Las crónicas deportivas eran semanales y muy cortas. Yo debía resumir el trámite del partido, los mayores anotadores y las incidencias más importantes. Tomaba notas a mano en la cancha, escribía el artículo a máquina en casa —letra por letra, usando solamente estos dos dedos que sigo usando ahora— y caminaba las cuatro cuadras hasta la redacción del diario; iba lleno de nervios, ilusionado y feliz. Entraba a la redacción y quería actuar con naturalidad, pero el corazón se me salía por la boca cada sábado, cada vez que entregaba mi crónica semanal sobre básquet. Le dejaba la hoja llena de texto a la secretaria, y veía cómo la hoja pasaba de su mano a la mano de otros, y después de otros más. Así comenzaba el proceso.
En el diario
El Oeste,
por supuesto, me pagaban muy poco. En realidad, el verdadero sueldo era ver, al día siguiente, mis palabras impresas en el papel. No dejé nunca de hacer aquello (que también es esto que hago ahora), y por alguna razón secreta jamás en todos estos años, que son ya muchos, he dejado de divertirme ni de emocionarme a la hora de escribir. O mejor dicho: a la hora de saber que lo que he escrito está siendo leído por otros, en otra parte, lejos de mí. Pero por alguna razón no recordaba el momento en que había saltado el primer resorte, el primero de todos los milagros. Es extraño contar todo esto ahora y de este modo, desde un portátil conectado al mundo sin cables. Es extraño saber que ahora mismo, si quiero, presiono este botón de aquí y al instante miles de lectores tienen mis palabras en casa o en la oficina, en Montevideo, en Veracruz, en Mercedes, sin que nadie se manche las manos de tinta, sin carteros, sin tipógrafos y sin esfuerzos.
No ha pasado tanto tiempo, sólo veinticinco años veloces, entre una cosa y la otra. No hay mucha diferencia entre el chico de campo que esperaba la llegada de una revista desde la Capital y éste que soy ahora, el que escribe este párrafo en su casa y a la vez tan lejos de su casa. Aquel chiste, aquel primer chiste impreso de mi infancia, ha regresado después de mucho tiempo para decirme que todo está igual, que no se han truncado las emociones, que cada libro nuevo con mi nombre es un milagro idéntico al primer milagro, y que el olor de la tinta en el papel no tiene precio. El chico de entonces, el gordito aquel que caminaba las cuatro cuadras con el corazón en la garganta y el texto novato entre las manos, un poco encorvado también, para que no se le notaran las tetas, el que deseaba que la vida futura estuviese llena de tinta y de palabras, puede dormir tranquilo.
—Ahí viene el gordito culón —decían los muchachos de la imprenta, llenos de tinta hasta las orejas.
Como promediaba la década de los ochenta, llegué justo a tiempo para vivir, oler y recordar cómo se hacían los periódicos antes del
PageMaker
y de la era digital. Conocí las redacciones antiguas, donde no había computadoras sino
Olivettis
de carro ancho; entré a las salas de revelado; conocí el sonido de las viejas
Garaventa
cuando se atascaban.
—Ojo que llega pancuca —decían los imprenteros al verme llegar.
Fui contemporáneo de tres oficios que ya han desaparecido para siempre: el linotipista, el tipógrafo y el estereotipista. Y, sobre todo, sufrí durante muchos sábados los chistes humillantes que, sin maldad, me ofrecían los obreros de estos tres oficios. Porque ésta es, a no olvidarlo, la parte negra de cualquier historia infantil. Como todo el mundo, tengo infinidad de malos recuerdos alrededor del asunto. Pero el primero es siempre el que duele más. Una vez, en un recreo, alguien notó que yo tenía tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo:
—Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras.
Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me miré al espejo y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida. No me pareció bueno experimentar el romanticismo en desventaja.
Aunque hubiera podido, jamás utilicé el sobrepeso como arma arrojadiza. Ni el panzazo al adversario distraído, ni arrojarme encima del enemigo y asfixiarlo. Con el tiempo, en cambio, me convertí en comediante. Desarrollé la ironía y la autocrítica. Me reía de mí mismo —con enorme esfuerzo— y logré ser un gran observador del defecto ajeno. Encontraba fallos en todo el mundo. En todos menos en Paola Soto, que era perfecta.
