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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (25 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No uses copetes en el cerquillo a modo de faisán o pavo,
que esta sola divisa manifiesta el poco espíritu religioso, y
declara bien lo apegado que está el que lo usa al mundo y a sus
modas.

Finalmente, si no profesas, guarda los preceptos del
Decálogo en cualquiera que sea el estado de tu vida. Ellos son
pocos, fáciles, útiles, necesarios y
provechosos. Están fundados en el derecho natural y divino. Lo
que nos mandan es justo, lo que nos prohíben es en beneficio
nuestro y de nuestros semejantes, nada tienen de violento sino para
los abandonados y libertinos; y por último, sin su observancia
es imposible lograr ni la paz interior en esta vida, ni la felicidad
eterna en la otra.

Acuérdate pues, de esto, y de que dentro de pocos
días seguirás el camino en que va a entrar tu padre,
cuya bendición con la de Dios te alcance por
siempre. Adiós, hijo amado. A las orillas de la eternidad, tu
amante padre -Manuel.

Esta carta no hizo más efecto que entristecerme algunos
ratos, pero sin profundizar sus verdades en mi corazón, porque
a éste le faltaba disposición para recibir tan saludable
semilla.

Pasaron quince días, en cuyo corto tiempo se me olvidaron en
gran parte los sentimientos de la muerte de mi padre, los avisos de su
carta (esto es, el primer espíritu de compunción con que
la leí) y sólo me acordaba de mi apetecida libertad.

Al cabo de estos días vino Januario y me trajo un recado de
mi madre, diciéndome que estaba muy apesarada y triste en su
soledad, y que ya era tiempo para que yo realizara mis proyectos, pues
habiendo muerto mi padre, ya no había cosa que embarazara mi
salida; antes ésta podría servir a mi madre de consuelo,
y otras cosas a este modo conque acabé yo de resolverme.

Le manifesté a Januario la carta de mi padre, y él
luego que la leyó se echó a reír, y me dijo:
está bueno el sermón, no hay que hacer. Tu padre,
hermano, erró la vocación de medio a medio. Era mejor
para misionero que para casado; pero consejos y bigotes, dicen que ya
no se usan. La herencia está muy buena, aunque yo no
daría por ella una peseta. Si como tu padre te dejó
advertencias, te hubiera dejado monedas, se las deberías
agradecer más; porque, amigo, un peso duro, vale más que
diez gruesas de consejos. Guarda esta carta, y salte a ver qué
haces con lo que ha dejado tu padre, porque tu madre
¿qué ha de hacer? En cuatro días lo gasta y se
acaba, y ni tú ni ella lo disfrutan.

Yo le agradecí aquellos que me parecían buenos
consejos, y le dije que le propusiera a mi madre mi salida,
pretextándole mi enfermedad y lo útil que yo le
podía ser a su lado. Januario me ofreció
desempeñar el asunto y volver al otro día con la
razón.

Inquietísimo me quedé yo esperando la
resolución de mi madre, no porque yo quería captar su
venia, pues no la juzgaba necesaria, sino para con esta
hipocresía atarle la voluntad de modo que me franqueara sin
reserva todos los mediecillos que mi padre había dejado, y se
fiara de mí, como si yo fuera un buen hijo.

Todo me salió según me lo propuse, pues al día
siguiente volvió Januario, y me dijo que todo estaba corriente,
que él había ponderado mucho mi falsa enfermedad a mi
madre, y díchole que yo lloraba mucho por ella, que tanto por
mi salud, como por servirla y acompañarla, deseaba salirme;
pero que esperaba su parecer, porque era tan bueno su hijo, que sin su
licencia no daría un paso. A lo que mi madre le contestó
que saliera en horabuena, pues mi salud valía más que
todo, y en todas partes se podía servir a Dios.

Oídos que tales orejas
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, dije yo al
escuchar estas razones. Mañana comemos juntos, Januario… Y al
instante vamos a visitar a Poncianita, me dijo él, que cada
día está más chula el diantre de la muchacha.

En conversaciones tan edificantes como éstas pasamos el rato
que me permitió la campana, a cuyo toque se despidió
Januario, quedándome yo deseando llegara la noche para avisarle
mi determinación al padre maestro de novicios.

Llegó en efecto, y a mi parecer más tarde que otras
veces. Luego que tuve lugar me entré en su celda, y le dije que
estaba enfermo, y a más de eso, que mi madre había
quedado viuda, pobre y sin más hijo que yo, y que así
pensaba volverme al siglo; que me hiciera favor de facilitarme mi
ropa.

