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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (22 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Todo aquel día lo pasé
contentísimo esperando que llegara el siguiente para ir a ver
al provincial. No quise ir en esa tarde, por dar lugar a que el padre
de Pelayo hiciese por mí el empeño que había
ofrecido.

Nada ocurrió particular en este día; y al siguiente a
buena hora me fui para el convento de San Diego, y al pasar por la
alameda, que estaba sola, me puse frente a un árbol,
haciéndolo pasar en mi imaginación la plaza de
provincial, y allí me comencé a ensayar en el modo de
hablarle en voz sumisa, con la cabeza inclinada, los ojos bajos, y las
dos manos metidas dentro de la copa del sombrero.

Con éstas y cuantas exterioridades de humildad me
sugirió mi hipocresía, marché para el
convento.

Llegué a él, anduve por los claustros preguntando por
la celda del prelado; me la enseñaron, toqué,
entré y hallé al padre provincial sentado junto a su
mesa, y en ella estaba un libro abierto, en el que sin duda
leía, a mi llegada.

Luego que lo saludé, le besé la mano con todas
aquellas ceremonias en que poco antes me había ensayado, y le
entregué la carta de recomendación de su hermano. La
leyó, y mirándome de arriba abajo, me preguntó
que si quería ser religioso de aquel convento. Sí, padre
nuestro, respondí. ¿Y usted sabe, prosiguió,
qué cosa es ser religioso, y de la estrecha observancia de
Nuestro Padre San Francisco? ¿Lo ha pensado usted bien?
Sí padre, respondí. ¿Y qué le mueve a
usted el venir a encerrarse en estos claustros, y a privarse del
mundo, estando como está en la flor de su edad? Padre, dije yo,
el deseo de servir a Dios. Muy bien me parece ese deseo, dijo el
provincial, pero ¿que no se puede servir a su majestad en el
mundo? No todos los justos ni todos los santos lo han servido en los
monasterios. Las mansiones del Padre celestial son muchas, y muchos
los caminos por donde llama a sus escogidos. En correspondiendo a los
auxilios de la gracia, todos los estados y todos los lugares de la
tierra son a propósito para servir a Dios. Santos ha habido
casados, santos célibes, santos viudos, santos anacoretas,
santos palaciegos, santos idiotas, santos letrados, santos
médicos, abogados, artesanos, mendigos, soldados, ricos, y en
una palabra, santos en todas clases del estado. Conque, de aquí
se sigue que para servir a Dios no es condición precisa el ser
fraile, sino el guardar su santa ley, y ésta se puede guardar
en los palacios, en las oficinas, en las calles, en los talleres, en
las tiendas, en los campos, en las ciudades, en los cuarteles, en los
navíos, y aun en medio de las sinagogas de los judíos y
de las mezquitas de los moros.

La profesión de la vida religiosa es la más perfecta;
pero si no se abraza con verdadera vocación, no es la
más segura. Muchos se han condenado en los claustros, que
quizá se hubieran salvado en el siglo. No está el caso
en empezar bien, es menester la constancia. Nadie logra la corona del
triunfo, sino el que pelea varonilmente hasta el fin. En la edad de
usted es preciso desconfiar mucho de esos ímpetus o fervores
espirituales, que ordinariamente no pasan de unas llamaradas de
zacate
, que tan pronto se levantan como se apagan; y
así sucede que muchos o no profesan, o si profesan es por la
vergüenza que les causa el
qué dirán
; y
estos tales profesos, como que lo son sin su voluntad, son unos malos
religiosos, desobedientes y libertinos, que con sus vicios y
apostasías dan que hacer a los superiores, escandalizan a los
seculares, y de camino quitan el crédito a las religiones;
porque como dice Santa Teresa, y es constante: el mundo quiere que los
que siguen la virtud, sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les
nota, los advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de
aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios
más groseros de los otros mundanos, pero se escandalizan
grandemente si advierten algunos en este o el otro religioso o alma
dedicada a la virtud. Levantan el grito hasta el cielo, y hablan no
sólo contra aquel fraile que los escandaliza, sino contra el
honor de toda la religión, sin pesar en la balanza de la
justicia los muchos varones justos y arreglados que ven en la
misma religión, y aun en el mismo convento.

