Coplas incluso inolvidables treinta años después, cuando el niño ya no es un niño ni vive a la vuelta, ni puede ya despedirse, ni sacar la llave para dejarla entrar. Para dejarla ser inoportuna una última vez.
En cambio la llegada de la mucama Mabel, aunque también inoportuna, era necesaria. Alguien tenía que limpiar toda la mugre del fin de semana, y estaba clarísimo que no seríamos nosotros. Entonces yo decidía dejar abierta la puerta los lunes a la madrugada, para que la doméstica entrase a hacer la cocina, a repasar el baño y más que nada a limpiar los vómitos, que a nosotros nos daba mucho asco.
El verano del ochenta y ocho un amigo flamante (mientras yo dormía) la echó de casa:
—Está despedida —le dijo.
Mabel no quiso venir nunca más. En marzo mi madre fue hasta a su casa a preguntarle por qué estaba tan ofendida, y Mabel le dijo:
—Un amigo de su hijo me echó.
El regreso de los Casciari, quince o veinte días después, resultaba siempre problemático. Ellos llegaban con alfajores havanna, tostados, felices, deseando encontrarse con sus camas, su baño, sus cosas…, y la cara se les iba descomponiendo de angustia conforme iban interpretando el desastre.
—¡Mamá! —gritaba mi hermana—. ¡Mi diario íntimo está abierto!
—¡La caja fuerte también! —informaba mi padre.
—¿Dónde está Hernán? —preguntaba mi madre.
Pero yo no estaba: por suerte los padres de Talín se tomaban siempre la primera quincena de marzo, y las fiestas se trasladaban a su casa, y todos nos íbamos a emborrachar allí. Quince días más de libertad y sano esparcimiento… Mis problemas verdaderos empezarían el quince de marzo: otro año más de escuela, la citación del Regimiento, volver a ver la cara de mis padres (que me esperaban para matarme), y sobre todo, esa sensación de que se estaban empezando a acabar las grandes aventuras de la vida.
Nunca le dijimos a Chichita quién había sido el que, después de nueve años de servicio, había echado a la pobre Mabel, la empleada de nuestra casa. Pero ya es hora de que mi madre lo sepa. No voy a decir el nombre completo, pero es alguien que más tarde se casaría con mi hermana. No diré más que eso. O mejor sí. Voy a decir algo más porque la historia me encanta: seis meses antes el Chiri y yo estábamos en mi pieza de arriba escuchando Pescado Rabioso o algo de eso, mientras promediaba el año ochenta y ocho. Nos habíamos escapado de la clase de gimnasia, era una tardecita intrascendente de junio. Entonces, a la mitad de
A Starosta el Idiota,
suena el teléfono. Atiendo y del otro lado alguien dice un color y un apellido. Me pongo pálido. Tapo el auricular y le digo al Chiri, asustadísimo:
—¿Sabés quién llama? El Negro Sánchez.
El Chiri se ríe, incrédulo, porque es imposible. Al Negro Sánchez lo conocía todo el mundo en Mercedes, pero más que nada de mentas. No era famoso: era
tristemente célebre.
Nosotros, por supuesto, habíamos oído también sobre su leyenda, aunque jamás le habíamos visto la cara.
La leyenda decía que el Negro Sánchez, a los nueve años, había sido campeón provincial de tiro con pistola, y que desde entonces se había convertido en un chico fibroso, oscuro y demencial. A los quince ya tenía mala fama en todo el Oeste. A los dieciocho se había trenzado en peleas sanguinarias con tipos más grandes que él, y los había mandado, uno por uno, a la clínica Cruz Azul. Se decía que el Negro Sánchez no dejaba moretones: dejaba politraumatismo encefálico.
La tarde que llamó a casa por sorpresa,
La Leyenda
ya tenía casi veinticuatro años, y las cosas que se comentaban sobre él traspasaban todas las fronteras. Se decía que había matado a un señor a patadas en la cabeza, que había huido clandestino a Chile, y que había vuelto años después, y de noche.
Ahora vivíamos en la misma ciudad, pero en dimensiones diferentes de la ciudad: el Chiri y yo éramos dos loquitos sociables que andábamos siempre escribiendo guiones y tirándonos piedras en la plaza; y él, en cambio, ya se había convertido en un personaje marginal frente al que las viejas se persignaban mientras cambiaban de vereda.
El Chiri, por supuesto, pensó que el llamado intempestivo era una broma de mal gusto. Así que se fue al otro teléfono a escuchar la conversación, que fue corta.
—¿Sos el Gordo Casciari? —me dice la voz del Negro Sánchez, cavernosa. Yo trago saliva y digo que sí.
—Me estuve enterando que vos y el Chiri Basilis están haciendo un documental sobre Mercedes, para Telecable…
Digo que sí.
—Entonces los quiero ver en media hora en
La Recoba.
Búsquenme en la mesa de los espejos.
Digo que bueno, y me corta.
Nos quedamos quietos, el Chiri y yo, cada cual con su teléfono en la mano, y con los ojos como el dos de oro. (Años después, recordando esto, confesamos habernos sentido como si a Borges lo hubiera telefoneado don Nicanor Paredes.)