El buen religioso me escuchó con santa paciencia, y me dijo
que viera lo que hacía, que ésas eran tentaciones del
demonio; si estaba enfermo, médicos y botica tenía el
convento, y que allí me curarían con el mismo cuidado
que en mi casa; que si mi madre había quedado viuda y pobre, no
había quedado sin Dios, que es padre universal y no desampara a
sus criaturas; y por último, que lo pensara bien. Ya lo tengo
bien pensado, padre nuestro, le dije, y no hay remedio, yo me salgo,
porque ni la religión es para mí, ni yo para la
religión.

Enfadose su paternidad con estas razones, y me dijo: la
religión es para todos los que son para ella; mas su caridad
dice bien, que no es para la religión, y así me lo ha
parecido algunas veces. Vaya con Dios. Mañana temprano
mandaré avisar a nuestro padre provincial, y se irá a su
casa o a donde le parezca.

Me retiré de su vista, y esa noche ya no quise ir a coro ni
a refectorio (ni me hicieron instancia tampoco), y a otro día
entre nueve y diez de la mañana, me llamó el padre
maestro de novicios, me despojó solemnemente de los
hábitos, me dio mi ropa, y me marché para la calle,
dirigiéndome inmediatamente para México.

Después que descansé un rato en un asiento de la
alameda, y me sacudí el polvo del camino, que había
hecho desde Tacubaya, me dirigía a mi casa, e iba yo envuelto
en mi capa, con mi pañuelo amarrado en la cabeza y lleno de
confusión, pensando que estaba como excomulgado y separado de
aquellos siervos de Dios. No sé qué pavor se apoderaba
de mi corazón cada vez que volvía la cara y veía
las sagradas paredes de San Diego, depósitos de la virtud y
quietud, de donde yo me retiraba.

No hay duda, decía yo entre mí, yo acabo de dejar el
asilo de la inocencia, yo he dejado la única tabla a que
podía asirme en el naufragio de esta vida mortal. Dios me
verá como un ingrato, y los hombres me despreciarán como
un inconstante… ¡Ah, si pudiera yo volverme!

En estas serias meditaciones iba yo embebecido, cuando me
tiró de la capa uno de mis antiguos contertulianos que me
conoció y acompañaba a una de las coquetillas más
desenvueltas que yo había chuleado antes de entrar en el
convento.

Luego que nos saludamos y reconocimos los tres, me preguntó
él ¿cuándo me había salido y por
qué? Le respondí que aquel mismo día, y por la
muerte de mi padre y mi enfermedad. Me lo tuvieron a bien, y me
llevaron a almorzar a un figón, donde comí a lo loco y
bebí punto menos, con cuyos socorros se disiparon mis
tristezas.

Despidiéronse de mí, y me fui
para mi casa. Luego que mi madre me vio, comenzó a abrazarme y
a llorar amargamente, pero me manifestó su contento por tenerme
otra vez en su compañía. ¿Quién le
había de decir que sus trabajos comenzaban desde aquel
día, y que mi persona, lejos de proporcionarle los consuelos y
alivios que se prometía, le había de ser funestamente
gravosa? Pero así fue, como veréis en el capítulo
siguiente.

Capítulo XIII

Trata Periquillo de quitarse el luto, y se
discute sobre los abusos de los funerales, pésames, entierros,
lutos, etc.

Entramos a la época más
desarreglada de mi vida. Todos mis extravíos referidos hasta
aquí, son frutas y pan pintado respecto a los delitos que se
siguen. Ciertamente me horrorizo yo mismo, y la pluma se me cae de la
mano al escribir mis escandalosos procederes, y al acordarme de los
riesgos y lances terribles que a cada momento amenazaban mi honra, mi
vida y mi alma, porque es evidente que el hombre mientras es
más vicioso está más expuesto a mayores
peligros. Ya se sabe que nuestra vida es un tejido continuo de sustos,
miserias, riesgos y zozobras que por todas partes nos amagan; pero el
hombre de bien con su conducta arreglada se libra de muchos de ellos,
y se hace feliz en cuanto cabe en esta vida miserable; cuando por el
contrario, el hombre vicioso y abandonado no sólo no se libra
de los males que naturalmente nos acometen, sino que con su misma
relajación se mete en nuevos empeños, y llama sobre
sí una espantosa multitud de peligros y lacerías, que ni
remotamente los experimentara si viviera como debía vivir; y de
este fácil principio se comprende por qué los más
viciosos son los más llenos de aventuras, y acaso los que lo
pasan peor aun en esta vida. Yo fui uno de ellos.