Paola Soto no tenía tetas, pero tampoco le hacían falta. Tenía algo mucho más sutil: tenía, para mi gusto, la mejor risa de la escuela. Su felicidad obraba con el mismo retraso que el trueno y el relámpago. En la tormenta, primero aparece el destello y un rato después llega el estruendo. En la risa de Paola Soto, primero le subían los colores a la cara, de un rojo íntimo, y después le explotaba la boca de alegría. Yo no podía sostener la vista cuando ella se reía, en grupo de tres o cuatro, con sus amigas del recreo. Además, tenía la virtud de reírse poco, y nunca porque sí; no regalaba esa magia a cualquiera. Yo no la podía hacer reír, estaba minusválido de sus dientes.
No la podía hacer reír porque venía mal acostumbrado desde la cuna. En casa y en el barrio divertía a todos con cualquier morisqueta de nene gordo. Hasta los cinco años provocar la risa ajena era tan sencillo como bajarse medio tarro de dulce de leche.
La infancia en general es fácil para el comediante; los padres son críticos muy parciales y cualquier idiotez es bien recibida hasta un cierto punto. Antes de la patología fotográfica, yo era Jerry Lewis en el hogar, y también en el jardín de infantes. Pero entonces empecé la escuela primaria y todo cambió. Apareció Paola Soto, me topé con el amor despiadado, con el dolor de panza. Me topé con la dificultad de su risa.
A Paola Soto mis morisquetas no le hacían ninguna gracia. Ni siquiera le resultó graciosa mi cara en la foto de primer grado, la que ilustra este libro. Yo podía ponerme bizco en su presencia, imitar el sonido de un barco que zarpa o dar vueltas de carnero sin manos. Con cualquiera de mis rutinas lograba desmayar de risa a mis compañeros de primer grado, pero Paola se mantenía impasible y lejana, como en la foto. La señorita Norma tampoco se reía de mis idioteces, pero yo no estaba enamorado de la señorita Norma y me importaba muy poco su indiferencia de magisterio.
Solamente me importaba Paola Soto.
Cuando acabó el año, mis padres y los de ella (que eran amigos) nos cambiaron de colegio. Paola y yo, de golpe, nos vimos en escuela desconocida y con compañeros nuevos. Sólo a ella conocía yo en ese mundo de delantales blancos, y ella a nadie más que a mí. En ese otro mundo de la Escuela Normal, los primeros recreos fueron los mejores de mi vida. Paola, sin amigas, solamente se acercaba a mí para conversar. Fueron semanas intensas, en las que a veces lograba sacarle una media sonrisa con palabras, con frases muy esforzadas. Eran muecas brevísimas y enseguida ella volvía a ensimismarse. De todos modos, esas milésimas de segundo con dientes blancos funcionaban en mí como un fogonazo de luz. Entendí, por primera vez, que debía trabajar mejor los argumentos. Entendí también que lo mío no era el humor gestual. Supe que, para hacer reír a Paola Soto, había que esforzarse.
Solamente seis recreos me llevó saber que aquél sería el único esfuerzo que estaba dispuesto a hacer en la vida. Si me hubiera enamorado de otra, de la Colorada Giacoy por ejemplo, o de Pablo Santoro, hoy no sería humorista.
También ayudó que desde los siete años tuve tetas. Porque ésa es la otra parte del cuento: cuando cambiamos de escuela, los chicos nuevos descubrieron algo que los antiguos no habían sabido ver.
—Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras —me dijo Bugarín un día, y los demás asintieron con mezcla de respeto y asombro.
Juan José Bugarín fue el Rodrigo de Triana de mis tetas. El primero que las vio, el que dio la voz de alerta. Igual que los reos de las tres carabelas, mis nuevos compañeros, los que más tarde iban a ser mis amigos, se desesperaban por ver una teta, por tocarla, por acariciar la suavidad tersa de una carne humana acabada en pezón.
Y yo estaba ahí, turgente, en el tercer banco de las posibilidades de todos. Disponible, amistoso, unisex. Entonces supe que lo mío sería la risa afilada o sería el escarnio. No había opciones. Tenía que ser gracioso, punzante, certero, o tenía que dejarme manosear en los baños hasta el final de la secundaria.
La decisión era trascendente, porque de ninguno de los dos caminos se puede regresar jamás. Por eso la primera vez que Diego Caprio me hizo una propuesta de canje fue, posiblemente, el momento más importante de mi infancia. No lo supe entonces: lo sé ahora.
