulada. Detrás apareció Chichita, haciendo con los brazos gestos de frío. Los dos eran mucho más jóvenes de lo que yo hubiera imaginado. Pero no fue eso lo que más me llamó la atención, sino que estaban vestidos como para salir.
—No hagas ruido que está Hernán despierto —dijo mi padre, señalando la cocina y el traqueteo de la Olivetti. Ella asintió.
Fue extraño. Yo me escondía de ellos, y ellos se escondían de mí. Mi padre comenzó a tantearse los bolsillos mientras Chichita se arreglaba, con un dedo, la pintura de labios en el espejo que estaba sobre el estante.
—¿Tenés una birome? —preguntó él, en un susurro.
Mi madre rebuscó en su cartera y le pasó una Bic azul sin decir palabra. Roberto abrió uno de los cajones del
rincón blanco
y sacó de allí una bolsa pequeña. Después descolgó el espejo pequeño y lo puso, boca arriba, en el estante. Chichita se acercó.
—A mí no me la hagás muy grande —dijo ella—, mejor guardá un poco y la llevamos.
—No, gorda, tomemos acá. No hagas cosas raras.
Roberto peinó dos rayas finas, del largo de un dedo índice, con la tarjeta amarilla del
Automóvil Club.
Después chupó el borde de la tarjeta y se pasó la lengua por los dientes. Vi a Chichita doblarse sobre el anaquel y aspirar con velocidad. Después él hizo lo mismo, pero más despacio. Cuando acabaron de tomar, mi padre guardó otra vez la bolsita en el cajón del armario, mi madre colgó el espejo en la pared y caminaron hasta la cocina sin entrar. Solamente me golpearon la puerta y me avisaron:
—Nos vamos a lo de Peti y Negra.
Me escuché a mí mismo, con una voz muy atildada, contestar:
—Bueno, yo después cierro.
Antes de salir a la noche de Mercedes, Roberto apagó la luz del
rincón blanco
y se revisó la nariz en el reflejo de la ventana.
Sigo sin saber si aquello fue un sueño barcelonés, o si de verdad estuve allí por arte de magia. Cuando les conté la historia a mis padres, la última vez que vinieron a España a visitar a Nina, fingieron divertirse mucho con la ocurrencia y cambiaron enseguida de tema. No lo sé. En el fondo, hubiera sido gracioso que, en aquellos tiempos, todos nos escondiéramos para drogarnos.
Yo también tenía que esperar a que ellos se fueran para dar rienda suelta a mis vicios. El mejor momento era el verano. Quedarse solo en una casa sin padres es, junto a ser invisible en el vestuario de las chicas, la situación más excitante en la adolescencia de un futuro escritor. No importa si la casa es propia o ajena. Lo importante es llamar pronto a todo el mundo y hacer fiestas interminables hasta el final del verano.
En Mercedes solamente nos quedábamos en el pueblo los peores, los que no estudiábamos nunca en invierno, los que teníamos que rendir docenas de materias. Nuestros padres, cansados de llorar por nuestra suerte en otoño, hartos de gritar y de sufrir por nuestra incapacidad de entender las matemáticas, la física y la química, decidían irse de todos modos a Mar del Plata y dejarnos en el pueblo
en penitencia,
estudiando. Lo importante, en esos casos, es fingir tristeza hasta último momento.
Todavía me salta el corazón de alegría cuando me recuerdo en patas, desde el zaguán, saludando a los viajeros que, subidos a un Ford Taunus lleno de valijas, emprendían el viaje a la Costa y me dejaban en paz:
—¡Adiós, mamá! —había que mantener hasta el final cara de compungido; eso costaba mucho—. ¡Chau, papá, no corras por la ruta! —la mano en alto, la alegría escondida—. ¡Hasta la vista, simpática hermana menor! —ella sabía que yo sería feliz en breve, que sería el dueño del mundo; ella me odiaba desde la calurosa ventanilla, pero no podía decir nada. Florencia, mi hermana, esperaba su turno de libertad, que llegaría dos años más tarde: por eso no levantaba la perdiz, aunque le hubiese encantado aguarme la fiesta y decir:
—¡Mamá, papá, el idiota está contento! —pero se mordía la lengua; no lo decía.
El auto se iba haciendo pequeñito por la calle Treinta y Dos, y mi mano seguía en alto desde la esquina. Una vez que el Taunus se convertía en un punto sin forma, yo cambiaba el gesto de mi rostro y bajaba la mano. ¡Ésa era la señal: bajar la mano! Entonces todos mis amigos se descolgaban de los árboles, se tiraban de los techos, o aparecían por debajo de las alcantarillas. Traían bolsas de dormir, damajuanas, dos mudas de ropa y una bolsa de porro. El Chiri, además, siempre venía con un palo, porque quería ser el primero en romperle un florero a Chichita.
Esas temporadas hubieran sido perfectas, pero siempre había dos enemigos al acecho que también se quedaban en Mercedes: la abuela Chola y Mabel. Mi abuela, que tenía llave de casa y vivía a la vuelta, era la mismísima representación de la crítica literaria. Podía aparecer siempre, en cualquier momento del día o de la noche, a ponerle
peros
a las buenas historias. Y Mabel era la señora que venía a limpiar, los lunes a las siete de la mañana, justo cuando la fiesta del domingo empezaba a ponerse buena.
No teníamos una estrategia muy clara para librarnos de ellas, sobre todo porque vivíamos borrachos o drogados y era imposible actuar con lucidez. A la abuela Chola, por lo general, decidíamos trabarle la puerta desde adentro, para que no pudiera entrar. Ella nos espiaba desde la ventanita de la puerta, veía fragmentos del caos, pero el resto se lo tenía que imaginar:
—¡Abrime, nene! —me decía, tratando de hacerse oír por encima de la música y los gritos.
