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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (58 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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TORRES VILLARROEL
en su prólogo de la Barca de Aqueronte.

Vida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos

Capítulo I

En el que refiere Periquillo cómo se
acomodó con el doctor Purgante, lo que aprendió a su
lado, el robo que le hizo, su fuga y las aventuras que le pasaron en
Tula, donde se fingió médico

Ninguno diga quién es, sus obras
lo dirán
. Este proloquio es tan antiguo como cierto, todo
el mundo está convencido de su infalibilidad; y así
¿que tengo yo que ponderar mis malos procederes cuando con
referirlos se ponderan? Lo que apeteciera, hijos míos,
sería que no leyerais mi vida como quien lee una novela, sino
que pararais la consideración más allá de la
cáscara de los hechos, advirtiendo los tristes resultados de la
holgazanería, inutilidad, inconstancia y demás vicios
que me afectaron; haciendo análisis de los extraviados sucesos
de mi vida, indagando sus causas, temiendo sus consecuencias, y
desechando los errores vulgares que veis adoptados por mí y por
otros; empapándoos en las sólidas máximas de
la sana y cristiana moral que os presentan a la vista mis reflexiones;
y, en una palabra, desearía que penetrarais en todas sus partes
la sustancia de la obra, que os divirtierais con lo ridículo,
que conocierais el error y el abuso para no imitar el uno ni abrazar
el otro, y que donde hallarais algún hecho virtuoso os
enamorarais de su dulce fuerza y procurarais imitarlo. Esto es
deciros, hijos míos, que deseara que de la lectura de mi vida
sacarais tres frutos, dos principales, y uno accesorio. Amor a la
virtud, aborrecimiento al vicio y diversión. Éste es mi
deseo, y por esto, más que por otra cosa, me tomo la molestia
de escribiros mis más escondidos crímenes y defectos; si
no lo consiguiere, moriré al menos con el consuelo de que mis
intenciones son laudables. Basta de digresiones que está el
papel caro.

Quedamos en que fui a ver al doctor Purgante, y en efecto lo
hallé una tarde después de siesta en su estudio sentado
en una silla poltrona con un libro delante y la caja de polvos a un
lado. Era este sujeto alto, flaco de cara y piernas, y abultado de
panza, trigueño y muy cejudo, ojos verdes, nariz de caballete,
boca grande y despoblada de dientes, calvo, por cuya razón
usaba en la calle peluquín con bucles. Su vestido cuando lo fui
a ver era una bata hasta los pies, de aquellas que llamaban de
quimones, llena de flores y ramaje, y un gran birrete muy tieso de
almidón y relumbroso de la plancha.

Luego que entré me conoció y me dijo: ¡oh,
Periquillo, hijo!, ¿por qué extraños horizontes
has venido a visitar este Tugurio? No me hizo fuerza su estilo porque
ya sabía yo que era muy pedante, y así le iba a relatar
mi aventura con intención de mentir en lo que me pareciera;
pero el doctor me interrumpió diciéndome: ya, ya
sé la turbulenta catástrofe que te pasó con tu
amo el farmacéutico. En efecto, Perico, tú ibas a
despachar en un instante al pacato paciente del lecho al
féretro improvisamente, con el trueque del arsénico por
la magnesia. Es cierto que tu mano trémula y atolondrada
tuvo mucha parte de la culpa, mas no la tiene menos tu preceptor el
fármaco
, y todo fue por seguir su capricho. Yo le
documenté que todas estas drogas nocivas y
venenáticas
las encubriera bajo una llave bien segura
que sólo tuviera el oficial más diestro, y con esta
asidua diferencia se evitarían estos equívocos mortales;
pero, a pesar de mis insinuaciones, no me respondía más
sino que eso era particularizarse e ir contra la secuela de los
fármacos, sin advertir que «es propio del sabio mudar de
parecer
[140]
»,
sapientis est mutare consilium
,
y que «la costumbre es otra naturaleza»,
consuetudo
est altera natura
[141]
. Allá se lo haya. Pero
dime, ¿qué te has hecho tanto tiempo? Porque si no han
fallado las noticias que en alas de la fama han penetrado mis
aurículas
, ya días hace que te lanzaste a la
calle de la oficina de Esculapio.

