El Periquillo Sarniento (105 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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La miseria, la humedad de esta incómoda habitación y
el tormento que padece mi espíritu me han postrado en esta cama
no sé de qué mal, pues yo que lo padezco no lo conozco;
lo cierto es que creo que mi muerte se aproxima por instantes, y esta
infeliz chiquita expirará primero de hambre, pues no
tienen mis enjutos pechos con qué alimentarla; estas otras dos
criaturas quedarán expuestas a la más dolorosa orfandad,
mi esposo entregado a la crueldad de sus acreedores, y todo
sufrirá el trágico fin que le espera.

Ésta, señor, es mi desgraciada historia. Ved si con
razón dije que mis penas son de las que no se alivian con
contarlas. ¡Ay, esposo mío! ¡Ay, Anselmo, a qué estado
tan lamentable nos condujo tu desarreglado proceder…!

Perdone usted, señora, le dije, ¿quién es ese Anselmo
de quien usted se queja? Quién ha de ser, señor, sino mi
pobre marido, a quien no puedo dejar de amar por más que alguna
vez me fuera ingrato.

Ése es un carácter noble, le dije, y a seguida me
informé y quedé plenamente satisfecho de que su marido
era aquel mi amigo Anselmo, que no me conoció, o no me quiso
conocer, cuando imploré su caridad en medio de mi mayor
abatimiento; pero, no acordándome entonces de su ingratitud,
sino de su desdicha y de la que padecía su triste e inocente
familia, procuré aliviarla con lo que pude.

Consolé otra vez a la pobre enferma, hice llamar a una vieja
vecina que la quería mucho y solía llevarle un bocadito
al medio día, y ofreciéndole un buen salario se
quedó allí sirviéndola con mucho gusto.

Salí a la calle, vi a mi amo, le conté el pasaje, le
pedí dinero a mi cuenta, le hice entrar en un coche y lo
llevé a que fuera testigo de la miserable suerte de aquellas
inocentes víctimas de la indigencia.

Mi amo, que era muy sensible y compasivo, luego que vio aquel
triste grupo de infelices, manifestó su generosidad y el
interés que tomaba en su remedio.

Lo primero que hizo fue mandar llamar un médico y una
chichigua para que se encargasen de la enferma y de la criatura. En
esa noche envió de su casa colchón, sábanas,
almohadas y varias cosas que urgían con necesidad a la
enferma.

No me dejó ir a San Agustín por entonces, y al
día siguiente me mandó buscar una viviendita en alto. La
solicité con empeño, y a la mayor brevedad mudé a
ella a la señora y a su familia.

Con el dinero que pedí, habilité de ropa a los
chiquillos y, no restando más que hacer por entonces, me
despedí de la señora, quien no se cansaba de llenarme de
bendiciones y dar agradecimientos a millares. Cada rato me preguntaba
por mi nombre y lugar donde vivía. Yo no quise darle
razón, porque no era menester; antes le decía que
aquella gratitud la merecía mi amo, que era quien la
había socorrido, pues yo no era sino un débil
instrumento de que Dios se había servido para el efecto.

Sin embargo, decía la pobre toda enternecida, sin embargo de
que ese caballero haya gastado más que usted en nuestro favor,
usted ha sido la causa de todo. Sí, usted le habló,
usted lo trajo y por usted logramos tantos favores. Él es un
hombre benéfico, no lo dudo, ni soy capaz de agradecerle ni
pagarle lo bueno que ha hecho conmigo y mis criaturas; pero usted es,
a más de benéfico, generoso, pues gasta con liberalidad
siendo un dependiente, y… Ya está, señora, ya
está, le dije, restablézcase usted que es lo que nos
importa, y adiós hasta el domingo. ¿Viene usted el domingo a
verme y a sus hijos? Sí señora, vengo. Les compré
fruta a los muchachitos, los abracé y me despedí no sin
lágrimas en los ojos por la ternura que me causó
oírme llamar de papá por aquellos inocentes
niñitos, que no sabían cómo manifestarme su
gratitud sino apretándome las rodillas con sus bracitos y
quedándose llorando rogándome que no me fuera. Trabajo
me costó desprenderme de aquellas agradecidas criaturas, pero
por fin me fui a mi destino, reencargándolas a mi amo y a
Pelayo.

Al domingo siguiente vine sin falta. No estaba mi amo en casa, y
así en cuanto dejé el caballo fui a ver cómo
estaba la enferma y sus niños; pero ¡cuál fue mi gusto
cuando la hallé muy restablecida y aseada, jugando en el
estrado con sus niños! Tan entretenida estaba con esta inocente
diversión que no me había visto, hasta que
diciéndole yo: me alegro mucho, señorita, me alegro,
alzó la cara, me vio y, conociéndome, se levantó
y, llena de un entusiasmo imponderable y de un gozo que le rebosaba
por sobre la ropa, comenzó a gritar: Anselmo, Anselmo, ven
breve, ven a conocer al que deseas. Anda, ven, aquí está
nuestro amigo, nuestro bienhechor y nuestro padre. Los niños se
rodearon de mí y estirándome de la capa me llevaron al
estrado al tiempo que salió de la recámara Anselmo.