Para evitar que los jóvenes se pierdan abrazando sin
vocación un estado que ciertamente no debe ser de holgura, sino
de un trabajo continuo, para cumplir los prelados con nuestra
obligación, y no dar lugar a que las religiones se descrediten
por sus malos hijos, debemos examinar con mucha prudencia y eficacia
el espíritu de los pretendientes, aun antes de que entren de
novicios, pues el noviciado es para que ellos experimenten la
religión; pero el prelado debe examinarles el espíritu
aun antes de ser novicios.

En virtud de esto, usted que desea servir a Dios en la
religión, ¿ya sabe que aquí de lo primero que ha
de renunciar es de la voluntad, porque no ha de tener más
voluntad que la de los superiores, a quienes ha de obedecer
ciegamente? Sí padre, dije yo. ¿Sabe que ha de renunciar
para siempre al mundo, sus pompas y vanidades, así como lo
prometió en el bautismo? Sí, padre. ¿Sabe que
aquí no ha de venir a holgar ni a divertirse, sino a trabajar y
a estar ocupado todo el día? Sí, padre; y sí
padre, y sí padre, respondí a setenta
sabes
que
me preguntó, que ya pensaba yo que era llegada mi hora y me
estaban sacramentando; y todo este examen paró en que me dio mi
patente allí mismo, advirtiéndome que fuera mi padre a
verse con su Reverencia.

Tales fueron mis palabras estudiadas y mis hipocresías, que
la llevó entre oreja y oreja aquel buen prelado, y formó
de mí un concepto ventajoso. Ya se ve, él era bueno; yo
era un pícaro, y ya se ha dicho lo fácil que es que los
pícaros engañen a los hombres de bien, y más si
los cogen desprevenidos.

El bendito provincial, al despedirme, me abrazó y me dijo:
Pues hijo mío, vaya con Dios, y pídale a su Majestad que
le conserve en sus buenos propósitos, si así conviene a
su mayor gloria y bien de su alma. Dígale todos los días
con el mayor fervor:
confirma hoc Deus, quod operatus es in
nobis
[39]
, y disponga su corazón cada día
más y más para que fecundice en él la gracia del
Espíritu Santo, y produzca frutos opimos de virtud. Con esto le
besé la mano, y me retiré para casa.

¿Quién creerá que cuando salí del
convento sentí no sé qué de bueno en mí,
que me parecía que de veras tenía yo vocación de
ser religioso? No se me olvidaba aquel aspecto venerable del anciano
prelado, aquellas palabras tan llenas de unción y penetrantes
que tanto eco hicieron en mi corazón, aquella su prudencia,
aquel su carácter amable, y aquel todo hechicero de la
verdadera virtud, capaz de enamorar al mismo vicio.

En efecto, yo decía entre mí: ¿qué mano
que hubiera nacido para fraile, que no lo hubiera advertido, y Dios
quisiera haberse valido de este accidente para reducirme, y meterme en
el camino que me conviene? No hay duda, así debe ser. Yo me
acuerdo haber oído decir que Dios hace renglones derechos con
pautas torcidas, y éste ha de ser uno de ellos, sin
remedio. Estos y semejantes discursos ocupaban mi imaginación
en el camino del convento a mi casa.

Luego que llegué a ella, me entré a ver a mi madre, y
le conté cuanto me había pasado manifestándole la
patente de admitido en el convento de San Diego. De que mi madre la
vio, no sé cómo no se volvió loca de gusto,
creyendo que yo era un joven muy bueno, y que cuando menos
sería yo otro San Felipe de Jesús.