Es verdad, señor, le dije, pero no había venido de
vergüenza, y me ha pesado, porque en estos días he vendido
para comer mi capote, chupa y pañuelo. ¡Qué
estulticia!, exclamó el doctor, la
verecundia
es
«muy buena»,
optime bona
, cuando la origina
crimen de
cogitato
; mas no cuando se comete
involunrie
, pues si en aquel
hic et nunc
, esto es,
«en aquel acto», supiera el individuo que hacía
mal,
absque dubio
(sin duda) se abstendría de
cometerlo. En fin, hijo carísimo, ¿tú quieres
quedarte en mi servicio y ser mi
consodal in perpetuum
,
«para siempre»? Sí, señor, le
respondí. Pues bien. En esta
domo
(casa)
tendrás «desde luego, o en primer lugar»,
in
primis el panem nostrum quotidianum
, «el pan
de cada día»; «a más de esto»,
aliunde
, lo potable necesario;
tertio
, la cama
sic vel sic
, «según se proporcione»;
quarto
, los tegumentos exteriores heterogéneos de tu
materia física;
quinto
, asegurada la parte de la
higiene que apetecer puedes, pues aquí se tiene mucho cuidado
con la dieta y con la observancia de las seis cosas naturales y de las
seis no naturales prescritas por los hombres más luminosos de
la facultad médica;
sexto
, beberás la ciencia
de Apolo
ex ore meo, ex visu tuo
y
ex bibliotheca
nostra
, «de mi boca, de tu vista y de esta
librería»; «por último»,
postremo
, contarás cada mes para tus
surrupios
o para
quodcumque vellis
, esto es,
«para tus cigarros o lo que se te antoje», quinientos
cuarenta y cuatro maravedís limpios de polvo y paja, siendo tu
obligación solamente hacer los mandamientos de la señora
mi hermana; observar
modo naturalistarum
, «al modo de
los naturalistas», cuándo estén las aves
gallináceas
para
oviparar
y recoger los
albos
huevos, o por mejor decir, los pollos «por
ser», o
in fieri
; servir las viandas a la mesa, y,
finalmente, y lo que más te encargo, cuidar de la
refacción ordinaria y
puridad
de mi mula, a quien
deberás atender y servir con más prolijidad que a mi
persona.

He aquí, ¡oh, caro Perico!, todas tus obligaciones y
comodidades en
sinopsim
o «compendio». Yo,
cuando te invité con mi pobre
tugurio
y consorcio,
tenía el deliberado ánimo de poner un laboratorio de
química y botánica; pero los continuos desembolsos que
he sufrido me han reducido a la «pobreza»,
ad
inopiam
, y me han frustrado mis primordiales designios; sin
embargo, te cumplo la palabra de admisión, y tus servicios los
retribuiré justamente, porque
dignus est operarius mercede
sua
, «el que trabaja es digno de la paga».

Yo, aunque muchos terminotes no entendí, conocí que
me quería para criado entre de escalera abajo y de arriba;
advertí que mi trabajo no era demasiado, que la conveniencia no
podía ser mejor, y que yo estaba en el caso de admitir cosa
menos; pero no podía comprender a cuánto llegaba mi
salario, por lo que le pregunté que por fin
¿cuánto ganaba cada mes? A lo que el doctorote, como
enfadándose, me respondió: ¿Ya no te dije
claris verbis
, «con claridad», que
disfrutarías quinientos cuarenta y cuatro maravedís?
Pero señor, insté yo, ¿cuánto montan en
dinero efectivo quinientos cuarenta y cuatro maravedís? Porque
a mí me parece que no merece mi trabajo tanto dinero. Sí
merece,
stultisime famule
, «mozo
atontadísimo», pues no importan esos centenares
más que dos pesos.

Pues bien, señor doctor, le dije, no es menester
incomodarse; ya sé que tengo dos pesos de salario, y me doy por
muy contento sólo por estar en compañía de un
caballero tan
sapiente
como usted, de quien sacaré
más provecho con sus lecciones que no con los polvos y mantecas
de don Nicolás.

Y como que sí, dijo el señor Purgante, pues yo te
abriré, como te apliques, los palacios de Minerva, y
será esto premio superabundante a tus servicios, pues
sólo con mi doctrina conservarás tu salud luengos
años, y acaso, acaso te contraerás algunos intereses y
estimaciones.

Quedamos corrientes desde ese instante, y comencé a cuidar
de lisonjearlo, igualmente que a su señora hermana, que era una
vieja, beata Rosa, tan ridícula como mi amo, y aunque yo
quisiera lisonjear a Manuelita, que era una muchachilla de catorce
años, sobrina de los dos y bonita como una plata, no
podía, porque la vieja condenada la cuidaba más que si
fuera de oro, y muy bien hecho.

Siete u ocho meses permanecí con mi viejo, cumpliendo con
mis obligaciones perfectamente, esto es, sirviendo la mesa, mirando
cuándo ponían las gallinas, cuidando la mula y haciendo
los mandados. La vieja y el hermano me tenían por un santo,
porque en las horas que no tenía qué hacer me estaba en
el estudio, según las sólitas concedidas, mirando las
estampas anatómicas del Porras, del Willis y otras, y
entreteniéndome de cuando en cuando con leer los aforismos de
Hipócrates, algo de Boerhaave y de Van Swieten; el
Etmulero, el Tissot, el Buchan, el tratado de
Tabardillos por
Amar
, el compendio anatómico de Juan de Dios López,
la cirugía de Lafaye, el Lázaro Riverio y otros libros
antiguos y modernos, según me venía la gana de sacarlos
de los estantes.

