Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Muy bien sé que la medicina es un arte muy difícil;
sé que el aprenderla es muy largo; que la vida del hombre
aún no basta; que sus juicios son muy falibles y dificultosos;
que sus experimentos se ejercitan en la respetable vida de un hombre;
que no basta que el médico haga lo que está de su parte,
si no ayudan las circunstancias, los asistentes y el enfermo mismo en
cuanto les toca; sé que esto no lo digo yo, sino el
príncipe de la medicina, aquel sabio de la Isla de Coo, aquel
griego Hipócrates, aquel hombre grande y sensible cuya memoria
no perecerá hasta que no haya hombres sobre la tierra, aquel
filántropo que vivió cerca de cien años y casi
todos ellos los empleó en asistir a los míseros
mortales, en indagar los vicios de la naturaleza enferma, en solicitar
las causas de las enfermedades y la eficacia y elección de los
remedios, y en aplicar su especulación y su práctica al
objeto que se propuso, que fue procurar el alivio de sus
semejantes. Sé todo esto, y sé que antes de él
los míseros pacientes, destituidos de todo auxilio, se
exponían a las puertas del templo de Diana en Éfeso y
allí iban todos, los veían, se compadecían de
ellos y les mandaban lo que se les ponía en la
cabeza. Sé que los remedios que probaban para tal o tal
enfermedad se escribían en unas tablas que se llamaban
de
las medicinas
. Sé que el citado Hipócrates,
después de haber cursado las escuelas de Atenas treinta y
cinco años, desde la edad de catorce, y después de haber
aprendido lo que sus médicos enseñaban, no se
contentó, sino que anduvo peregrinando de reino en reino, de
provincia en provincia, de ciudad en ciudad, hasta que encontró
estas tablas, y con ellas y con sus repetidas observaciones hizo sus
célebres aforismos. Sé que después de estos
descubrimientos se hizo la medicina un estudio de interés y de
venalidad, y no como antes, que se hacía por amistad del
género humano.
Todo esto sé y mucho más que no refiero por no cansar
a los que me oyen; pero también sé que ya en el
día no se escudriña el talento necesario que se requiere
para ser médico, sino que el que quiere se mete a serlo aunque
no tenga las circunstancias precisas; sé que en cumpliendo los
cursos prescritos por la Universidad, aunque no hayan aprovechado las
lecciones de los catedráticos, y en cumpliendo el tiempo de la
práctica, ganando tal vez una certificación injusta del
maestro, se reciben a examen, y como tengan los examinadores a su
favor, o la fortuna de responder con tino a las preguntas que les
hagan, aun en el caso de procederse con toda legalidad, como lo
debemos suponer en tales actos, se les da su carta de examen, y con
ella la licencia de matar a todo el mundo impunemente.
Esto sé, y sé también que muchos
médicos no son como deben ser, esto es, no estudian con
tesón, no practican con eficacia, no observan con
escrupulosidad, como debieran, la naturaleza; se olvidan de que la
academia del médico y su mejor biblioteca está en la
cama del enfermo más bien que en los dorados estantes, en los
muchos libros y en el demasiado lujo; y mucho menos en la
ridícula pedantería con que ensartan textos, autoridades
y latines delante de los que no los entienden.
Sé que el buen médico debe ser buen físico,
buen químico, buen botánico y anatómico; y no que
yo veo que hay infinidad de médicos en el mundo que ignoran
cómo se hace y qué cosa es, por ejemplo, el sulfato
de sosa, y lo ordenan como específico en algunas enfermedades
en que precisamente es pernicioso; que ignoran cuáles son y
cómo las partes del cuerpo humano, la virtud o veneno de muchos
simples, y el modo con que se descomponen o simplifican muchas
cosas.
Sé también que no puede ser buen médico el que
no sea hombre de bien, quiero decir, el que no esté penetrado
de los más vivos sentimientos de humanidad o de amor a sus
semejantes, porque un médico que vaya a curar únicamente
por interés del peso o la peseta, y no con amor y caridad del
pobre enfermo, seguramente éste debe tener poca confianza, y lo
cierto es que por lo común así sucede.
Los médicos, cuando se examinan, juran asistir por caridad,
de balde y con eficacia a los pobres: ¿y qué vemos? Que cuando
éstos van a sus casas a consultarles sobre sus enfermedades sin
darles nada son tratados a poco más o menos; pero si son los
enfermos ricos y mandan llamar a su casa a los médicos,
entonces éstos van a visitarlos con prontitud, los curan con
cuidado, y a veces este cuidado suele ser con tal atropellamiento (si
no hay implicación en estas palabras), que con él mismo
matan a los enfermos.
Aquí hizo el señor cura una breve pausa sacando la
caja de polvos, y luego que se hubo habilitado las narices de
rapé, continuó diciendo lo que veréis en el
capítulo siguiente.