No hay que dudar ni que admirarse de esta sorpresa de mi madre,
pues si mis maldades le parecían gracias, mi virtud tan al vivo
¿qué le parecería?

Vino mi padre de la calle, y mi madre llena de júbilo le
impuso de todas mis intenciones, enseñándole al propio
tiempo la patente del padre provincial.

¿Ves, hijo, le decía, ves como no es tan bravo el
león como lo pintan? ¿Ves como Pedrito no era tan malo
como tú decías? Él como muchacho ha sido
traviesillo, ¿pero qué muchacho no lo es? Tú
querías que fuera un santo desde criatura, querías bien;
pero hijo, es una imprudencia, ¿cómo han de comenzar los
niños por donde nosotros acabamos? Es necesario dar tiempo al
tiempo. Ya ves qué mutación tan
repentina. ¿Cuándo la esperabas? Ayer decías que
Pedro era un pícaro, y hoy ya lo ves hecho un santo; ayer
pensabas que había de ser el lunar de su linaje, y hoy ya ves
que él será el lustre de su familia, porque familia que
cuenta un deudo fraile, no puede ser de oscuro principio; yo a lo
menos así lo entiendo, y en esta fe y creencia he de vivir,
aunque me digan, como ya me lo han dicho, que esto es una
preocupación de las que han echado más raíces en
América que en otras partes del mundo; pero yo no lo creo, sino
que en teniendo una familia un pariente fraile, ya puede
apostárselas en nobleza con el Preste Juan de las Indias sin
haber menester ejecutorias, genealogías, ni esotras zarandajas
de que tanto blasonamos los nobles, porque esas cosas sólo las
saben los parientes y amigos de las casas, pero los extraños
que no las ven, no pueden saber si son nobles o no. Lo que no sucede
teniendo un deudo fraile, porque todo el mundo lo ve, y nadie puede
dudar de que es noble él, sus padres, sus abuelos, sus
bisabuelos y sus tatarabuelos; y si el dicho fraile se casara, fueran
nobles y muy nobles sus hijos, nietos, biznietos, tataranietos y
choznos, porque un fraile es una ejecutoria andando. Conque mira si
tengo razón de estar contenta, y si tú también
debes estarlo con la nueva resolución de Pedrito.

Yo por un agujerito de la puerta había estado oyendo y
fisgando toda esta escena, y vi que mi padre leyó,
releyó, y remiró una, dos y tres veces la patente; y aun
advertí que más de una vez estuvo por limpiarse los
ojos, a pesar de que no tenía lagañas. ¡Tal era la
duda que tenía de mi verdad que apenas creía lo que
estaba leyendo!

Sin embargo de esta su sorpresa, oyó muy bien toda la arenga
de mi madre, a la que luego que concluyó le dijo:
¡Válgate Dios, hija, qué cándida eres!
¡Cuántas boberías me has dicho en un instante! Si
alguno nos hubiera escuchado, yo me avergonzara, pues las familias que
en realidad son nobles, como la tuya, no aspiran a parecerlo con el
empeño de tener un hijo religioso, ni hacen vanidad de ello
cuando lo tienen; antes ese empeño y esa vanidad, es una prueba
clara de una no conocida nobleza, o que a lo menos no puede
manifestarse de otro modo; modo ciertamente muy aventurado, y que
puede estar sujeto a mil trácalas; pero esto no es lo que
importa por ahora, a más que la nobleza verdadera consiste en
la virtud. Ésta es su piedra de toque y su prueba
legítima, y no los puestos brillantes, eclesiásticos o
seculares, pues éstos muchas veces se pueden hallar en personas
indignas de tenerlos por su mala moral, etc. Lo que importa por ahora
es esta patente. Yo me hago cruces y no acabo de entender cómo
es esto. Ayer era Pedro tan libertino y descarriado, que hacía
continuas faltas en el colegio por irse a tunantear con sus amigos,
¿y hoy tan sujeto y virtuoso que pretende ser religioso, y de
una religión estrecha y observante? Ayer tan flojo que aun para
estudiar teología, ponía mil cortapisas, ¿y hoy
tan decidido por el trabajo de una comunidad? Ayer tan disipado,
¿hoy tan recoleto? Ayer tan uno, ¿y hoy tan otro? No
sé cómo será esto.