—Si me dejás que te toque una teta —me dijo—, te doy este sánguche.
No era una amenaza, y eso hablaba bien de Diego Caprio. Tampoco era un ofrecimiento menor, y eso hablaba bien de mí. No me proponía una trompada ni un chicle. Me ofrecía un sánguche enorme a las diez de la mañana. De algún modo confuso, la propuesta me halagó. Mis tetas, aunque anacrónicas, valían un sánguche precioso, un ejemplar único: el sol de la mañana hacía brillar la costra del pebete, y por los bordes se escapaban dos fetas de jamón mucho más grandes que los panes.
—Tiene una sola mordida —dijo Diego Caprio.
También eran mis primeros días en segundo grado, y en un colegio nuevo. Era, casi, la primera vez que alguien me daba conversación en el recreo a excepción de Paola Soto.
—Te la toco por arriba de la remera, dale —dijo Diego Caprio.
Paola Soto pasaba por la galería en ese momento; caminaba sola, como siempre, concentrada en sus cosas, un poco flotando. Quizás escuchó la propuesta indecente que me hacía Diego Caprio. Y quizás por eso ahora se detenía y fingía sentarse, o atarse los cordones, para escuchar mejor.
—Cuento hasta tres y te la suelto —insistió Diego Caprio.
Desarrollar la comicidad es importante cuando tenés tetas, y también cuando estás enamorado. El humor no es una elección, ni siquiera es una llamada, ni una señal; tampoco un talento. Cuando tenés tetas, el humor es sobrevivir.
—Si me traés
almóndigas
—le dije— me podés agarrar el pito.
No fue un gran chiste, es cierto, pero a esa edad la palabra
almóndigas
funciona; nadie sabe bien por qué. Diego Caprio sonrió y se olvidó del canje. Sonrió y me convidó la mitad del sánguche sin pedirme nada a cambio. Al día siguiente volvería al ataque, pero yo entonces sabría cómo distraerlo con la palabra
bayonesa,
con la palabra
muñuelo.
Con nuevos argumentos eficaces.
Pero eso no es lo más importante. También pasó algo que yo no esperaba. Cuando dije
almóndigas
y dije pito, en ese retruque infantil tan básico, Paola Soto bajó la vista, se puso colorada de vergüenza y después rió, con la boca enorme, iluminando el patio.
Fue la primera vez que la hice reír a carcajadas.
Si no hubiera ocurrido aquello, posiblemente hoy sería un escritor serio. O un travesti divertido. Si no decía lo correcto, si no sacaba un chiste de alguna parte, a los dos minutos alguien me estaría manoseando en un baño y ahora, en este libro, tendría que estar contando esa humillación. Tuve suerte. O quizás hayan sido reflejos, no tengo idea. Pero si en todo lo que escribo —melodramas incluidos—, no puedo dejar de meter un chiste pavo, es porque durante media década quise hacer reír a Paola Soto.
Si hubo un día en el que descubrí que el humor se me podía dar más o menos bien, fue aquella mañana. Y después hubo otro día, más bien una tarde, en la que descubrí que el humor se me podía dar espantosamente. Empezamos, como todo el mundo, haciendo bromas telefónicas inocentes. Cuando los teléfonos eran negros, a disco y del Estado. Las llamábamos ‘cachadas’ y eran tan antiguas como el invento de Graham Bell. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy me recuerda que llevo la maldad dentro del cuerpo.
Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas que se apellidan Gallo. En la guía telefónica de Mercedes había nueve señores con ese fatídico apellido y los llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.
Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos mayores o primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las primeras incursiones en el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no causaba grandes molestias a la víctima. Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no existen la maldad y la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.
En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la existencia de vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos ‘chinches’. Se trataba de una clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza de su ira y era incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una información de primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave.
—Hola, ¿hablo con lo de Toledo?
—Sí.
—¿Está “cornetita”?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, comenzara a insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y desenfrenados neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e imaginábamos a Toledo en su casa, en calzoncillos, con los cachetes de color borravino y sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus pulmones el aire, sólo era necesario decir “pero no se enoje, cornetita” para que todo comenzara otra vez. Era el desiderátum.
Pero el niño crece, y con él madura también la ambición, la estructura dramática y —aún dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un cable, y nos pasamos al nivel de las cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos presenciales.