En el que nuestro Perico cuenta cómo concluyó el cura
su sermón; la mala mano que tuvo en una peste y el endiablado
modo con que salió del pueblo, tratándose en dicho
capítulo por vía de intermedio algunas materias
curiosas
No se crea, señores, continuó
el cura, que yo trato de poner a los médicos en mal. La
medicina es un arte celestial de que Dios proveyó al hombre;
sus dignos profesores son acreedores a nuestras honras y alabanzas;
pero cuando éstos no son tales como deben ser, los vituperios
cargan sobre su ineptitud y su interés, no sobre la utilidad y
necesidad de la medicina y sus sabios profesores. El médico
docto, aplicado y caritativo es recomendable; pero el necio, el venal
y que se acogió a esta facultad para buscar la vida, por no
tener fuerzas para dedicarse al
mecapal
, es un hombre odioso
y digno de reputarse por un asesino del género humano con
licencia, aunque involuntaria, del Protomedicato.
A médicos como éstos desterraron de muchas provincias
de Roma y otras partes como si fueran pestes, y, en efecto, no hay en
un pueblo peste peor que un mal médico. Mejor sería
muchas veces dejar al enfermo en las sabias manos de la naturaleza,
que encomendarlo a las de un médico tonto e interesable.
Pero yo no soy de ésos, dije yo algo avergonzado porque
todos me miraban, y se sonrieron. Ni yo lo digo por usted,
respondió el cura, ni por Sancho, Pedro ni Martín; mi
crítica no determina persona, ni jamás acostumbro tirar
a ventana señalada. Hablo en común y sólo contra
los malos médicos, empíricos y charlatanes que abusan de
un arte tan precioso y necesario de que nos proveyó el Autor de
la naturaleza para el socorro de nuestras dolencias. Si usted, o
alguno otro que oiga hablar de esta manera, se persuade a que se dice
por él, será señal de que su conciencia lo acusa,
y entonces, amigo, al que le venga el saco, que se lo ponga en hora
buena. Bien es verdad que eso mismo que usted dice, de que no es de
ésos, lo dicen todos los
chambones
de todas las
facultades, y no por eso dejan de serlo.
Pues no señor, le interrumpí, yo no soy de
ésos; yo sé mi obligación y estoy examinado y
aprobado
nemine discrepante
, «con todos los
votos», por el real Protomedicato de México; no ignoro
que las partes de la medicina son: Fisiología,
Pathología, Semeiótica y Therapéutica; sé
la estructura del cuerpo humano; cuáles se llaman fluidos,
cuáles sólidos; sé lo que son huesos y
cartílagos, cuál es el cráneo y que se compone de
ocho partes; sé cuál es el hueso occipital, la dura
mater y el frontis; sé el número de las costillas,
cuál es el esternón, los omóplatos; el
cóccix, las tibias; sé qué cosa son los
intestinos, las venas, los nervios, los músculos, las arterias,
el tejido celular y el epidermis; sé cuántos y
cuáles son los humores del hombre, como la sangre, la bilis, la
flema, el chilo y el gástrico; sé lo que es la linfa y
los espíritus animales, y cómo obran en el cuerpo sano y
cómo en el enfermo; conozco las enfermedades con sus propios y
legítimos nombres griegos, como la ascitis, la anasarca, la
hidrophobia, el saratán, la pleuresía, el mal
venéreo, la clorosis, la caquexia, la podagra, el parafrenitis,
el priapismo, el paroxismo y otras mil enfermedades que el necio vulgo
llama hidropesía, rabia, gálico, dolor de costado, gota
y demás simplezas que acostumbra; conozco la virtud de los
remedios sin necesitar saber cómo los hacen los boticarios y
los químicos, los simples de que se componen ni el modo como
obran en el cuerpo humano, y así sé los que son
febrífugos, astringentes, antiespasmódicos,
aromáticos, diuréticos, errinos, narcóticos,
pectorales, purgantes, diaforéticos, vulnerarios,
antivenéreos, emotoicos, estimulantes, vermífugos,
laxantes, cáusticos y anticólicos; sé… Ya
está, señor doctor, decía el cura muy apurado, ya
está por amor de Dios, que eso es mucho saber, y yo maldito lo
que entiendo de cuanto ha dicho. Me parece que he estado oyendo hablar
a Hipócrates en su idioma; pero lo cierto es que con tanto
saber despachó en cuatro días a la pobre vieja
hidrópica tía Petronila, que algunos años hace
vivía con su
¡ay! ¡ay!
antes que usted
viniera, y después que usted vino, le aligeró el paso a
fuerza de purgantes muchos, muy acres y en excesivas dosis, lo que me
pareció una herejía médica, pues la debilidad en
un viejo es cabalmente un contraindicante de purgas y
sangrías. Motivo fue éste para que el otro pobre gotoso
o reumático no quisiera que usted acabara de matarlo.
Con tanto saber, amigo, usted me va despoblando la
feligresía sin sentir, pues desde que está aquí
he advertido que las cuentas de mi parroquia han subido un cincuenta
por ciento; y aunque otro cura más interesable que yo
daría a usted las gracias por la multitud de muertos que
despacha, yo no, amigo, porque amo mucho a mis feligreses, y conozco
que a dura tiempo usted me quita de cura, pues acabada que sea la
gente del pueblo y sus visitas, yo seré cura de casas
vacías y campos incultos. Conque vea usted cuánto sabe,
pues aun resultándome interés me pesa de su saber.