Esto, las observaciones que yo hacía de los remedios que mi
amo recetaba a los enfermos pobres que iban a verlo a su casa, que
siempre eran a poco más o menos, pues llevaba como regla el
trillado refrán de como te pagan vas, y las lecciones verbales
que me daba, me hicieron creer que yo ya sabía medicina, y un
día que me riñó ásperamente y aun me quiso
dar de palos porque se me olvidó darle de comer a la mula,
prometí vengarme de él y mudar de fortuna de una
vez.

Con esta resolución esa misma noche le di a la doña
mula ración doble de maíz y cebada, y, cuando estaba
toda la casa en lo más pesado de su sueño, la
ensillé con todos sus arneses, sin olvidarme de la gualdrapa;
hice un lío en el que escondí catorce libros, unos
truncos, otros en latín y otros en castellano, porque yo
pensaba que a los médicos y a los abogados los suelen acreditar
los muchos libros, aunque no sirvan o no los entiendan; guardé
en el dicho maletón la capa de golilla y la golilla misma de mi
amo, juntamente con una peluca vieja de pita, un formulario de recetas
y, lo más importante, sus títulos de bachiller en
medicina y la carta de examen, cuyos documentos los hice míos a
favor de una navajita y un poquito de limón con lo que
raspé y borré lo bastante para mudar los nombres y las
fechas.

No se me olvidó habilitarme de monedas, pues, aunque en todo
el tiempo que estuve en la casa no me habían pagado nada de
salario, yo sabía en dónde tenía la señora
hermana una alcancía en la que rehundía lo que cercenaba
del gasto; y acordándome de aquello de que quien roba al
ladrón, etc., le robé la alcancía diestramente;
la abrí y vi con la mayor complacencia que tenía muy
cerca de cuarenta duros, aunque para hacerlos caber por la
estrecha rendija de la alcancía los puso blandos.

Con este viático tan competente emprendí mi salida de
la casa a las cuatro y media de la mañana, cerrando el
zaguán y dejándoles la llave por debajo de la
puerta.

A las cinco o seis del día me entré en un
mesón, diciendo que en el que estaba había tenido una
mohína la noche anterior y quería mudar de posada.

Como pagaba bien, se me atendía puntualmente. Hice traer
café, y que se pusiera la mula en caballeriza para que
almorzara harto.

En todo el día no salí del cuarto, pensando a
qué pueblo dirigiría mi marcha y con quién, pues
ni yo sabía caminos ni pueblos, ni era decente aparecerse un
médico sin equipaje ni mozo.

En estas dudas dio la una del día, hora en que me subieron
de comer, y en esta diligencia estaba cuando se acercó a la
puerta un muchacho a pedir por Dios un bocadito.

Al punto que lo vi y lo oí conocí que era
Andrés, el aprendiz de casa de don Agustín, muchacho, no
sé si lo he dicho, como de catorce años, pero de
estatura de diez y ocho. Luego luego lo hice entrar, y a pocas vueltas
de la conversación me conoció, y le conté
cómo era médico y trataba de irme a algún
pueblecillo a buscar fortuna, porque en México había
más médicos que enfermos; pero que me detenía
carecer de un mozo fiel que me acompañara y que supiera de
algún pueblo donde no hubiera médico.

El pobre muchacho se me ofreció y aun me rogó que lo
llevara en mi compañía, que él había ido a
Tepeji del Río, en donde no había médico y no era
pueblo corto, y que si nos iba mal allí nos iríamos a
Tula, que era pueblo más grande.

Me agradó mucho el desembarazo de Andrés, y
habiéndole mandado subir qué comer, comió el
pobre con bastante apetencia, y me contó cómo se estuvo
escondido en un zaguán y me bio salir corriendo de la
barbería y a la vieja tras de mí con el cuchillo;
que yo pasé por el mismo zaguán donde estaba, y a poco
de que la vieja se metió a su casa, corrió a alcanzarme,
pero que no le fue posible; y no lo dudo, ¡tal corría yo cuando
me espoleaba el miedo!

Díjome también Andrés que él se fue a
su casa y contó todo el pasaje; que su padrastro lo
regañó y lo golpeó mucho, y después lo
llevó con una corma a casa de don Agustín; que la
maldita vieja, cuando vio que yo no parecía, se vengó
con él levantándole tantos testimonios que se
irritó el maestro demasiado y dispuso darle un novenario de
azotes, como lo verificó, poniéndolo en los nueve
días hecho una lástima, así por los muchos y
crueles azotes que le dio, como por los ayunos que le hicieron sufrir
al traspaso; que así que se vengó a su
satisfacción la inicua vieja, lo puso en libertad
quitándole la corma, echándole su buen sermón y
concluyendo con aquello de
cuidado con otra
; pero que
él, luego que tuvo ocasión, se huyó de la casa
con ánimo de salirse de México; y para esto se andaba en
los mesones pidiendo un bocadito y esperando coyuntura de marcharse
con el primero que encontrase.

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