Yo no ignoro que Dios es poderoso y puede hacer cuanto quiera;
sé muy bien que de una Magdalena hizo una santa, de un Dimas un
confesor, de un Saulo un Pablo, de un Aurelio un Agustino, y de otros
pecadores otros tantos siervos suyos que han edificado su iglesia;
pero estos casos no son comunes, porque no es común que el
pecador corresponda a los auxilios de la gracia; lo corriente es
despreciarlos cada instante, y por eso está el mundo tan
perdido. No sé por qué me parece que éstas son
picardías de Pedro… Cállate, dijo mi madre, como
tú no quieres al pobre muchacho, aunque haga milagros te han de
parecer mal. Sus defectos sí, los crees, aunque no los veas;
pero de su virtud dudas, aun mirándola con los ojos. Bien
dicen, en dando en que un perro tiene rabia, hasta que lo matan.

¿Qué estás hablando, hija?, decía mi
padre, ¿qué virtud estoy mirando yo, ni jamás he
visto en Pedro? ¿Qué más prueba de virtud que esa
patente?, decía mi madre. No, esta patente no prueba virtud,
replicaba mi padre, lo que prueba es que tuvo habilidad para
engañar al provincial hasta arrancársela por sus fines
particulares. Tú harás y dirás todo eso por no
gastar en el hábito y en la profesión; pero para eso no
es menester que quites de las piedras para poner en mi hijo.
Aún tiene tíos, y cuando no, yo pediré los gastos
de limosna. Así se explicó mi madre, a quien mi padre,
con mucha prudencia contestó: no seas tonta, mujer. No son los
gastos, sino la experiencia que tengo la que me hace desconfiar de
Pedro. Conozco su genio, y tengo examinado su carácter, por eso
dudo que sea cierta su vocación. Él es mi hijo, lo amo,
y lo amo mucho; pero este amor no me quita el conocimiento que tengo
de él. Sé que no le gusta el trabajo, que le agrada la
libertad, los amigos y el lujo demasiado, y que es muy variable en su
modo de pensar. A más de esto, es muy joven, le falta mucho
para saber distinguir bien las cosas, y todo ello me hace creer que
apenas estará en el convento dos o tres meses, verá el
trabajo de la religión y se saldrá. Esto es lo que deseo
excusar, no los gastos, pues siempre he erogado gustoso cuantos he
considerado concernientes a su bien.

No obstante, yo de buena gana y con la misma voluntad que otras
veces gastaré en esta ocasión cuanto sea necesario, y me
daré los plácemes de que sea con provecho suyo.

Aquí paró la sesión, y salieron los dos buenos
viejos a comer.

A la noche me llamó mi padre a solas, me hizo mil preguntas,
a las que yo contesté
amén, amén
, con la
misma hipocresía que al provincial, me echó su merced mi
buen sermón explicándome qué cosa era la vida de
un religioso, cuál la perfección de su estado,
cuáles sus cargos, cuán temibles son las resultas que se
debe prometer el que abraza sin vocación un estado semejante, y
qué sé yo que otras cosas, todas ciertas, justas, muy
bien dichas y para mi bien; pero esto es lo que los muchachos oyen con
menos atención, y así no es mucho se les olvide pronto.
Ello es que yo estuve en el sermón con los ojos bajos y con una
modestia tal, que ya parecía un novicio. Tan bien hice el
papel, que mi padre creyó que era la pura verdad, y me
ofreció ir por la mañana a ver al padre provincial; me
dio su bendición, le besé la mano y nos fuimos a
acostar.

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