Salimos de casa sin hablar. Nueve cuadras en silencio. Llegamos a
La Recoba
y cogoteamos para el lado de las mesas. Una sombra nos levantó la mano. Ahí estaba: Pablo Alberto Sánchez en persona;
La Leyenda.
Él iba por el segundo whisky; el Chiri y yo pedimos dos cervezas y nos sentamos sin decir una palabra. Éramos conscientes de que nuestra historia, en ese momento de la tarde, estaba torciendo el rumbo para siempre.
A las dos horas de charla descubrimos que no. No nos habíamos encontrado con un mito viviente, sino con un tipo cansado de su fama pendenciera. O capaz que el hombre estaba en un día bajo, pero lo cierto es que no parecía la clase de criminal salvaje del que hablaba todo el pueblo. Se le había ocurrido una idea literaria, y nos la contó. Nosotros quedamos sorprendidos, y también aliviados: de momento, él no pensaba asesinarnos. Después quiso que le contáramos el proyecto de documental que estábamos filmando, y se interesó mucho en los detalles. Se notaba, con claridad, que tenía deseos intelectuales que no podía satisfacer en su ambiente marginal. Y que nos había elegido a nosotros para involucrarse con otra clase de gente, a ser posible desde el territorio de las ideas.
A nosotros lo que nos asombraba era su lucidez, pero sobre todo la oscuridad de donde provenía. Su inteligencia, mezclada con su epopeya, nos provocó fascinación durante años. Por eso, porque nos necesitábamos en ese momento de la vida, nos hicimos grandes amigos a una velocidad inusual, y hasta el día de hoy.
A la tarde siguiente volvimos a encontrarnos, pero esta vez nos fuimos directo para mi casa. Los tres. Eran las cuatro de la tarde de un día laborable (no hubiera llevado jamás al Negro Sánchez a casa con mis padres dentro). La que sí estaba era mi hermana Florencia, que tenía catorce años y estudiaba solfeo en el comedor, justo a esa hora.
Mi hermana me odiaba; a mí, y a todos mis amigos.
Entramos sigilosamente, y cuando íbamos a encarar derecho para mi pieza, el Negro Sánchez se quedó embobado con la música del piano y se metió al comedor sin pedir permiso. Yo temblé, porque mi hermana era muy inestable en aquella época, y era capaz de mandarlo a la mierda sin saber que era el Negro Sánchez, un tipo que había descuartizado gente por mucho menos que un insulto. El Chiri directamente cerró los ojos.
Mi hermana, al sentir presencias, dejó de tocar el piano y se dio la vuelta. Nos vio a los tres ahí parados, y dijo lo de siempre:
—¡Rajen de acá que estoy estudiando, estúpidos!
El Negro Sánchez la miró fijo a los ojos, y se acercó dos pasos. El Chiri y yo supimos entonces que había sido una mala idea traer a casa a un criminal para hablar de literatura. Lo supimos, como casi todo en la vida, demasiado tarde. El Negro Sánchez seguía mirando a mi hermanita de catorce años a los ojos, y ella a él. Durante un siglo el silencio de todo Mercedes hizo equilibrio en la línea recta de esas dos miradas. Entonces habló
La Leyenda:
—¿Cómo te llamás?
—Florencia —dijo mi hermana.
—Con tu hermano vamos a quedarnos acá en el comedor, Florencia —dijo el Negro Sánchez—. Así que mejor que toques el piano otro día. Ahora quiero que vayas a la cocina y me prepares un té.
Al revés de lo que esperábamos, mi hermana se levantó del taburete, hipnotizada, y salió en silencio para la cocina.
La Leyenda
se acomodó en el sillón, como si no hubiera ocurrido ningún milagro. Ni el Chiri ni yo podíamos creer de qué modo aquel hombre oscuro había amansado a la fiera.
Cinco minutos más tarde, mi hermana volvió con una taza de té, y se la dejó en la mesita sin decir ni pío. Tres años más tarde se casaron y se fueron de Mercedes. Ahora mi hermana y Pablo tienen cuatro hijos, viven en La Plata y son felices. Yo soy el padrino de Rebeca, la primera, que ahora tiene la misma edad que tenía mi hermana cuando se fue a prepararle un té a
la Leyenda.
La idea que nos contó el Negro Sánchez aquel día, en la mesa de los espejos de
La Recoba,
sigue siendo todavía, para mí, un recurso muy original desde donde encarar una novela biográfica. Él quería escribirle cien cartas, a máquina, a las cien personas más importantes de su vida. Por eso nos había telefoneado: para pedirnos ayuda gramatical. Nos dijo que una vez escritas las cartas, iba a comprar cien sobres con cien estampillas, y se las iba a mandar por correo a los elegidos.
—Obviamente todas las cartas, si las pongo juntas una arriba de la otra —nos dijo— van a ser también mi autobiografía.
Un malevo de suburbio no habla así, pensamos con el Chiri. Un asesino que mata gente a patadas no tiene esas ideas buenísimas. Más tarde supimos que jamás había matado a nadie, pero en nuestras cabezas siempre quisimos olvidar esa corrección: preferíamos el rumor pueblerino a la verdad. Nos gustaba el prestigio de ser amigo de un tipo peligroso.