Riéronse todos a carcajadas con la ironía del cura, y
yo, incómodo de esto, le dije ardiéndome las orejas:
señor cura, para hablar es menester pensar y tener
instrucción en lo que se habla. Los casos que usted me ha
recordado por burla son comunes; a cada paso acaece que el más
ruin enfermo se le muere al mejor médico. ¿Pues que piensa
usted que los médicos son dioses que han de llevar la vida a
los enfermos? Ovidio en el libro primero del
Ponto
dice que
«no siempre está en las manos del médico que el enfermo
sane, y que muchas veces el mal vence a la medicina».
Non est in medico semper relevetur ut aeger;
Interdam docta plus valet arte malum.
El mismo dice que «hay enfermedades
incurables que no sanarán si el propio Esculapio les aplica la
medicina», y harán resistencia a las aguas termales
más específicas, tales como aquí las aguas del
Peñón o Atotonilco, y una de estas enfermedades es la
epilepsia. Oigan ustedes sus palabras.
Afferat ipse licet sacras Epidaurius herbas,
Sanavit nulla vulnera cordis ope.
En vista de esto admírese usted,
señor cura, de que se me mueran algunos enfermos, cuando a los
mejores médicos se les mueren. No faltaba más sino que
los hombres quisieran ser inmortales sólo con llamar al
médico.
Que el viejo gotoso no quisiera continuar conmigo, nada prueba sino
que conoció que su enfermedad es incurable, pues como dijo
Ovidio,
loco citato
, «la gota no la cura la medicina».
Tollere nodosam nescit medicina podagram.
Yo soy el loco, dijo el cura, y el majadero, y el mentecato en
querer conferenciar con usted de estas cosas.
Usted dice muy bien, señor licenciado, dije yo, si lo dice
con sinceridad. En efecto, no hay mayor locura que disputar sobre lo
que no se entiende.
Quod medicorum est promitunt medici, tractant
fabrilia fabri
, decía Horacio en la ep. I. del
lib. I. Señor cura, dispute cada uno de lo que sepa, hable de
su profesión y no se meta en lo que no entiende,
acordándose de que el teólogo hablará bien de
teología, el canonista de cánones, «el médico de
medicina, los artesanos de lo tocante a su oficio», «el piloto de los
vientos, el labrador de los bueyes», y así todos.
Navita de ventis, de bobus narret arator.
Se acabó de incomodar el cura con esta
impolítica reprensión, y, parándose del asiento,
alzándose el birrete y dando una palmada en la mesa, me dijo:
poco a poco, señor doctor, o señor charlatán;
advierta usted con quién habla, en qué parte,
cómo y delante de qué personas. ¿Ha pensado usted
que soy algún
topile
, o algún barbaján
para que se altere conmigo de ese modo, y quiera regañarme como
a un muchacho? ¿O cree usted que porque lo he llevado con
prudencia me falta razón para tratarlo como quien es, esto es,
como a un loco, vano, pedante y sin educación? Sí
señor, no pasa usted de ahí ni pasará en el
concepto de los juiciosos por más latines y más
despropósitos que diga…
El subdelegado y todos, cuando vieron al cura enojado, trataron de
serenarlo y yo, no teniéndolas todas conmigo porque a las voces
salieron todos los indios que ya habían acabado de comer,
le dije muy fruncido: señor cura, usted dispense, que si
erré fue por inadvertencia y no por impolítica, pues
debía saber que ustedes los señores curas y sacerdotes
siempre tienen razón en lo que dicen y no se les puede
disputar; y así lo mejor es callar y «no ponerse con
Sansón a las patadas».
Ne contendas cum potentioribus
,
dijo quien siempre ha hablado y hablará verdad.
Vean ustedes, decía el cura, si yo no estuviera satisfecho
de que el señor doctor habla sin reflexión lo primero
que se le viene a la boca, ésta era mano de irritarse
más; pues lo que da a entender es que los sacerdotes y curas a
título de tales se quieren siempre salir con cuanto hay, lo que
ciertamente es un agravio no sólo a mí, sino a todo el
respetable clero; pero repito que estoy convencido de su modo de
producir, y así es preciso disculparlo y desengañarlo de
camino. Y volviéndose a mí me dijo: amigo, no niego que
hay algunos eclesiásticos que, a título de tales,
quieren salirse con cuanto hay, como usted ha dicho; pero es menester
considerar que éstos no son todos, sino uno u otro imprudente
que en esto o en cosas peores manifiestan su poco talento, y acaso
vilipendian su carácter; mas este caso, fuera de que no es
extraño, pues en cualquiera corporación, por
pequeña y lucida que sea, no falta un díscolo, no debe
servir de regla para hablar atropelladamente de todo el cuerpo.