Mi abuela paterna era una vieja original, de fábrica. De las vestidas sin estridencia, de las abocadas a la labor del punto cruz. Ya no queda ni una vieja original en las grandes ciudades, y en breve no las habrá tampoco en el mundo entero, por culpa de la mujer actual, que, con tal de no envejecer, prefiere inyectarse botulismo. Mi abuela Chola, y casi todas las de aquella época, poseía una especie de saber oculto, rústico y efectivo, para todos los males: los del cuerpo, los del corazón y los del alma. Sabía solucionar un dolor de muelas con la ayuda de un sapo, por ejemplo, magia que la vieja moderna ya no practica. Sabía mezclar yema de huevo, azúcar y vino de misa para alegría de los nietos; ahora las viejas les compran chicles. Sabía utilizar la experiencia de los años, no la avergonzaba el calendario.
—¡Volvé después, abuela, que estoy estudiando! —le decía yo, apareciendo desde algún lado con un gorro militar en la cabeza.
Eran tiempos en que todavía podíamos ver por la calle a señoras mayores con canas. Hace ya mucho que no veo una cana verdadera, de mujer, por ninguna parte. No sólo eso; las viejas actuales vuelven de la peluquería con colores estrambóticos: rojos zanahoria, amarillos fluorescentes, infinitas variantes del castaño con reflejos y, desde no hace mucho, una especie de azul metalizado que las hace parecer, además de más viejas, un poco extraterrestres o incluso borrosas; como si les hubieran envuelto el pelo para regalo. Por culpa de ese peinado horroroso, al que le llaman
la permanente
y que sin embargo no les dura nada, hoy resulta casi imposible reconocer de atrás a una vieja. Todas son iguales. ¿Por qué ya no tejen escarpines, ni bordan mantillas, ni cuentan historias de aparecidos? ¿Por qué las abuelas de ahora, en lugar de a Gardel, escuchan a Julio Iglesias, y algunas a su hijo Enrique? (Las del pelo azul.) ¿Por qué ya no se espantan las señoras mayores con los chistes picantes, sino que hasta son capaces de contarlos en la sobremesa, sin gracia siempre, sólo para sacar patente de desprejuiciadas? ¿Por qué nuestros hijos habrán de privarse de la calidad de las abuelas que yo tuve, y padecer en cambio a otras que prefieren divorciarse antes que enviudar como dios manda?
—Ni bien llame tu padre se va a enterar —decía la abuela Chola, por la mirilla, intentando en vano hacer funcionar su llave y entrar en casa—. ¿Qué están haciendo ahí dentro? ¿Cuántos hay?
—Solamente yo y el Chiri, abuela —gritaba desde adentro el Negro Meana.
La vejez femenina natural, en estos tiempos, sólo crece bajo el amparo de la pobreza. Únicamente vemos el verdadero rostro de una anciana en la mujer que no tiene el capital suficiente para pintarse como una puerta, o para ponerse colágeno. Ya no es vieja la que quiere, sino la que no puede impedirlo. Estamos en camino, muy cerca ya, de que la vejez sea un síntoma inequívoco de miseria, no de sabiduría o dignidad. Ya no les importará a estas señoras ir con la frente bien alta por la calle, pero sí bien tersa. Por los fragmentos que alcanzo a oír cuando hablan entre ellas, las viejas de hoy tienen preocupaciones banales, sin sustancia y casi siempre reproducen una charla anodina y ramplona. Ya no saben curar el empacho, ni tirar el cuerito, ni cantar viejos tangos irrecuperables, ni fajar con un poncho los pies de una criatura para que duerma por la noche de un tirón. Las viejas actuales únicamente repiten como loros las nuevas tendencias falsas de las revistas de la peluquería, y desean, más que ninguna otra cosa en este mundo, que nadie sepa nunca la verdadera edad de su vejez. Para peor, la mercadotecnia les sigue la corriente: las telenovelas actuales ya no están confeccionadas para la anciana venerable de ayer, para mi abuela Chola, que buscaba un romanticismo angelical para pasar la tarde, sino para la vieja recauchutada de hoy, para las señoras degeneradas que pululan en este tiempo. Ahora las telenovelas ponen muchachos semidesnudos, untados en aceite, en lugar del recio galán de bigote fino. La vieja de hoy es un monstruo alimentado por la televisión vespertina, y me temo que es poco lo que podemos hacer para salvar a nuestros hijos de su cercanía.
Las pocas viejas sensatas que todavía quedan (lo mismo que el koala y el Ford Taunus) se irán extinguiendo en la soledad de los geriátricos y en los pueblos chicos, y sólo quedarán estas otras, las siliconadas, las lectoras de best-sellers de quince pesos, las sexuadas, las contemporáneas, las de los perfumes penetrantes, las compradoras de teletienda, las que ven en sus nietos no una segunda oportunidad, sino un dedo que las humilla o las delata. Y en no muchos años, las criaturas ya no sabrán que en el mundo había ancianas cocineras que empezaban a preparar el estofado cuatro horas antes, ancianas reales con canas y trucos para el mal de amor, cebadoras de los primeros mates dulces, que recitaban coplas antiguas y las repetían mil veces por las tardes de la infancia y que ya son coplas inolvidables.
Negrito, ¿querés café?
No, mama, que me hace mal,
¿Y entonces, qué querés?
Chocolate, pal carnaval.