Sorprendiose al verme, fijó en mí la vista y, cuando
se satisfizo de que yo era el mismo Pedro a quien había
despreciado y tratado de calumniar de ladrón, luchando entre la
gratitud y la vergüenza, quería y no quería
hablarme; más de una vez intentó echarme los brazos al
cuello, y dos veces estuvo para volverse a la recámara.

En una de éstas, mirándome con ternura y rubor, me
dijo: Señor… yo agradezco… y no pudiendo pronunciar otra
palabra bajó los ojos. Yo, conociendo el contraste de pasiones
con que batallaba aquel pobre corazón, procuré
ensancharlo del mejor modo; y así, tomando a mi amigo de un
brazo y estrechándolo entre los míos, le dije:
¡qué señor ni qué droga! ¿No me conoces, Anselmo?
¿No conoces a tu antiguo amigo Pedro Sarmiento? ¿Para qué son
esas extrañezas ni esas vergüenzas con quien te ha amado
tanto tiempo? Vamos, depón ese rubor, reprime esas
lágrimas, y reconoce de una vez que soy tu amigo.

Entonces Anselmo, que había estado oyéndome con la
cabeza reclinada sobre mi hombro izquierdo, alentado con mis palabras,
alzó la cara, y volviéndose a su esposa le dijo: ¿y
tú sabes, querida mía, quién es este hombre
benéfico que tanto nos ha favorecido? No, no he tenido el gusto
de saberlo, dijo la señora, sólo reconozco en él
un singular bienhechor, a quien todos debemos la vida, la subsistencia
y el honor. Pues sábete, hija mía, que este señor
es don Pedro Sarmiento, mi antiguo amigo, a quien debí mil
favores, y a quien le correspondí con la mayor villanía
en las circunstancias más críticas en que necesitaba mis
auxilios.

Hincose a este tiempo, y abrazándome tiernamente me
decía: Perdóname, querido Pedro, soy un vil y un
ingrato; mas tú eres caballero y el único hombre digno
del dulce título de amigo. Desde hoy te reconoceré por
mi padre, por mi libertador y por el amparo de mi esposa y de mis
hijos, a quienes hice desgraciados por mis excesos. No te acuerdes de
mi ingratitud, no paguen estos inocentes lo que yo solo
merecí… seremos tus esclavos… nuestra dicha
consistirá en servirte… y…

Por Dios, Anselmo, basta, le dije levantándolo y
apretándolo en el pecho. Basta, soy tu amigo, y lo seré
siempre que me honres con tu amistad. Serénate y hablemos de
otra cosa. Acaricia a tus niños que lloran porque te ven
llorar. Consuela a esta señora que te atiende entre la
aflicción y la sorpresa. Yo no he hecho sino cumplir en muy
poco con los naturales sentimientos de mi corazón. Cuando hice
lo que pude por tu familia, fue condolido de su infeliz
situación, y sabiendo que era tuya, cuya sola circunstancia
sobraba para que, cumpliendo con los deberes de la amistad, hiciera en
su obsequio lo posible. Pero, después de todo, Dios es quien ha
querido socorrerte; dale a su Majestad las gracias y no vuelvas a
acordarte de lo pasado por vida de tus niños.

Quería yo despedirme, pero la señora no lo
consintió; tenía el almuerzo prevenido, y me detuvo a
almorzar.

Nos sentamos juntos muy gustosos, y en la mesa me informaron
cómo Pelayo y mi amo habían desempeñado tan bien
mi encargo que, no contentos con socorrer a la enferma y su
familia, solicitaron a los acreedores de Anselmo, y, a pesar de hallar
a algunos inexorables, rogaron tanto y se empeñaron tanto que
al fin consiguieron la remisión de la deuda hasta mejora de
fortuna; y, para que Anselmo pudiera sostener a su familia, lo
colocó mi amo de mayordomo en una de sus haciendas, a donde
debía partir luego que se acabara de restablecer su esposa.

Estas noticias me colmaron de gozo, considerando que Dios se
había valido de mí para hacer feliz a aquella pobre
familia, a la que di los plácemes, y luego me despedí de
todos entre mil abrazos, lágrimas y cariñosas
expresiones.

A mi amo y a Pelayo les di también muchos agradecimientos
por lo que habían hecho, y a la tarde me volví a mi
destino, sintiendo no sé qué dulce satisfacción
en mi corazón por el mucho bien que había resultado a
aquella triste familia por mi medio. La contemplaba dentro de ocho
días tan otra de como la había hallado. Ella,
decía yo entre mí, estaba sepultada en la indigencia.
El padre, entregado sin honor y sin recurso a la voracidad de sus
acreedores, y confundido con la escoria del pueblo en un
lóbrego calabozo; su mujer con el espíritu atormentado y
desfallecida de hambre en una accesoria indecente; las criaturas
desnudas, flacas y expuestas a morirse o a perderse; y ahora todo ha
cambiado de semblante. Ya Anselmo tiene libertad, su esposa salud y
marido, los niños padre, y todos entre sí disfrutan los
mayores consuelos. ¡Bendita sea la infinita Providencia de Dios que
tanto cuidado tiene de sus criaturas!, y ¡bendita la caridad de mi amo
y de Pelayo, que arrancó de las crueles garras de la miseria a
esta familia desgraciada y la restituyó al seno de la felicidad
en que se encuentra! ¡Cómo se acordará el Todopoderoso
de esta acción para recompensarla con demasía en la hora
inevitable de su muerte! ¡Con qué indelebles caracteres no
estarán escritos en el libro de la vida los pasos y
gastos que ambos han dado y erogado en su obsequio! ¡Qué
felices son los ricos que emplean tan santamente sus monedas y las
atesoran en los sacos que no corroe la polilla! ¡Y de qué
dulces placeres no se privan los que no saben hacer bien a sus
semejantes! Porque la complacencia que siente el corazón
sensible cuando hace un beneficio, cuando socorre una miseria o de
cualquier modo enjuga las lágrimas del afligido, es
imponderable, y sólo el que la experimenta podrá, no
pintarla dignamente, pero a lo menos bosquejarla con algún
colorido.

No hay remedio, sólo los dulces transportes que siente la
alma cuando acaba de hacer un beneficio deberían ser un
estímulo poderoso para que todos los hombres fueran
benéficos, aun sin la esperanza de los premios eternos. No
sé cómo hay avaros y no sé cómo hay
hombres tan crueles que, teniendo sus cofres llenos de pesos, ven
perecer con la mayor frialdad a sus desdichados semejantes. Ellos
miran con ojos enjutos la amarillez con que el hambre y la enfermedad
pintan las caras de muchos miserables, escuchan como una suave
música los ayes y gemidos de la viuda y el pupilo, sus manos no
se ablandan aun regadas con las lágrimas del huérfano y
del oprimido… en una palabra, su corazón y sus sentidos son
de bronce, duros, impenetrables e inflexibles a la pena, al dolor del
hombre y a las más puras sensaciones de la naturaleza.

Es verdad que hay mendigos falsos y pobres a quienes no se les debe
dar limosna, pero también es verdad que hay muchos
legítimamente necesitados, especialmente entre tantas familias
decentes, que con nombre de vergonzantes gimen en silencio y sufren
escondidas sus miserias. A éstas debía buscarse para
socorrerse, pero éstas son a las que menos se atiende por lo
común.

Entretenido en estas serias consideraciones llegué a San
Agustín de las Cuevas.

En el tal pueblo procuré manejarme con arreglo, haciendo el
bien que podía a cuantos me ocupaban y granjeándome de
esta suerte la benevolencia general.

Así como me sentía inclinado a hacer bien, no me
olvidé de restaurar el mal que había
causado. Pagué cuanto debía a los caseros y al
tío abogado, aunque no volví a admitir la amistad de
éste ni de otros amigos ingratos, interesables y
egoístas.

Tuve la satisfacción de ver a mi amo siempre contento y
descansando en mi buen proceder, y fui testigo de la reforma de
Anselmo y felicidad de su familia, pues la hacienda en que estaba
acomodado se me entregó en administración.

Sólo al pobre trapiento no lo hallé por más
que lo solicité para pagarle su generoso hospedaje; lo
más que conseguí fue saber que se llamaba Tadeo.

Tampoco hallé a nana Felipa, la fiel criada de mi madre, ni
a otras personas que me favorecieron algún día. De unas
me dijeron que habían muerto, y de otras que no sabían
su paradero, pero yo hice mis diligencias por hallarlas.

Continuaba sirviendo a mi amo y sirviéndome a mí en
mi triste pueblo, muy gustoso con la ayuda de un cajero fiel que
tenía acomodado, hombre muy de bien, viudo, y que, según
me contaba, tenía una hija como de catorce años en el
colegio de las Niñas.

Descansaba yo enteramente en su buena conducta y le procuraba
granjear por lo útil que me era. Llamábase don Hilario,
y le daba tal aire al trapiento que más de dos veces estuve por
creer que era él mismo, y por desengañarme le
hacía dos mil preguntas, que me respondía ambigua o
negativamente, de modo que siempre me quedaba en mi duda, hasta que un
impensado accidente proporcionó descubrir quién era en
realidad este sujeto.

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