Seis meses estuve en mi casa haciendo una vida bien
hipócrita, porque rezaba el rosario todas las noches,
según la costumbre de mi difunto padre, salía muy poco a
la calle, no asistía a ninguna diversión, hablaba de la
virtud y de cosas de Dios con frecuencia, y en una palabra, hice tan
bien el papel de hombre de bien, que la pobre de mi madre lo
creyó y estaba conmigo loca de contenta; ¡qué
mucho!, si la tragó Januario siendo tan veterano en
picardías, y tanto lo creyó que un día me dijo:
Periquillo, me has admirado; ciertamente que tú naciste para
fraile, pues cuando yo esperaba que salieras a coger las primicias de
tu libertad absoluta, y que nos daríamos los dos nuestros
verdes muy razonables, te veo encerrado y hecho un anacoreta en tu
casa. ¡Pobre de Januario! ¡Pobre de mi madre! ¡Y
pobres de cuantos se persuadieron a que era virtud lo que sólo
era en mí una malicia muy refinada!

Trataba yo de conceptuarme bien con mi madre para que confiando en
mí totalmente, no me escaseara los mediecillos que mi padre le
hubiera dejado, lo que no me fue difícil conseguir con mis
estratagemas maliciosas.

De facto, mi madre me descubrió y aun me hizo administrador
de los bienecillos que habían quedado, y consistían en
mil y seiscientos pesos en reales, como quinientos en deudas
cobrables, y cerca de otros mil en alhajitas y muebles de casa. Cortos
haberes para un rico, mas un principalito muy razonable para
sostenerse cualquier pobre trabajador y hombre de bien; pero
sólo eso era lo que me faltaba, y así di al traste con
todo dentro de poco tiempo, como lo veréis.

Cualquier capitalito razonable florece en las manos de un hombre de
conducta y aplicado al trabajo; pero ninguno es suficiente para medrar
en las de un joven como yo, que no sólo era disipado, sino
disipador.

El dinero en poder de un mozo inmoral y relajado es una espada en
las manos de un loco furioso. Como no sabe hacer de él el uso
debido, constantemente sólo le sirve de perjudicarse a
sí mismo y perjudicar a otros, abriendo sin reserva la puerta a
todas las pasiones, facilitando la ejecución de todos los
vicios, y acarreándose por consecuencia necesaria un sin
número de enfermedades, miserias, peligros y desgracias.

Para precaver así la dilapidación de los mayorazgos,
como la total ruina de estos pródigos viciosos, meten la mano
los gobiernos, y quitándoles la administración y manejo
del capital, les señalan tutores que los cuiden y adieten como
a unos muchachos o dementes; porque si no, en dos por tres
tirarían los bancos de Londres si los hubieran a las manos.

¡Es una vergüenza que a unos hombres regularmente bien
nacidos, y sin la desgracia de la demencia, sea menester que las leyes
los sujeten a la tutela y los reduzcan al estado de pupilos, como si
fueran locos o muchachos! Pero así sucede, y yo he conocido
algunos de estos mayorazgos sin cabeza.

Si yo hubiera sido mayorazgo, no me hubiera quedado por corto para
tirar todo el caudal en dos semanas, pues era
flojo
,
vicioso
y
desperdiciado
, tres requisitos que con
sólo ellos sobra para no quedar caudal a vida por opulento y
pingüe que sea.

Atando el hilo de mi historia digo que ya me cansaba yo de
disimular la virtud que no tenía, y deseando romper el nombre y
quitarme la máscara de una vez, le dije un día a mi
madre: Señora, ya no tarda nada el día, de San
Pedro. ¿Y qué me quieres decir con eso?, preguntó
su merced. Lo que quiero decir, le respondí, es que ese
día es de mi Santo, y muy propio para quitarnos el
luto. ¡Ay!, no lo permita Dios, decía mi
madre. ¿Yo quitarme el luto tan breve? Ni por un
pienso. Amé mucho a tu padre, y agraviaría su memoria si
me quitara el luto tan presto.

¿Cómo tan presto, señora?, decía yo,
¿pues ya no han pasado seis meses? ¿Y qué?,
decía ella toda escandalizada, ¿seis meses de luto te
parecen mucho para sentir a un padre y a un esposo? No hijo, un
año se debe guardar el luto riguroso por semejantes
personas.

Ya ustedes verán que mi madre era de aquellas señoras
antiguas que se persuaden a que el luto prueba el sentimiento por el
difunto, y gradúan éste por la duración de
aquél; pero ésta es una de las innumerables vulgaridades
que mamamos con la primera leche de nuestras madres.

Es cierto que se debe sentir a los difuntos que amamos, y tanto
más, cuanto más estrechas sean los relaciones de amistad
o parentesco que nos unían con ellos. Este sentimiento es
natural, y tan antiguo, que sabemos que las repúblicas
más civilizadas que ha habido en el mundo, Grecia y Roma, no
sólo usaban luto, sino que hacían aun demostraciones
más tiernas que nosotros por sus muertos. Tal vez no os
disgustará saberlas.

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