El Negro Sánchez nunca escribió aquellas cartas, pero en cambio se pasaba las tardes garabateando poesías en las servilletas de los bares. Verso libre. El primer poema que nos mostró tenía estos versos:
Lago,
anclado reflejo súbito de agua,
suerte de ojo tuerto,
cristal de la montaña.
Así de solo está este plato amor,
como dormido caracol
dentro de su equipaje.
Yo también escribía poesía en esos tiempos. Sonetos y verso libre. Pero no eran tan buenas como las de Sánchez. Escribía muchísimos poemas de diversa índole, y los escondía con habilidad para que mi papá no me pensara poco hombre. Siempre tuve mucho cuidado de que Roberto no sospechara cuáles eran mis verdaderas inclinaciones, por eso iba sin quejarme a rugby, a básquet, a tenis, a voley y a cualquier cosa con pelota, durante sacrificados años. Pero igual, entre los torneos provinciales y los viajes a otros clubes bonaerenses, yo seguía escribiendo poesía. Y también miraba novelas en la tele:
Rosa de lejos, Los ricos también lloran, Herencia de amor, Un mundo de veinte asientos
e incluso —ya más para este lado—
Café con aroma de mujer
.
En mi casa había que cuidarse mucho de lo que veías, porque la ficción también era síntoma incontrastable de ser redondamente puto. En la tele, para ser hombre, había que ver fútbol, fórmula uno, básquet, tenis y turismo carretera. Mi mamá y mi hermana tenían derecho a las artes menores, pero no yo. Una tarde de domingo, sin embargo, mi papá me descubrió en un descuido tan grande, que desde entonces dejé de escribir versos y la vergüenza me dura hasta el presente.
Se jugaba un Boca Racing, en directo por TyC Sport. Yo ya no era tan chico, ni siquiera vivía en Mercedes. Pero me gustaba ir los fines de semana a ver el fútbol. El partido empezaba a las seis de la tarde. Mi papá tenía un campeonato de tenis en La Liga y llegaría muy sobre el partido. Invité al Chiri a ver el clásico a casa, pero antes alquilamos, en el Videoclub Gioscio,
La muerte de un viajante;
la de Dustin Hoffman.
Hicimos las cuentas, y decidimos que la película acabaría antes de que empezara el superclásico, y sobre todo antes de que llegara Roberto, que no debía vernos mirando cosas de mujeres. No teníamos en cuenta que la cinta era una versión para televisión, y duraba ciento treinta minutos. ¡Ay, qué error!
El partido empezó puntual, y nosotros todavía estábamos en la escena en donde Willy Loman, ya viudo, hace el monólogo final frente a la tumba de su esposa. Para peor, Roberto Casciari venía a cien por hora en el auto, porque el Turco García había metido un gol en el minuto cuatro. Venía enloquecido, escuchándolo por radio a las puteadas (mi padre odiaba llegar tarde al fútbol), y deseoso de poder verlo junto a su hijo, su único vástago varón, su orgullo. El mismo hijo al que una tarde del año setenta y seis llamó al comedor para tener la primera y única conversación seria. No olvidaré jamás sus palabras, que fueron pocas pero muy significativas:
—De ahora en más, Hernán —me dijo cuando yo tenía cinco años—, tu mayor preocupación en la vida serán los deportes; en fútbol serás de Racing y de Flandria, mientras no compitan en la misma categoría; en automovilismo hincharás por Mario Andretti y nunca por Reutemann, porque es un cobarde; en TC serás de Pairetti o de los Hermanos Suárez; no te gustará el boxeo, pero sí Nicolino Loche, porque era un artista; odiarás el golf y la natación sincronizada, porque son deportes de putos.
Desde ese día, mi vida comenzó a ser un calvario.
Para mi padre, absolutamente todas las manifestaciones artísticas o culturales en las que no hubiera una pelota de por medio, o un ganador claro, fueron siempre divertimentos femeninos. Chichita cuenta siempre que, de novios, él solamente la llevó al cine una vez. Vieron
Un hombre y una mujer,
la de Claude Lelouch. Mi madre recuerda esa película como la historia de un amor desencontrado; mi padre define la trama como la vida de un tipo que corría en rally. Pero volvamos a
La muerte del viajante.
Cuando mi papá llegó a casa y entró al comedor, dando por hecho que nos encontraría al Chiri y a mí con dos cervezas en la mano, con cara de camioneros, mirando el partido a los gritos, encontró a dos pelotudos ya grandes llorando a moco tendido, en la semi penumbra, posiblemente abrazados, con los ojos en compota porque había muerto Linda Loman (Kate Reid, espectacular), y envueltos en una música tristísima, compuesta por Alex North, que invadía con ritmo amariconado toda la casa.
Se quedó seco Casciari, estaqueado abajo del marco de la puerta. No sé qué pensó. Nunca se lo pregunté. Creo que desde entonces nunca más hablamos mirándonos a los ojos, mi padre y yo. Le tembló un poco el labio, el de abajo: